Entraron en tromba en la hermosa y confortable sala, armando un bullicio considerable. Se esparcieron por ella buscando casi con avaricia los mejores asientos, los que estarían más cerca del famoso abuelete bonachón. Parloteaban nerviosos entre ellos, cuchicheando sobre las cosas que le habían oído hacer. Sobre todo, estaban entusiasmados por las historias acerca del auxilio que había prestado a muchos niños cuando más lo necesitaban.
Un breve tema musical, a modo de fanfarria clásica, fue la señal inequívoca de que estaba a punto de salir al escenario. Los asistentes le recibieron con una salva de aplausos y se pusieron en pie, incluso aquellos que tenían alguna complicación física para hacerlo. Él pidió, con el más amable de los gestos, que volvieran a sentarse y acallaran sus aplausos. La música cambió a otra de corte casi infantil, muy agradable, que fue descendiendo en volumen para quedar apenas en una sugerencia inconsciente.
En el silencio de la sala, roto solo por algunos destellos de las liras y campanillas del hilo de fondo, se pudo escuchar una gran inspiración, seguida de un ligero carraspeo. Luego, con un chorro de voz que infundía respeto y severidad, agradeció a todos su presencia allí aquella mañana, y comenzó a presentarse, de forma totalmente innecesaria, ante los asistentes.
Ellos le escuchaban hipnotizados, con la vista fija sobre su rostro afable; su barba característica se movía al compás de una voz de barítono cadenciosa y suave. En las pausas de su pequeño discurso de bienvenida, sonreía con calidez mientras con su vista repasaba el auditorio para no dejar sin su ración de atención directa a uno solo de los asistentes.
De entre el público, una joven de voz trémula aprovechó el último de sus breves silencios para interrumpirle dándole las gracias por todo lo que hacía por ellos. El auditorio se lanzó a una ovación masiva de aplausos que él intentó volver a acallar con el gesto de las manos. Todos sonreían e incluso, en alguno de ellos, se adivinaba una pequeña lágrima de emoción.
Él también mostraba una sonrisa amplia e impecable. Debía de estar portándose muy bien si año tras año, a pesar de que algunos le tildaran de líder de una secta destructiva, le seguían llegando tantos juguetes nuevos. Se frotó mentalmente las manos, se tocó el sombrero a modo de agradecimiento por el gesto, y continuó la charla que tan bien conocía.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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