29.4.24

Resbaladizo

Era la primera vez que trasteaba con ella, sin mucha idea de cómo usarla. Vio que, bajo el tarrito cilíndrico, de apenas un par de centímetros de alto, había un agujero tapado por una tela que invitaba a meter el dedo y empujar. Su torpeza al intentarlo provocó que la pastilla marronácea que contenía cayera al suelo, quebrándose en mil esquirlas. Se maldijo entre dientes, recogió como pudo cada pedazo, y repasó con el dorso de la mano el polvillo que había impregnado todo el suelo a su alrededor. «Bien, así no era».

Recogió también lo que quedaba de su dignidad («Al menos, no hay nadie mirando», pensó) y cogió el otro tarrito de la funda. Esta vez, encima del propio terciopelo, estudió el recipiente y sacó con cuidado la tela que envolvía la piedra, que había esperado cerúlea o jabonosa. Quedó hipnotizado por su color naranja oscuro al contraluz. Sabía que debía frotar la piedra contra las crines del arco y entonces entendió mejor la utilidad del agujero: era el arco lo que había que frotar contra la piedra, usando el agujero para presionarla hacia arriba cuando se fuera desgastando y no sobresaliera de los bordes del recipiente.

Empezó, pues, a frotar el arco, observando cómo se iba generando la misma virutilla que había tenido que limpiar poco antes. Parecía señal de que iba por buen camino. Esperaba que el polvo fuera similar a restos de jabón tras arañarlo, y se sorprendió de que fuera más similar al serrín tras lijar madera. Envió un mensaje a la chica que le había vendido aquel violín usado:

–Oye, ¿estas piedras se supone que son de cera o algo así para que el arco resbale bien en las cuerdas? Me parece que se han endurecido, ¿puede que se hayan resecado por el desuso?
–Qué va, al revés: es resina, para que no resbale y la fricción con las cuerdas pueda generar bien las notas.

Esta vez no se molestó en volver a recoger su dignidad. Total, en cuanto empezara a intentar tocar a continuación, se le iba a caer una vez más.


Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.4.24

Toc, toc

Dice una buena amiga que todo el mundo vive en una especie de equilibrio de trastornos mentales. Que algunas personas, simplemente, tienen más desequilibrado ese equilibrio. Ella misma tiene un trastorno límite de la personalidad. Me gustaría saber qué pensaría de esto un antiguo colega, pero hace un tiempo ya que se suicidó. Ni siquiera llegué a saber qué le pasaba exactamente. A tenor de sus hiperrevoluciones y bajonas, quizá bipolaridad. Tanto da. No es el único que he conocido que ha estado en la cuerda floja de la depresión, pero sí de los pocos que ha caído de ella. Quizá esa elección de palabras ha sido desafortunada. Esa misma depresión la encuentro en tantísima gente, sobre todo en aquellos que me cuentan que no funcionan como el resto, que no son capaces de encontrarle sentido a cómo funciona el resto, que no logran dar pie en lo que a otros les parece un charco, y se están ahogando. Que nadie les entiende. Es difícil intentar hablar del tema con ellos sin que caigan en una fuga de pensamientos, derrapando entre ellos como un mono borracho a los mandos de un Ferrari. Uno hasta se enfadó inmensamente conmigo por intentar ayudarlo durante una crisis nerviosa... Lo «gracioso» es que está sin diagnosticar y a menudo piensa que es su pareja quien tiene los problemas. Que, probablemente, también. Todo el mundo. El problema es quién te ayuda: si la Sanidad está mal en general, la mental es la precariedad dentro de la decrepitud, o viceversa. Son muy pocos los que conozco que han conseguido recuperar cierto equilibrio gracias a ella. «Equilibrio» me parece una palabra muy hermosa. Me gustan las cosas equilibradas. Simétricas. Bien alineadas. En fin, las 23:00. He de irme ya. Te daría la mano, pero hoy no he traído el hidroalcohol. Suerte con la agorafobia.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.