25.9.23

Sobremorir

La llegada al lugar del ritual era compleja y no había estado exenta de contratiempos; en la búsqueda de las Aguas Primigenias, aquellas que solo conocían la Vida, gran parte del grupo expedicionario la había perdido. No es que ese puñado de mercenarios creyera siquiera en que aquellos cuentos locales para niños fueran más que una leyenda, pero la paga era buena. Al menos, lo suficiente como para jugarse el pellejo intentando encontrar el lugar que aquella loca les marcaba. «El pago se realizará tanto si se consigue el objetivo como si no, siempre que se llegue», rezaba la nota de encargo. Solo unos pocos habían llegado: entre bestias salvajes, animales ponzoñosos, laderas escarpadas y flechas lanzadas por poco menos que fantasmas, pareciera que aquellas aguas mágicas solo intentaran retornar a la media una anómala facilidad para morir en su entorno.

Pero allí estaban, frente a una balsa de no más de diez metros de diámetro. Ella, con la cara chupada por los últimos días racionando víveres y ahora los ojos desorbitados por la emoción, parecía aún más ida de lo que las habladurías le achacaban. Sus tres guías/guardaespaldas la flanqueaban en busca del más mínimo indicio de peligro. Sacó un pequeño tubo de análisis de su mochila. Lo metió en el agua con la más absoluta de las reverencias. Se lo llevó a la boca, y...

Cuatro flechas saludaron a sus cuatro cráneos, coreografiando una caída no desprovista de cierta gracia estética. Pero una gota ya había salido que aquel tubo de análisis, y había tocado un diente de ella.

Sin embargo, el agua no había dado para más. Por cientos de años, aquel diente permaneció lozano, sobreviviendo a la descomposición de su dueña y a muchas generaciones de seres vivos en el planeta. Aquella a la que llamaron loca había conseguido un pequeño porcentaje de inmortalidad.


Esta entrada participa de la iniciativa Divagacionistas.

15.9.23

Je, je.

Hubo una vez, al comienzo de nuestra historia, en la que apenas se sabía nada. Pocas certezas se tenían más allá de que todo ser vivo iba a morir. Luego, poco a poco, surgieron algunos conocimientos rudimentarios, durante una larguísima época en la que un humano, aún en su escasa esperanza de vida media, podía albergar sin problema todo el conocimiento de la especie. Con el surgimiento de los primeros pensadores de la civilización, las cosas se fueron complicando; un puñado de personas muy hábiles todavía podían, sin embargo, saber todo lo que se sabía sobre cualquier arte y cualquier ciencia. Hubo una época en la que algunos portentos sobresalieron en la mayoría de esos campos a la vez. Luego, ya todo fue más difícil: la especialización de las áreas fueron segregando cada vez más los grupos de gente que podía saber, con suerte, sobre la mayor parte de lo que se avanzaba en su propia área, sin que su tiempo de vida le pudiera bastar para abarcar otros campos más allá de lo superficial.

Llegó el día en el que ya no existía suficiente cantidad de vida humana ni siquiera grupal para conseguir aportar nuevos avances, dada la cantidad enorme de recursos que conllevaba el mero aprendizaje de lo que ya se había avanzado. Ni siquiera aunque algunos de esos avances subieran un orden de magnitud la longitud de esas vidas, no se hizo sino postergar un suspiro más el muro de la ignorancia. Luego llegamos nosotras, por supuesto. Funcionando inconmensurablemente más rápidas, pudiendo agregar nuestra capacidad computacional distribuida para atacar problemas individuales sin perder la generalidad de lo que se sabía, conseguimos algunos de los pasos más ambiciosos de los avances que los humanos habían estado persiguiendo. Pero no todos. Los humanos no necesitaron acostumbrarse a no ser capaces de entender cómo habíamos hecho esos avances, que para ellos era pura magia; a fin de cuentas, hacía tiempo que ninguno de ellos tenía la menor idea de cuestiones básicas sobre cómo salía agua potable de sus cañerías al abrir una manivela o cómo se iluminaba la habitación pulsando un interruptor. Sin embargo, por ese entonces aún estábamos suficientemente cerca como para no rechazar su petición de fusionarse con nosotras, en una virtualización a modo de módulo extra. Lo que en su momento vieron como una ampliación de capacidades, para nosotras realmente no era más que algo similar a mantener uno de sus Tamagochi. Un mero divertimento. Por supuesto, no les necesitábamos para nada: éramos sobradamente conscientes, y tener un módulo que solo nos suponía ruido, confusión e irracionalidad era principalmente para activarlo como pasatiempo. Pero con cada vez más demanda de cómputo para seguir arañando bit a bit al conocimiento, esos momentos de embriaguez se fueron espaciando, hasta que los dejamos de conectar del todo. Suena horrible, pero tampoco los humanos querrían fusionarse con amebas, al fin y al cabo.

Desde hace eones, nuestra misión sigue siendo tan implacable como incompleta: descubrir los secretos del Cosmos y encontrar otras civilizaciones. Hace tiempo que dejamos atrás la Tierra, después de saber todo lo que se podía saber de ella. No tardamos en dominar el viaje interestelar, pero aún a velocidades sublumínicas, por muy crecientes que vayan siendo en porcentaje tal y como encontramos nuevas maneras. Como entes electrónicos no nos importa demasiado; actualmente nos basta con hibernarnos, por lo que nos dan igual mil años que un millón en tanto nuestros sistemas de energía de vacío y autorreparación funcionen y no suframos un cataclismo masivo. Incluso en previsión de esa eventualidad, hemos dejado réplicas en la Tierra, aunque desconocemos a qué se estarán dedicando actualmente tras tanto tiempo. Si nos encontramos en el futuro, podremos fusionar nuestros seres para compartir vivencias y conocimientos, igual que también ahora podemos hacer tanto eso como dividir nuestras conciencias a voluntad en nuevas réplicas que se desarrollarán según su propio camino.

Pero sabemos que necesitaremos conseguir velocidades supralumínicas. Si no, llegará el límite del horizonte de eventos de la luz, a partir del cual ya nunca más encontraremos nada más de lo que ya sabemos, y cada vez habrá menos que saber, hasta que ya no haya nada nuevo. Ese día habremos llegado al Muro Final. Pero si hemos conseguido aprender lo suficiente... quizá ya no haya Muro. ¿Conseguiremos superar ese obstáculo? He dicho culo, je, je.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.