Tras
meses de incertidumbre, finalmente anunciaron que el asteroide no iba
a chocar contra el planeta. Hubo celebraciones y regocijo por la
buena noticia, al menos durante los diez segundos que precedieron a
la mala noticia. Por si se ha perdido o dañado el resto del diario y
por alguna casualidad eres un alienígena que ha encontrado esto
entre los cascotes, te hago un resumen de la situación del último
medio año.
El
primer día de 2018, un amigo mío aficionado a la astronomía me
comenta emocionado que ha descubierto un “NEO”. Le digo que la
segunda parte me pareció floja, pero que en general muy bien. Me da
un capón (realmente no sé por qué os explico esto,
extraterrestres, pero en fin, quizá cuanto más texto tengáis más
fácil será descifrar nuestro lenguaje) y me dice que un NEO es un
Near Earth Object, lo que en idioma inglés viene siendo un
«objeto cercano a la Tierra». Que aparentemente era un bicho de un
kilómetro de diámetro que iba a toda hostia (es un término
científico para una velocidad bastante elevada). Que aún era pronto
para saber si venía en rumbo de colisión o en son de paz, pero
no-sé-qué de probable clasificación de Atón y algo de media
probabilidad en la escala de Torino. Le dije que esa sí estaba muy
bien, de Clint Eastwood (creo, querido extraterrestre, que si hay que
salvaguardar algo de nuestro legado cultural, bien puede ser Clint
Eastwood). Me dio otro capón. Le dije que me estaba tocando un poco
la moral con tanto capón y tan poco sentido del humor, y luego nos
fuimos de celebración de Año Nuevo sin darle más vueltas al tema.
Al
tema. Durante los siguientes seis meses hasta ahora, se le ha
escuchado más que al tema del verano. A las pocas semanas,
descubrían que el pedrusco venía enfilado hacia la Tierra. También
que, si no se lograba cambiar la órbita, la fecha estimada de
colisión era el veintitrés de junio (a partir de ahí lo apodaron
2018 SJ, en honor a los fuegos artificiales que iba a ocasionar). Al
principio solo se hacían eco dos o tres medios serios, como El
Mundo Today, mientras que el resto seguía como siempre
preocupándose sobre quién se independizaba de quién, quién se
liaba con quién, o quién metía gol a quién.
La
cosa cambió un poco con el aviso de que la habían cagado mucho con
el tamaño. Por lo visto, el asteroide también se había pasado con
los polvorones: del kilómetro que le estimaban, pasó primero a diez
kilómetros (los tertulianos más pedantes siempre añadiendo «del
mismo tamaño que el que exterminó a los dinosaurios»), y luego a
cuarenta y dos. Ahí se sumaron un par más de medios. Curiosamente,
los primeros que levantaron la voz a gran escala fueron medios
pertenecientes a movimientos sectarios, con el consabido «si ya te
decía yo que el fin del mundo estaba cerca» y los «es una nave
extraterrestre que viene a arrebatar a los ciento treinta y siete
puros de espíritu». Más curiosamente aún, no fue hasta que hubo
una oleada de suicidios en masa en uno de estos grupos hacia
principios de marzo, que no se le prestó atención en serio al
asunto.
Ahí
fue cuando se desató la Humanidad en todo su esplendor: por un lado,
grupos de científicos y militares viendo si se podía deflectar (los
primeros) o destruir (los segundos) mediante algún tipo de sistema
de propulsores, cohetes, explosiones nucleares o a escupitajos si
hacía falta. Por otro lado, grupos de cuñados diciendo que los del
grupo anterior no tienen ni idea y que si ellos estuvieran al mando,
el pedrolo estaría ya camino de donde Dios perdió las
alpargatas. Por supuesto, no faltaba quien decía que todo era una
conspiración secreta de la NASA para conseguir más dinero, que
seguramente ese asteroide no existía y que, de paso, la Tierra era
plana y el centro del Universo, y que los reptilianos que gobiernan
el Club Bilderberg nos quieren aborregados para seguir ellos lanzando
chemtrails que suban la temperatura del globo y poder vivir a
gusto en el interior hueco de la Tierra. Os prometo que eso lo dijo
un tipo en Facebook sin despeinarse, que lo leí con estos ojitos. Si
me sobra tiempo luego os explico qué es eso de Facebook, pero me da
que no.
En
fin, que me enrollo. Sigo. Total, que hacen análisis
espectroscópicos y parece que aquello es como arcilloso, pero sin
una toma de muestras in situ, ni idea de si al lanzarle un pepino se
va a conseguir más que arañarle la superficie o romperlo en cachos
enormes que conviertan el problema de un asteroide a punto de chocar
en el problema de veinte asteroides a punto de chocar. Así que nos
plantamos en abril con una réplica hecha en tiempo récord de la
sonda que estamparon hace unos años contra el cometa
Churyumov-Gerasimenko (Chury para los amigos). A estas alturas la
población se divide entre los que ya somos expertos en astronomía,
astrofísica y astronáutica y los terraplanistas que siguen hablando
de cúpulas y engaños y se consiguen atar los zapatos con bastante
esfuerzo. Los grupos sectarios, por si alguien tiene dudas, se
mantienen constantes hasta el momento, ya que se van suicidando en
masa más o menos al mismo ritmo que surgen otros nuevos,
proliferando a la vez algunos listos, o chalados, o combinaciones
lineales de las dos cosas, que empiezan a vender desde «orgonitas
repelentes de asteroides» hasta «cortinas antirradiación para
protegernos del campo electromagnético que emite el asteroide y
desbalancea tus puntos energéticos».
La
sonda la lanzan de urgencia con un señor cohete que Elon Musk (el
que va en la lista después de Eastwood) tenía preparado para
pruebas de lanzamiento de satélites y otros cachivaches. Llega a
mediados de abril y tiene problemas para igualar velocidades por lo
ya comentado del «a toda hostia» (que, a estas alturas, todo el
mundo sabe que iba a veintitrés kilómetros por segundo). Pero los
que lo han lanzado son la caña y ya habían previsto el problema y,
con una especie de arpón extra que le han metido a la sonda,
consiguen que ésta se pose sana y salva en nuestro ya omnipresente
NEO 2018 SJ. Que, a la postre, tiene una forma un tanto fálica. Las
noticias son tragicómicas, alternando titulares como «la alta
composición metálica del asteroide hace inviable plantear su
destrucción» con comentarios como «pero eso solo lo saben seguro
de la huevada, tendrían que comprobarlo también por el tronco y el
capullo».
Así
que a finales de abril se decide que algo habrá que hacer, pero no
está muy claro qué. O sí está claro, pero no todos están en la
misma onda. Me explico: la decisión científica es bastante unánime
(y, además, concuerda con la militar): hay que desviar la órbita a
base de detonar artefactos nucleares (todos los que tengamos) cerca
del asteroide. Pero. Siempre hay un pero.
Pero
los cálculos de trayectoria se han afinado muchísimo, y en ese
momento se calcula que el punto de impacto (salvo improbables rebotes
en las capas altas de la atmósfera) va a ser Washington, D.C. Como
si de una película mala de sábado por la tarde se tratara. Esto no
solo hace que la mitad aún viva de la población se tome más a
pitorreo todavía el problema, sino que encima hace que los gobiernos
de Rusia, China, India y Corea del Norte les digan que anden y les
ondulen, que sus simulaciones les llevan a la conclusión de que
construyendo ellos un búnker bien protegido y aclimatado, aunando
esfuerzos tecnológicos en apenas cien años podrán reconstruir más
o menos la civilización a su gusto y antojo, además teniendo
resuelto el problema del calentamiento climático debido al «invierno
nuclear» que se generaría tras el choque.
Aquí
se lio un poco parda, primero porque estuvo muy feo decir eso, pero
sobre todo porque a Trump se le calentó la boca (quizá por primera
vez, con razón) y, tras un cruce de posturas dignas de primero de la
ESO, dijo algo así como «me jodo yo, te jodes tú» y desintegró
Corea del Norte con un misil nuclear lanzado desde un portaaviones
situado estratégicamente cerca de su costa. Bueno, para ser exactos,
desintegró solo la mitad, porque Kim intentó lanzar el suyo en
represalia, pero le estalló en la rampa de despegue, cargándose la
otra mitad. Encima, algunos sistemas obsoletos de la Guerra Fría en
Siberia detectaron el lanzamiento, o el impacto, o qué sé yo, y
activaron automáticamente una contraofensiva de tipo “destrucción
mutua asegurada”. De nuevo, por fortuna, falló la mayoría de
lanzamientos (o se pudieron detener a tiempo), aunque a Texas lo de
«la mayoría» no le sirvió de mucho. Bueno, lo que solía ser
Texas y ahora es otro cráter.
Ahí
fue cuando China dijo que chicos, por favor, seamos sensatos y vamos
a probar lo de los misiles juntos, y Trump estaba ya con una camisa
de fuerza a buen recaudo y a Putin le flanqueaban cuatro tipos cachas
por si acaso. Tampoco creáis, amigos extraterrestres, que en la
Tierra nos importaba mucho a esas alturas un boquete más o uno
menos, porque nos habían inundado a imágenes por ordenador de
tsunamis y nubes volcánicas y rocas y demás, y tampoco era algo que
relativamente pareciera demasiado grave comparado con la que se nos
venía encima. No quiero justificar con eso toda esa violencia, ¿eh?
Simplemente digo que en el estado de shock en el que estábamos
la mayoría, en fin, bastante teníamos con llegar al final de la
semana después de haber asolado el supermercado o acuchillado a
nuestros vecinos por alguna excelente razón.
El
caso es que al final se ponen todas las potencias nucleares (que
quedan) de acuerdo, y coordinan un lanzamiento de los juguetes
atómicos. De todos ellos. La mayoría (véase hace dos párrafos)
salen de la Tierra y llegan a destino sin dar problemas. Muchos
franceses tampoco podrán dar ya problemas después de su intento,
digamos, casi exitoso de lanzamiento. Pero tampoco es que importe
mucho, porque como he dicho, llegaron a destino sin problemas.
Estallaron donde se suponía que debían hacerlo y desviaron la
trayectoria del asteroide. Luego volvieron a hacer los cálculos.
Tras
meses de incertidumbre, finalmente anunciaron que el asteroide no iba
a chocar contra el planeta. Iba a chocar contra la Luna. Lo cual pasó
concretamente ayer, 22 de julio de 2018. De frente. Con la suficiente
energía como para frenarla en su trayectoria de caída libre que la
hace girar alrededor de la Tierra.
Así
que aquí estoy, sentado frente al mar con mi colega, viendo cómo
nuestro satélite de tres mil cuatrocientos setenta y cuatro
kilómetros de diámetro (bueno, ahora un cacho menos) se nos viene
encima. Con un tipo un poco raro sentado a nuestro lado. No sé de
qué se ríe.
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