Los ojos se centran en la negrura que tienen enfrente y que se aproxima de forma inexorable. Se pueden notar los temblores. La integridad propia se puede dar por perdida si se traspasa su horizonte de eventos. Sin embargo, cada vez está más y más cerca.
De repente, desaparecen todos los demás estímulos, y la magnificencia de ese espectáculo eclipsa todo lo demás: es un boquete cósmico, una oscuridad que solo no lo es por el halo de color que lo rodea, un color difícil de definir, que incluso es ligeramente cambiante según la perspectiva o el tiempo.
Como en un desagüe ontológico, la propia existencia parece escurrirse a sus adentros, en un abismo donde uno mismo desaparece en el espaciotiempo, y a la vez, donde parece posible atisbar la presencia íntima de una consciencia ajena, que parece requerir como ofrenda lo más profundo de mi ser. No puedo estar seguro de qué precio habré de pagar por seguir dando un paso adelante, pero sé intuitivamente que, una vez las fuerzas de marea han empezado, ese precio va a ser doloroso en algún momento. Y ya han empezado.
La respiración se agita primero, solo para contenerse un segundo después. Los músculos se tensan. Las cosas empiezan a desdibujarse ante mis ojos y la información visual deja de ser un estímulo que aporte nada más que lo temible de su ausencia, pero que, a cambio, consigue afinar el resto de sentidos.
Uno sabe que todo eso está pasando en un momento para un espectador externo, aunque para mí el tiempo se esté estirando más y más, en una eternidad que, con todo, no será suficiente. Luego, solo queda la presión que cada átomo de mi cuerpo siente. El calor del torrente de adrenalina anticipando turbulencias más extremas, o quizá una colisión.
Esto ocurre todas y cada una de las veces que se acerca para besarme, sin excepción.
Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.