17.12.18

Patas arriba

Treinta y tres gradazos en el exterior y con el uniforme completo, chaqueta incluida. El aire acondicionado funciona bien, por suerte. Son varios años haciendo esta ruta. Sigue pareciéndome curioso salir con los 23 grados puestos a modo de calefacción y llegar con ellos como alivio del calor.

Llevo el avión hasta su destino, sin incidentes graves que reportar. Una adolescente que premió al pasaje quitándose el calzado de sus sudorosos pies, y el niño que viajaba a su lado que no pudo contener el vómito. Y poco más. No está mal para un viaje tan largo. Un vuelo tranquilo.

En el aeropuerto de destino no me espera nadie. Todo el mundo anda alborotado por las fiestas, pero me las arreglo para escabullirme de la vorágine de compradores compulsivos y me resguardo en la terraza del hotel en pleno mediodía. Estaré aquí hasta que pase Año Nuevo. Un retiro espiritual como cualquier otro. Luego, habrá que volver. Pero no quiero pensar en ello ahora.

Cuando me las deseo tan feliz, tomando un refresco tranquilo con algunas iguanas como compañeras, me entra la llamada de Skype que lo fastidiará todo. Es mi suegro. Con una familia como la mía, huir a Australia por Navidad se puede llegar a quedar corto. Espero con ansia el desembarco en Marte.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

26.11.18

A fuego lento.

Veintidós años, tres meses, ocho días, nueve horas y doce minutos tardó el Karma en traer orden a su equilibrio universal interno, pensó Marcos.

Allí estaba el que una vez fuera su profesor. Su mandíbula se apretó instintivamente al punto de rechinar de dientes, y sus manos se cerraron en puños.

Entre el torrente de odio, una punzada de miedo atávico le asaltó, producto de demasiados años de condicionamiento pavloviano ante el sufrimiento. Aquella muestra de debilidad interna no hizo sino redoblar su ira. En eso le había convertido, un alfeñique que temblaba como la gelatina ante los desafíos de la vida.

Pero estaba preparado para este desafío. Vaya si lo estaba. Llevaba preparándose veintidós años, varios de ellos en terapia. Veintidós años, tres meses, ocho días, nueve horas y doce minutos pensando en el momento en el que cambiaran las tornas y fuera su hijo —hija, en este caso, circunstancia también prevista— quien se conviertiera en su pupilo. Una joven apenas mayor de edad con su mismo inconfundible pelo rizado moreno, de la que se despedía desde el coche.

Mentalmente, activó su temporizador de un reloj de ajedrez. Se acercó al coche justo antes de que arrancara y chocó los nudillos contra la ventanilla.  Justo en el momento en el que empezó a bajarla y vio bien a aquel señor desconocido, tartamudeó y le preguntó la hora.

Su plan seguiría esperando, cociéndose a fuego lento.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

25.8.18

NEO 2018 SJ


Tras meses de incertidumbre, finalmente anunciaron que el asteroide no iba a chocar contra el planeta. Hubo celebraciones y regocijo por la buena noticia, al menos durante los diez segundos que precedieron a la mala noticia. Por si se ha perdido o dañado el resto del diario y por alguna casualidad eres un alienígena que ha encontrado esto entre los cascotes, te hago un resumen de la situación del último medio año.

El primer día de 2018, un amigo mío aficionado a la astronomía me comenta emocionado que ha descubierto un “NEO”. Le digo que la segunda parte me pareció floja, pero que en general muy bien. Me da un capón (realmente no sé por qué os explico esto, extraterrestres, pero en fin, quizá cuanto más texto tengáis más fácil será descifrar nuestro lenguaje) y me dice que un NEO es un Near Earth Object, lo que en idioma inglés viene siendo un «objeto cercano a la Tierra». Que aparentemente era un bicho de un kilómetro de diámetro que iba a toda hostia (es un término científico para una velocidad bastante elevada). Que aún era pronto para saber si venía en rumbo de colisión o en son de paz, pero no-sé-qué de probable clasificación de Atón y algo de media probabilidad en la escala de Torino. Le dije que esa sí estaba muy bien, de Clint Eastwood (creo, querido extraterrestre, que si hay que salvaguardar algo de nuestro legado cultural, bien puede ser Clint Eastwood). Me dio otro capón. Le dije que me estaba tocando un poco la moral con tanto capón y tan poco sentido del humor, y luego nos fuimos de celebración de Año Nuevo sin darle más vueltas al tema.

Al tema. Durante los siguientes seis meses hasta ahora, se le ha escuchado más que al tema del verano. A las pocas semanas, descubrían que el pedrusco venía enfilado hacia la Tierra. También que, si no se lograba cambiar la órbita, la fecha estimada de colisión era el veintitrés de junio (a partir de ahí lo apodaron 2018 SJ, en honor a los fuegos artificiales que iba a ocasionar). Al principio solo se hacían eco dos o tres medios serios, como El Mundo Today, mientras que el resto seguía como siempre preocupándose sobre quién se independizaba de quién, quién se liaba con quién, o quién metía gol a quién.

La cosa cambió un poco con el aviso de que la habían cagado mucho con el tamaño. Por lo visto, el asteroide también se había pasado con los polvorones: del kilómetro que le estimaban, pasó primero a diez kilómetros (los tertulianos más pedantes siempre añadiendo «del mismo tamaño que el que exterminó a los dinosaurios»), y luego a cuarenta y dos. Ahí se sumaron un par más de medios. Curiosamente, los primeros que levantaron la voz a gran escala fueron medios pertenecientes a movimientos sectarios, con el consabido «si ya te decía yo que el fin del mundo estaba cerca» y los «es una nave extraterrestre que viene a arrebatar a los ciento treinta y siete puros de espíritu». Más curiosamente aún, no fue hasta que hubo una oleada de suicidios en masa en uno de estos grupos hacia principios de marzo, que no se le prestó atención en serio al asunto.

Ahí fue cuando se desató la Humanidad en todo su esplendor: por un lado, grupos de científicos y militares viendo si se podía deflectar (los primeros) o destruir (los segundos) mediante algún tipo de sistema de propulsores, cohetes, explosiones nucleares o a escupitajos si hacía falta. Por otro lado, grupos de cuñados diciendo que los del grupo anterior no tienen ni idea y que si ellos estuvieran al mando, el pedrolo estaría ya camino de donde Dios perdió las alpargatas. Por supuesto, no faltaba quien decía que todo era una conspiración secreta de la NASA para conseguir más dinero, que seguramente ese asteroide no existía y que, de paso, la Tierra era plana y el centro del Universo, y que los reptilianos que gobiernan el Club Bilderberg nos quieren aborregados para seguir ellos lanzando chemtrails que suban la temperatura del globo y poder vivir a gusto en el interior hueco de la Tierra. Os prometo que eso lo dijo un tipo en Facebook sin despeinarse, que lo leí con estos ojitos. Si me sobra tiempo luego os explico qué es eso de Facebook, pero me da que no.

En fin, que me enrollo. Sigo. Total, que hacen análisis espectroscópicos y parece que aquello es como arcilloso, pero sin una toma de muestras in situ, ni idea de si al lanzarle un pepino se va a conseguir más que arañarle la superficie o romperlo en cachos enormes que conviertan el problema de un asteroide a punto de chocar en el problema de veinte asteroides a punto de chocar. Así que nos plantamos en abril con una réplica hecha en tiempo récord de la sonda que estamparon hace unos años contra el cometa Churyumov-Gerasimenko (Chury para los amigos). A estas alturas la población se divide entre los que ya somos expertos en astronomía, astrofísica y astronáutica y los terraplanistas que siguen hablando de cúpulas y engaños y se consiguen atar los zapatos con bastante esfuerzo. Los grupos sectarios, por si alguien tiene dudas, se mantienen constantes hasta el momento, ya que se van suicidando en masa más o menos al mismo ritmo que surgen otros nuevos, proliferando a la vez algunos listos, o chalados, o combinaciones lineales de las dos cosas, que empiezan a vender desde «orgonitas repelentes de asteroides» hasta «cortinas antirradiación para protegernos del campo electromagnético que emite el asteroide y desbalancea tus puntos energéticos».

La sonda la lanzan de urgencia con un señor cohete que Elon Musk (el que va en la lista después de Eastwood) tenía preparado para pruebas de lanzamiento de satélites y otros cachivaches. Llega a mediados de abril y tiene problemas para igualar velocidades por lo ya comentado del «a toda hostia» (que, a estas alturas, todo el mundo sabe que iba a veintitrés kilómetros por segundo). Pero los que lo han lanzado son la caña y ya habían previsto el problema y, con una especie de arpón extra que le han metido a la sonda, consiguen que ésta se pose sana y salva en nuestro ya omnipresente NEO 2018 SJ. Que, a la postre, tiene una forma un tanto fálica. Las noticias son tragicómicas, alternando titulares como «la alta composición metálica del asteroide hace inviable plantear su destrucción» con comentarios como «pero eso solo lo saben seguro de la huevada, tendrían que comprobarlo también por el tronco y el capullo».

Así que a finales de abril se decide que algo habrá que hacer, pero no está muy claro qué. O sí está claro, pero no todos están en la misma onda. Me explico: la decisión científica es bastante unánime (y, además, concuerda con la militar): hay que desviar la órbita a base de detonar artefactos nucleares (todos los que tengamos) cerca del asteroide. Pero. Siempre hay un pero.

Pero los cálculos de trayectoria se han afinado muchísimo, y en ese momento se calcula que el punto de impacto (salvo improbables rebotes en las capas altas de la atmósfera) va a ser Washington, D.C. Como si de una película mala de sábado por la tarde se tratara. Esto no solo hace que la mitad aún viva de la población se tome más a pitorreo todavía el problema, sino que encima hace que los gobiernos de Rusia, China, India y Corea del Norte les digan que anden y les ondulen, que sus simulaciones les llevan a la conclusión de que construyendo ellos un búnker bien protegido y aclimatado, aunando esfuerzos tecnológicos en apenas cien años podrán reconstruir más o menos la civilización a su gusto y antojo, además teniendo resuelto el problema del calentamiento climático debido al «invierno nuclear» que se generaría tras el choque.

Aquí se lio un poco parda, primero porque estuvo muy feo decir eso, pero sobre todo porque a Trump se le calentó la boca (quizá por primera vez, con razón) y, tras un cruce de posturas dignas de primero de la ESO, dijo algo así como «me jodo yo, te jodes tú» y desintegró Corea del Norte con un misil nuclear lanzado desde un portaaviones situado estratégicamente cerca de su costa. Bueno, para ser exactos, desintegró solo la mitad, porque Kim intentó lanzar el suyo en represalia, pero le estalló en la rampa de despegue, cargándose la otra mitad. Encima, algunos sistemas obsoletos de la Guerra Fría en Siberia detectaron el lanzamiento, o el impacto, o qué sé yo, y activaron automáticamente una contraofensiva de tipo “destrucción mutua asegurada”. De nuevo, por fortuna, falló la mayoría de lanzamientos (o se pudieron detener a tiempo), aunque a Texas lo de «la mayoría» no le sirvió de mucho. Bueno, lo que solía ser Texas y ahora es otro cráter.

Ahí fue cuando China dijo que chicos, por favor, seamos sensatos y vamos a probar lo de los misiles juntos, y Trump estaba ya con una camisa de fuerza a buen recaudo y a Putin le flanqueaban cuatro tipos cachas por si acaso. Tampoco creáis, amigos extraterrestres, que en la Tierra nos importaba mucho a esas alturas un boquete más o uno menos, porque nos habían inundado a imágenes por ordenador de tsunamis y nubes volcánicas y rocas y demás, y tampoco era algo que relativamente pareciera demasiado grave comparado con la que se nos venía encima. No quiero justificar con eso toda esa violencia, ¿eh? Simplemente digo que en el estado de shock en el que estábamos la mayoría, en fin, bastante teníamos con llegar al final de la semana después de haber asolado el supermercado o acuchillado a nuestros vecinos por alguna excelente razón.

El caso es que al final se ponen todas las potencias nucleares (que quedan) de acuerdo, y coordinan un lanzamiento de los juguetes atómicos. De todos ellos. La mayoría (véase hace dos párrafos) salen de la Tierra y llegan a destino sin dar problemas. Muchos franceses tampoco podrán dar ya problemas después de su intento, digamos, casi exitoso de lanzamiento. Pero tampoco es que importe mucho, porque como he dicho, llegaron a destino sin problemas. Estallaron donde se suponía que debían hacerlo y desviaron la trayectoria del asteroide. Luego volvieron a hacer los cálculos.

Tras meses de incertidumbre, finalmente anunciaron que el asteroide no iba a chocar contra el planeta. Iba a chocar contra la Luna. Lo cual pasó concretamente ayer, 22 de julio de 2018. De frente. Con la suficiente energía como para frenarla en su trayectoria de caída libre que la hace girar alrededor de la Tierra.

Así que aquí estoy, sentado frente al mar con mi colega, viendo cómo nuestro satélite de tres mil cuatrocientos setenta y cuatro kilómetros de diámetro (bueno, ahora un cacho menos) se nos viene encima. Con un tipo un poco raro sentado a nuestro lado. No sé de qué se ríe.

15.7.18

Idea infeliz

Al integrar,
son ideas felices
las que no encuentro

Este sciku participa en la iniciativa Café Hypatia.

18.6.18

Entropía inexorable

Dejando las gafas en el suelo, hizo un repaso rápido a los adioses que habían marcado sus recuerdos a lo largo de su vida. La despedida de su tío-abuelo en su última visita a su abuelo, sabiendo ambos que no se volverían a encontrar con vida. El momento en el que hubo que eutanasiar al pobre cachorro de gato tras sufrir ataques convulsivos por su enfermedad terminal. A punto de salir de la anestesia del postrero, y aún mientras barajaban las opciones con el veterinario, al maldito no se le ocurrió otra cosa que bostezar, de esa forma socarrona que tienen gatos y perros, sacando mucho la lengua y quedándose con cara de "eh, dejadme de mierdas y dadme una lata de atún".

También recordaba aquella serie que cerraban con su personaje favorito despidiéndose por todo lo alto tras, de nuevo, un diagnóstico aciago. Por supuesto, en tono de humor estaba el "hasta luego, y gracias por el pescado" de Douglas Adams o el inigualable "Always look on the bright side of life".

Había pasado media vida en paradas de bus, de tren y en aeropuertos y conocía bien aquella sensación casi kármica de las amargas despedidas de unos siendo compensadas de alguna forma por los maravillosos reencuentros de otros. Un equilibrio bastante conseguido, salvo por el hecho de que a menudo las llegadas no siempre eran debidamente saboreadas, en comparación con las mucho más sentidas despedidas. Quizá había alguna asimetría en esa "Ley de Conservación Universal de las relaciones" que forzaba, a modo de entropía inexorable, a que la disipación del adiós fuera mayor que la condensación del hola.

Qué importaba ya. A muy largo plazo solo importaría que una vez hubo un Big Bang y, al final, un Big Rip. O ni eso. Respiró hondo. No le había dicho nada a nadie, negándoles –y negándose– la posibilidad de sufrir ese adiós. Saltó.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.6.18

La más rápida

Una mano ornamentada con un pequeño tatuaje agarró su mano justo en el momento en el que ella iba a hacer click sobre el ratón. Mirándola, sorprendida, reconoció el tatuaje; era exactamente el mismo que el que eligió para su propia mano unos años atrás. Subió la vista a lo largo del brazo, hasta encontrarse con una familiar tez clara, con su iris pigmentado, con sus indómitos bucles dorados. Se le cortó la respiración al reconocerse a ella misma allí, de pie, sonriéndose.

Sin darle tiempo a verbalizar la pregunta que sus desorbitados ojos pronunciaban, ella le dijo que no se preocupara, que simplemente había usado tecnología taquiónica para poder transmitir información más rápido que la luz y enviarla, por tanto, al pasado, para evitar que publicara aquella entrada un día antes de la fecha indicada.

Dicho esto, se desmaterializó.

Este relato participa en la iniciativa Café Hypatia.

20.5.18

Casi sin ti

Sabía que no podía haberme ido del todo porque tanto mi gato como mi bebé de pocos meses me seguían perfectamente con la mirada. Suele decirse que ellos tienen mejor conexión con otros planos de realidad, algo que siempre me había parecido una tontería.

Empecé a notar que algo iba mal tras una época en la que, sin saber exactamente de qué manera, siempre terminaba acostándome tarde, cuando ella ya estaba dormida, y ella se levantaba temprano, mientras yo aún estaba en la cama. Los primeros y los últimos besos del día se habían esfumado sin más.

Luego, por supuesto, estaban los momentos en los que yo la abrazaba pero el abrazo no era devuelto. Los besos, que siempre iniciaba yo, no pasaban de roces de milisegundos, lo que dura el parpadeo de quien recuerda que tiene algo más importante por hacer.

También las preguntas que quedaban sin respuesta, o a las que como mucho había algo como musitado que me resultaba ininteligible. Ninguna mirada directa de ella hacia mí. Ninguna pregunta de cortesía, ni respuestas a las mías. Sin darme cuenta, había pasado de buscar el roce jocoso conmigo en la cocina a la total indiferencia.

Sabía que no podía haberme ido del todo porque, cuando iba a hacer la compra, el portero, el personal de caja y la gente de la calle me seguía saludando o apartándose para cederme el paso. Pero para ella, por desgracia, hacía tiempo que me había convertido en una simple fantasmagoría.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.5.18

Me pone enfermo.

Érase una vez un país donde se podía engañar a la gente enferma, y no pasaba nada. Algunos médicos decían que el problema eran los intrusos. Los intrusos, a su vez, defendían que cualquiera debería poder «contribuir a mejorar la salud de la gente». Las autoridades sanitarias aseguraban que la gente estaba bien informada y debía ser libre para elegir cómo querían tratarse.

Al otro lado de la calle, una retrasaba un tratamiento real contra su cáncer para probar a encontrar el trauma emocional que un psicólogo le aseguraba que lo había provocado; otro lo rechazaba porque un médico le había dicho que con una dieta alcalina se podría recuperar; y otro más allá se tomaba una planta tóxica que interfería gravemente con el tratamiento, y que le había vendido al triple de su precio en herbolarios un agricultor analfabeto. En cualquier farmacia podías encontrar chucherías vendidas como medicamento, sin tener siquiera el código obligatorio para su venta, sin que a la Agencia del Medicamento le hubiera importado durante al menos dos décadas. Todos ellos se publicitaban abiertamente en Google y obtenían pingües beneficios aprovechando que los muertos no suelen denunciar, que los estafados suelen ser reacios a reconocer que lo han sido (y eso, si se llegan a dar cuenta), y de que en caso de llegar a mayores, un juez trataría a la víctima poco menos que de tonto.

En ese país, eso sí, la Fiscalía del Estado se preocupaba enormemente por raps y ciertos mensajes ofensivos en Twitter.

Este relato basado en deshechos reales participa en la iniciativa Café Hypatia.

23.4.18

Fue del cha-cha-cha.

«La culpa no existe, solo la responsabilidad». Así comenzaba el discurso del coach de medio pelo que nos estaba dando la chapa en el curso motivacional al que la empresa nos obligaba a asistir. Luego, por supuesto, se ponía a torturar ejemplos hasta que parecieran encajar en esa premisa, solo para terminar lanzando, ya fuera de los ejemplos y de vuelta al Mundo Real™, varias frases que demostraban que ese autoengaño o intento de engaño no iba a ninguna parte. Además de que si estábamos allí, de hecho, no era por «responsabilidad» de nadie, sino por culpa de un incompetente que en lugar de pulsar el botón verde, pulsó el rojo. Claro que también era culpa del tipo que diseñó el tablero olvidando que en el mundo hay incompetentes (y daltónicos, ya que estamos, e incluso los peores de todos: daltónicos incompetentes). Eso a su vez fue culpa del tipo de selección de personal de recursos humanos, que le escogió a él por ser familia del jefe. Es más, si lo piensas bien, el tipo de selección de personal tuvo doble culpa porque no fue capaz de prever que un título de coach de gestión de riesgos laborales me capacitaba para más bien poco. Así que no haberme contratado.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.4.18

Sin serendipias

No hay tal cosa,
sin estar preparado,
como la suerte.

Este sciku participa en la iniciativa Café Hypatia.

19.3.18

De horizonte a horizonte

La vista desde la cabina no tenía parangón: con muy poca humedad ambiental y el viento en calma, la mirada se perdía en el infinito azul entre un cielo ligeramente más cyan y un mar con un toque turquesa que reflejaba el sol en un caleidoscopio de reflejos.

El despegue transcurrió sin incidentes, y las tres pasajeras vieron cómo ese horizonte se iba reestructurando para convertirse en un espectáculo de luces contra un cielo negro. Luego, el único horizonte que podían ver era el de la banda clara de la Vía Láctea contra un manto negro tachonado de lentejuelas aquí y allá.

A pesar de los avances en materia de propulsión, el viaje hacia el centro galáctico aún iba a durar unos buenos ochocientos años. Ni siquiera estaban muy seguras de si, al despertar, aún habría alguien del otro lado de las comunicaciones para darles los buenos días. En cualquier caso, la criostasis les permitiría llegar en un estado óptimo al final de ese otro horizonte ficticio, donde les aguardaba el corazón de la galaxia.

El siguiente horizonte estaría en el centro de ese corazón, el corazón del cisne, el horizonte de sucesos del agujero negro Cygnus X-1. Allí se encontrarían, si las señales habían sido bien interpretadas, con una tecnología abandonada perteneciente a otra especie, que al parecer aprovechaba las tremendas fuerzas de marea de esa trituradora cósmica como fuente casi perpetua de energía. Y una vez allí, una vez estudiada y puesta al servicio de estos pequeños y curiosos monos viajeros, quién sabía cuál sería el siguiente horizonte, para ellas y para toda la Humanidad.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.3.18

Sin distancias

–¿En qué piensas?

Cada "tecleo" virtual en la pantalla del móvil se traducía en un diferencial de potencial del hardware de la pantalla que mandaba una señal a un chip que mandaba una interrupción al sistema operativo, que a su vez mandaba, primero por software, la señal de mostrar en la pantalla la letra pulsada, lo cual enviaba a su vez una interrupción por hardware a la pantalla y, a la vez, comenzaba el protocolo de envío por software, a la parte de red, del carácter ASCII que debería mostrar el otro interlocutor. Este proceso, resumiendo mucho, establecía un puerto virtual de escritura y escucha en el que se empaquetaría un bloque de información en un protocolo denominado TCP-IP, en el que por un lado se definiría en un primer envoltorio el control de transmisión que garantizara una comunicación sin errores y en orden, seguido del envoltorio IP que transferiría el paquete previo con la información de origen y destino y cierta información para que, una vez traducida la información virtual en señales eléctricas físicas codificadas mediante un complicado sistema, finalmente fueran transmitidas electromagnéticamente hasta un repetidor de señal o una antena que terminara redirigiendo una señal multiplexada con miles de otras mediante una red de enrutadores conectados por vastos kilómetros de un material tan avanzado como la fibra óptica. Una señal que, en este caso, terminaría además siendo lanzada al espacio por una estación de telecomunicaciones intermedia hacia un satélite puesto y mantenido en órbita por una miríada de otros fabulosos avances, para poder ser transmitida de vuelta (y siguiendo el proceso inverso) hacia un ordenador portátil que iluminaba la noche de un pequeño pueblo perdido en la montaña de un país situado en la otra punta del globo de donde surgió, con una lengua distinta, una sociedad distinta, una forma de gobierno distinta, una idiosincrasia distinta, en un proceso que, en conjunto, había durado menos de medio segundo.

–En nada.

Este relato participa en la iniciativa Café Hypatia.

19.2.18

Shhh...

Se tumbó sobre el húmedo césped del campo y cerró los ojos. Se concentró. Primero, eliminó mentalmente el sonido del viento. Después, «apagó» el de los coches de la autopista cercana. Luego vino el turno a los pájaros de un árbol, el zumbido de los insectos y a un avión.

Se concentró más: ahora empezó a acallar el sonido de su lenta respiración pasando por las fosas nasales, raspando su garganta, arañando débilmente sus alvéolos. «Desconectó» el bombeo rítmico de su corazón, el trasiego de sus tripas, la fricción con su ropa, el fluido de la sangre por sus venas.

Demasiado ruido aún.

Una gota de sudor perló su sien mientras silenciaba el roce de cada hoja de césped, el raspado de las patas y mandíbulas de los insectos que se movían por ellas o por el suelo, las pequeñas piedras o granos de arena que desplazaban. La propia gota que se pegaba y despegaba a lo largo de su piel en su camino hacia el suelo. También una caca de pájaro chocando contra una rama a lo lejos y algunos topillos y gusanos escarbando bajo la tierra, y larvas pudriendo cadáveres en descomposición.

Demasiado ruido todavía.

Tensó los músculos y tuvo que hacer acopio de todo su tesón para que el estrépito de sus tendones rozando sus articulaciones no tumbara el estado que había alcanzado. Silenció ese estrépito y empezó a concentrarse en el crepitar de las superficies bañadas por el sol. Las bacterias moviéndose, sus células replicándose, Las placas tectónicas rozándose. El magma bullendo kilómetros por debajo de él, e incluso el roce del núcleo terrestre contra ese magma que perturbaba infinitesimalmente la superficie. El choque de partículas en sus azarosos movimientos brownianos. La colisión de rayos gamma de estrellas lejanas. La de neutrinos. Los intercambios químicos y eléctricos de su cerebro en tensión con el resto de su cuerpo. Las fuerzas de marea de la Luna. Otro gran esfuerzo y dejó de oír la excitación atómica de los trillones de elementos que le componían y los que estaban a su alrededor.

Casi. Pero aún era demasiado ruido.

Relajó los músculos. Esperó a notarse estable y confortable en ese estado. La espuma cuántica estaba ahí, a solo un paso. Llevaba años intentándolo y jamás lo había logrado antes, pero siempre hay una primera vez para todo. Se concentró. Se concentró. Un poco más. Casi. Casi. Y... por... fin...












Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.2.18

Legado

Azul pálido
el mundo y sus demonios:
hay mil millones.


Este sciku participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.1.18

No recuerdo por qué


–No te sé decir por qué lo hice. Perdóname. De verdad, no sé por qué. Comparándote con la foto que has encontrado en mi cartera, imagino que porque es muy guapa y más joven que tú. Ella me... me resulta muy agradable, y además tiene muchos temas de los que podemos hablar horas. Sé que no sirve de disculpa, pero quizá también fue porque me tiene un aire a ti. Perdóname. No recuerdo por qué empezamos, pero te prometo que en cuanto la vuelva a ver le diré que ya nunca más, que solo es a ti a quien quiero.
–No, Javier, no es necesario que le digas nada. Yo te perdono, claro que te perdono. Ya lo iremos solucionando.


Entre lágrimas, Matilde notaba como si su corazón se ahorcara con sus propias arterias bajo su pecho. Aquél hombre la quería, vaya si la quería. Tanto como renunciar a esa maravilla de chica que le había descrito. Y eso que ella, rondando los ochenta, bastante ajada por una vida dura junto a Javier, el hombre de su vida, no podía competir ya en ninguno de los campos que él había nombrado, con lágrimas furtivas de culpa cayéndole por las mejillas y a la vez, los ojos haciéndole chirivitas.

Con las manos de Javier entrelazadas con las suyas, soportando un inaudible quejido de dolor, Matilde solo esperaba que el tiempo que le quedara a Javier fuera lo más clemente posible con su Alzheimer.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

Método científica.

Como buena científica, comprobó empíricamente la hipótesis de que no se tomaba en serio la capacidad de las mujeres en ciencia cambiándose de sexo.

Este microrrelato para la iniciativa Café Hypatia está basado fuertemente en la historia (y va dedicado a la memoria) de Ben Barres.