La esperaba en la sala de ordenadores, como de costumbre. Se colocó cerca del pasillo, en primera fila, para que le fuera fácil localizarle en cuanto entrara.
Le resultó francamente curioso que, pese a esto (con el agravante de que apenas había unas diez personas en la sala), ella no le viera. Entró, pasó justo por delante de él, le dio la espalda y se situó a un par de ordenadores de la misma fila, sólo que al otro lado del pasillo.
Pensó por un momento en una conversación que había tenido hace poco con ella, acerca de resultarse invisibles el uno al otro. Esbozó una sonrisa interior.
Cogió aire para llamarla, pero algo dentro de él lo contuvo. Ella estaba dejando todos sus cachivaches en la mesa y las sillas de alrededor; esperaría a que ella misma le viera (porque seguro que cruzaban la mirada en un momento u otro, o lo reconocería en algún hueco de su visión periférica), y entonces los dos se reirían y él iría a sentarse junto a ella.
Pero no miró. Con un aire serio, casi majestuoso y quizá algo triste (o preocupado, no estaba seguro), encendió el ordenador. Él no la terminaba de reconocer en esos movimientos. Ni siquiera la recordaba de otra forma que no fuera sonriente.
Comenzaba a fastidiarle que no mirara, así que volvió a coger aire para dedicarle un "¡eh!", que terminó de nuevo en el fondo de su estómago. Esta vez era distinto; asistir al espectáculo de ella misma en su propio mundo, en una realidad donde él no existía, era una ocasión única para conocerla como probablemente nunca más podría hacerlo.
Recordó enseguida el Principio de indeterminación de Heisenberg; por el mero hecho de observar una partícula, estás alterando su posición y su velocidad, por lo que no puedes conocer con exactitud ambos parámetros a la vez. A gran escala, pensó, pasaba algo parecido: si ella sabía que él la estaba mirando, se comportaba de forma diferente.
Pero no, ahora no. Ahora, ella era ella. Todo lo ella que se podía llegar a ser consultando el correo, pero ella, al fin y al cabo. El resultado era fantástico: su postura distraída sobre la silla, ligeramente encorvada, con los ojos entrecerrados por su miopía, para conseguir enfocar bien la pantalla; su hombro relajado, un poco caído, que movía el brazo que movía la mano que, por fin, movía el ratón con esos dedos. Y qué mano tan curiosa. Quizá algún día le hablaría de sus manos.
No pensó por un momento que aquello de fisgonear no era demasiado ético. No es que pensara que estaba haciendo nada malo o, al menos, nada peor que al ver un documental sobre hormigas rojas amazónicas fascinando al espectador con un ataque certero a un bicho treinta veces más grande que cualquiera de ellas. Esto era como un "documental sobre ella". Ahora hacía click sobre un navegador. Seria. Teclea alguna dirección. Baja la vista hacia su bolso, en una trayectoria bastante directa a la de la situación de él.
Se estremece. De momento, siente que no quiere que le saquen de ese pequeño microcosmos que es "ella haciendo cosas". La ha intentado imaginar tantas veces así, pensando en qué estaría haciendo, qué expresiones pondría, cómo movería su cuerpo... Ahora mismo, sólo le apetecía pasar el resto de su vida estudiándola hasta el más mínimo detalle, y justo ella podía estar a punto de descubrirle.
Pero no. Saca del bolso su móvil, y consulta algo. Seria. Él suspira despacito. Ella gira la cabeza hacia el navegador, que aún no ha terminado de cargar. Hay un listado de correos en pantalla, pero desde la perspectiva de él no conseguía apreciar nada. Tampoco le preocupaba; sabía de sobras que una chica así tendría un considerable "club de fans". Ella pone una cara inescrutable, que en él provoca una sacudida de su ensimismamiento a fuerza de electroshock. Ella hace un click, mira al móvil y pulsa algunos botones, mientras el navegador tarda en mostrar su petición.
En un breve espacio de tiempo, algunas personas se levantan y se marchan; otras, acaban de llegar. Todas tienen que pasar por el pasillo, y su estómago se vuelve a encoger. Hasta ahora no se había dado cuenta, pero su corazón late a tantas pulsaciones que su pierna derecha estaba temblando. Ni siquiera había notado que estaba casi de puntillas en la silla.
Con delicadeza, intentando no efectuar ningún movimiento brusco delator, relaja un poco los hombros y apoya ambos pies en el suelo. El corazón, sin embargo, sigue desbocado, latiendo con fuerza. Y, aunque ella haga caso omiso del tráfico de gente, el ritmo cardíaco no baja.
Deja a medias lo que estaba escribiendo en el móvil, y devuelve la mirada a la pantalla. Lee un mensaje de un par de líneas. Ahora sonríe.
¿Sonríe?
¡Sonríe!
De pronto, se parece un poquito más a la chica que conoce. Lo siguiente no se lo esperaba: murmura algo hacia la pantalla, con el rostro ligeramente ruborizado. Él no es precisamente un experto espía (ésta es su primera vez), así que tampoco hubiera averiguado qué salía de aquellos carnosos y deseables labios aunque hubiera estado preparado para aquello. Sólo le parece reconocer, al final de todo, las articulaciones de la palabra "amor". ¿"Eres un amor"? ¿"Gracias, mi amor"? Quizá está todo en su imaginación, piensa él. La verdad es que sería un buen chasco encontrarse con que ella, en sus pensamientos, está con otra persona.
Por un momento, él siente un vértigo que sólo recordaba de algún viaje en autobús por carreteras de montaña muy, muy estrechas, rodeadas de altísimos barrancos. El pasillo se convierte en un abismo. Un escalofrío. No se ha dado cuenta, pero lleva casi un minuto y medio sin respirar ni parpadear, completamente hipnotizado. Sus ojos comienzan a quejarse, y su corazón hace los preparativos necesarios para, en cuanto termine las maletas, independizarse de su cuerpo y marcharse para siempre.
Dos clicks más, y devuelve la vista al móvil. Sigue tecleando. Hasta entonces, le había parecido verla casi en sepia, principalmente en planos medios o primeros planos de sus manos, su rostro, sus hombros, además de algún primerísimo primer plano de sus largas pestañas o sus labios a contraluz. Ahora, sin embargo, la ve como a kilómetros de distancia: sus "discretas" medias rojas, la faldita escocesa, el jersey negro (dejando entrever la sugerente lencería negra) contrastando con su cabello de un tono inefable entre castaño y rubio, algo más claro en las puntas, largo y ligeramente ondulado. Ve cómo se lo deshace, con un gesto natural.
Todo esto, por supuesto, sucede en cámara lenta para él. Antes de salirle por la boca y desaparecer, su corazón le susurra "Deja de una vez este estúpido anuncio de champú, idiota; sabes de sobra que iba a pasar tarde o temprano". Durante unos microsegundos, el Universo -ese extraño lugar que le había parecido un sitio algo más bonito desde que la conoció- se convirtió en el antro más triste y menos recomendable en el que tomarse la última.
Quizá su corazón hizo "clac" al lanzarse desde demasiado arriba. El caso es que, por alguna razón, en ese preciso momento, ella le vio.
Le resultó francamente curioso que, pese a esto (con el agravante de que apenas había unas diez personas en la sala), ella no le viera. Entró, pasó justo por delante de él, le dio la espalda y se situó a un par de ordenadores de la misma fila, sólo que al otro lado del pasillo.
Pensó por un momento en una conversación que había tenido hace poco con ella, acerca de resultarse invisibles el uno al otro. Esbozó una sonrisa interior.
Cogió aire para llamarla, pero algo dentro de él lo contuvo. Ella estaba dejando todos sus cachivaches en la mesa y las sillas de alrededor; esperaría a que ella misma le viera (porque seguro que cruzaban la mirada en un momento u otro, o lo reconocería en algún hueco de su visión periférica), y entonces los dos se reirían y él iría a sentarse junto a ella.
Pero no miró. Con un aire serio, casi majestuoso y quizá algo triste (o preocupado, no estaba seguro), encendió el ordenador. Él no la terminaba de reconocer en esos movimientos. Ni siquiera la recordaba de otra forma que no fuera sonriente.
Comenzaba a fastidiarle que no mirara, así que volvió a coger aire para dedicarle un "¡eh!", que terminó de nuevo en el fondo de su estómago. Esta vez era distinto; asistir al espectáculo de ella misma en su propio mundo, en una realidad donde él no existía, era una ocasión única para conocerla como probablemente nunca más podría hacerlo.
Recordó enseguida el Principio de indeterminación de Heisenberg; por el mero hecho de observar una partícula, estás alterando su posición y su velocidad, por lo que no puedes conocer con exactitud ambos parámetros a la vez. A gran escala, pensó, pasaba algo parecido: si ella sabía que él la estaba mirando, se comportaba de forma diferente.
Pero no, ahora no. Ahora, ella era ella. Todo lo ella que se podía llegar a ser consultando el correo, pero ella, al fin y al cabo. El resultado era fantástico: su postura distraída sobre la silla, ligeramente encorvada, con los ojos entrecerrados por su miopía, para conseguir enfocar bien la pantalla; su hombro relajado, un poco caído, que movía el brazo que movía la mano que, por fin, movía el ratón con esos dedos. Y qué mano tan curiosa. Quizá algún día le hablaría de sus manos.
No pensó por un momento que aquello de fisgonear no era demasiado ético. No es que pensara que estaba haciendo nada malo o, al menos, nada peor que al ver un documental sobre hormigas rojas amazónicas fascinando al espectador con un ataque certero a un bicho treinta veces más grande que cualquiera de ellas. Esto era como un "documental sobre ella". Ahora hacía click sobre un navegador. Seria. Teclea alguna dirección. Baja la vista hacia su bolso, en una trayectoria bastante directa a la de la situación de él.
Se estremece. De momento, siente que no quiere que le saquen de ese pequeño microcosmos que es "ella haciendo cosas". La ha intentado imaginar tantas veces así, pensando en qué estaría haciendo, qué expresiones pondría, cómo movería su cuerpo... Ahora mismo, sólo le apetecía pasar el resto de su vida estudiándola hasta el más mínimo detalle, y justo ella podía estar a punto de descubrirle.
Pero no. Saca del bolso su móvil, y consulta algo. Seria. Él suspira despacito. Ella gira la cabeza hacia el navegador, que aún no ha terminado de cargar. Hay un listado de correos en pantalla, pero desde la perspectiva de él no conseguía apreciar nada. Tampoco le preocupaba; sabía de sobras que una chica así tendría un considerable "club de fans". Ella pone una cara inescrutable, que en él provoca una sacudida de su ensimismamiento a fuerza de electroshock. Ella hace un click, mira al móvil y pulsa algunos botones, mientras el navegador tarda en mostrar su petición.
En un breve espacio de tiempo, algunas personas se levantan y se marchan; otras, acaban de llegar. Todas tienen que pasar por el pasillo, y su estómago se vuelve a encoger. Hasta ahora no se había dado cuenta, pero su corazón late a tantas pulsaciones que su pierna derecha estaba temblando. Ni siquiera había notado que estaba casi de puntillas en la silla.
Con delicadeza, intentando no efectuar ningún movimiento brusco delator, relaja un poco los hombros y apoya ambos pies en el suelo. El corazón, sin embargo, sigue desbocado, latiendo con fuerza. Y, aunque ella haga caso omiso del tráfico de gente, el ritmo cardíaco no baja.
Deja a medias lo que estaba escribiendo en el móvil, y devuelve la mirada a la pantalla. Lee un mensaje de un par de líneas. Ahora sonríe.
¿Sonríe?
¡Sonríe!
De pronto, se parece un poquito más a la chica que conoce. Lo siguiente no se lo esperaba: murmura algo hacia la pantalla, con el rostro ligeramente ruborizado. Él no es precisamente un experto espía (ésta es su primera vez), así que tampoco hubiera averiguado qué salía de aquellos carnosos y deseables labios aunque hubiera estado preparado para aquello. Sólo le parece reconocer, al final de todo, las articulaciones de la palabra "amor". ¿"Eres un amor"? ¿"Gracias, mi amor"? Quizá está todo en su imaginación, piensa él. La verdad es que sería un buen chasco encontrarse con que ella, en sus pensamientos, está con otra persona.
Por un momento, él siente un vértigo que sólo recordaba de algún viaje en autobús por carreteras de montaña muy, muy estrechas, rodeadas de altísimos barrancos. El pasillo se convierte en un abismo. Un escalofrío. No se ha dado cuenta, pero lleva casi un minuto y medio sin respirar ni parpadear, completamente hipnotizado. Sus ojos comienzan a quejarse, y su corazón hace los preparativos necesarios para, en cuanto termine las maletas, independizarse de su cuerpo y marcharse para siempre.
Dos clicks más, y devuelve la vista al móvil. Sigue tecleando. Hasta entonces, le había parecido verla casi en sepia, principalmente en planos medios o primeros planos de sus manos, su rostro, sus hombros, además de algún primerísimo primer plano de sus largas pestañas o sus labios a contraluz. Ahora, sin embargo, la ve como a kilómetros de distancia: sus "discretas" medias rojas, la faldita escocesa, el jersey negro (dejando entrever la sugerente lencería negra) contrastando con su cabello de un tono inefable entre castaño y rubio, algo más claro en las puntas, largo y ligeramente ondulado. Ve cómo se lo deshace, con un gesto natural.
Todo esto, por supuesto, sucede en cámara lenta para él. Antes de salirle por la boca y desaparecer, su corazón le susurra "Deja de una vez este estúpido anuncio de champú, idiota; sabes de sobra que iba a pasar tarde o temprano". Durante unos microsegundos, el Universo -ese extraño lugar que le había parecido un sitio algo más bonito desde que la conoció- se convirtió en el antro más triste y menos recomendable en el que tomarse la última.
Quizá su corazón hizo "clac" al lanzarse desde demasiado arriba. El caso es que, por alguna razón, en ese preciso momento, ella le vio.
4 comentarios:
¡Grandioso! :-D
Gracias, aunque me he notado preocupantemente oxidado a la hora de darle dinamismo y coherencia, sobre todo en cuanto a tiempos verbales.
Pero bueno, la mejor forma de desoxidarse es desoxidándose.
Me alegra que te haya gustado. No me olvido del tema de los héroes ;)
Hablando de super-héroes, no olvidéis que no existen. En el mundo real, la tía acaba con la cara inflada a ostias y la niña sin casa de muñecas; y el cabrón de turno en el bar, jugando al tute con los amiguetes. Eso hasta el día en que la monta aún más gorda...
Escribes genial, me encanta!
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