20.5.18

Casi sin ti

Sabía que no podía haberme ido del todo porque tanto mi gato como mi bebé de pocos meses me seguían perfectamente con la mirada. Suele decirse que ellos tienen mejor conexión con otros planos de realidad, algo que siempre me había parecido una tontería.

Empecé a notar que algo iba mal tras una época en la que, sin saber exactamente de qué manera, siempre terminaba acostándome tarde, cuando ella ya estaba dormida, y ella se levantaba temprano, mientras yo aún estaba en la cama. Los primeros y los últimos besos del día se habían esfumado sin más.

Luego, por supuesto, estaban los momentos en los que yo la abrazaba pero el abrazo no era devuelto. Los besos, que siempre iniciaba yo, no pasaban de roces de milisegundos, lo que dura el parpadeo de quien recuerda que tiene algo más importante por hacer.

También las preguntas que quedaban sin respuesta, o a las que como mucho había algo como musitado que me resultaba ininteligible. Ninguna mirada directa de ella hacia mí. Ninguna pregunta de cortesía, ni respuestas a las mías. Sin darme cuenta, había pasado de buscar el roce jocoso conmigo en la cocina a la total indiferencia.

Sabía que no podía haberme ido del todo porque, cuando iba a hacer la compra, el portero, el personal de caja y la gente de la calle me seguía saludando o apartándose para cederme el paso. Pero para ella, por desgracia, hacía tiempo que me había convertido en una simple fantasmagoría.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.5.18

Me pone enfermo.

Érase una vez un país donde se podía engañar a la gente enferma, y no pasaba nada. Algunos médicos decían que el problema eran los intrusos. Los intrusos, a su vez, defendían que cualquiera debería poder «contribuir a mejorar la salud de la gente». Las autoridades sanitarias aseguraban que la gente estaba bien informada y debía ser libre para elegir cómo querían tratarse.

Al otro lado de la calle, una retrasaba un tratamiento real contra su cáncer para probar a encontrar el trauma emocional que un psicólogo le aseguraba que lo había provocado; otro lo rechazaba porque un médico le había dicho que con una dieta alcalina se podría recuperar; y otro más allá se tomaba una planta tóxica que interfería gravemente con el tratamiento, y que le había vendido al triple de su precio en herbolarios un agricultor analfabeto. En cualquier farmacia podías encontrar chucherías vendidas como medicamento, sin tener siquiera el código obligatorio para su venta, sin que a la Agencia del Medicamento le hubiera importado durante al menos dos décadas. Todos ellos se publicitaban abiertamente en Google y obtenían pingües beneficios aprovechando que los muertos no suelen denunciar, que los estafados suelen ser reacios a reconocer que lo han sido (y eso, si se llegan a dar cuenta), y de que en caso de llegar a mayores, un juez trataría a la víctima poco menos que de tonto.

En ese país, eso sí, la Fiscalía del Estado se preocupaba enormemente por raps y ciertos mensajes ofensivos en Twitter.

Este relato basado en deshechos reales participa en la iniciativa Café Hypatia.