23.1.17

Nunca y siempre


La Nada. Una expansión acelerada y diez mil millones de años de nadie. Luego, una roca perdida en un sistema perdido de una galaxia cualquiera que empieza a generar moho. Cuatro mil millones de años más de nadie, en sentido humano. Después aparecen varios álguienes, a toda velocidad. Desaparecen a la misma velocidad, para siempre. Cada vez son más como nosotros, pero todavía no. Cada vez podrían ser más tú y yo, pero todavía no.

En un chispazo que a estas magnitudes está casi en la escala de Plank, ahora sí, surges tú, y surjo yo. Y en un intervalo imposiblemente menor, entro en tu radio de Schwarzschild, atravieso el horizonte de sucesos de tus ojos y me despeño por el doble agujero negro de tus pupilas. Atrapado para siempre durante la caída, fuera de allí el Universo seguirá infinitamente sin nosotros. Primero sin álguienes, luego también sin nadies. Tal vez hasta una muerte térmica eterna, puede que hasta la destrucción misma de su tejido espaciotemporal, de vuelta a la Nada, en perfecta clausura.

Entre los abismos de siempres en los que no hemos existido, sin embargo, yo continuaré cayendo sin final en ese nunca en el que nos cruzamos.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

9.1.17

Juguetes nuevos

Entraron en tromba en la hermosa y confortable sala, armando un bullicio considerable. Se esparcieron por ella buscando casi con avaricia los mejores asientos, los que estarían más cerca del famoso abuelete bonachón. Parloteaban nerviosos entre ellos, cuchicheando sobre las cosas que le habían oído hacer. Sobre todo, estaban entusiasmados por las historias acerca del auxilio que había prestado a muchos niños cuando más lo necesitaban.

Un breve tema musical, a modo de fanfarria clásica, fue la señal inequívoca de que estaba a punto de salir al escenario. Los asistentes le recibieron con una salva de aplausos y se pusieron en pie, incluso aquellos que tenían alguna complicación física para hacerlo. Él pidió, con el más amable de los gestos, que volvieran a sentarse y acallaran sus aplausos. La música cambió a otra de corte casi infantil, muy agradable, que fue descendiendo en volumen para quedar apenas en una sugerencia inconsciente.

En el silencio de la sala, roto solo por algunos destellos de las liras y campanillas del hilo de fondo, se pudo escuchar una gran inspiración, seguida de un ligero carraspeo. Luego, con un chorro de voz que infundía respeto y severidad, agradeció a todos su presencia allí aquella mañana, y comenzó a presentarse, de forma totalmente innecesaria, ante los asistentes.

Ellos le escuchaban hipnotizados, con la vista fija sobre su rostro afable; su barba característica se movía al compás de una voz de barítono cadenciosa y suave. En las pausas de su pequeño discurso de bienvenida, sonreía con calidez mientras con su vista repasaba el auditorio para no dejar sin su ración de atención directa a uno solo de los asistentes.

De entre el público, una joven de voz trémula aprovechó el último de sus breves silencios para interrumpirle dándole las gracias por todo lo que hacía por ellos. El auditorio se lanzó a una ovación masiva de aplausos que él intentó volver a acallar con el gesto de las manos. Todos sonreían e incluso, en alguno de ellos, se adivinaba una pequeña lágrima de emoción.

Él también mostraba una sonrisa amplia e impecable. Debía de estar portándose muy bien si año tras año, a pesar de que algunos le tildaran de líder de una secta destructiva, le seguían llegando tantos juguetes nuevos. Se frotó mentalmente las manos, se tocó el sombrero a modo de agradecimiento por el gesto, y continuó la charla que tan bien conocía.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.