18.12.17

Tarjetas inteligentes

Al amor de la lumbre, con los cristales empañados de vaho y alguna gotita de agua condensada dibujando caprichosos aprendices de torrente, podemos observar, si prestamos la atención suficiente a la tenue luz led del parpadeante dispositivo, a las dos tarjetas interactuar entre ellas.

Necesitamos paciencia para llegar al momento relevante, tras unos preliminares en los que se intercambian saludos protocolarios, se reconocen entre ellas, se aseguran de que la otra parte es quien dice ser, y todo el resto del ritual de apareamiento inicial que la evolución ha cincelado durante años y años.

Y no es para menos; un uno o un cero en el momento equivocado, en el lugar equivocado, podrían dar al traste con la relación y finalizar sin el esperado intercambio. Siempre dependiendo de la variabilidad del espécimen, por supuesto, dado que podríamos estar ante un individuo más tolerante a errores o a uno con un alto nivel de paranoia. El resultado de su cruzamiento es, a priori, un misterio que la Naturaleza no tardará en desvelarnos en forma de un creciente flujo de datos que llevará al paroxismo al led del dispositivo en el que se cobijan.

Finalizamos, con esta bella imagen, el capítulo de hoy dedicado a la fascinante vida secreta de las tarjetas inteligentes. Unas tarjetas que, no lo olvidemos nunca, pueden llegar a ser incluso más inteligentes que los seres humanos con los que viven en simbiosis.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

20.11.17

Borrando huellas.

La primera máquina del tiempo había resultado un éxito. El inversor de simetría CPT, cariñosamente apodado "condensador de fluzo" por el científico que lo descubrió, el archiconocido Frank R. Bulltown, estaba por fin arreglado. Las averías se habían subsanado tras dos años de arduas investigaciones en el complejo, repasando el software línea a línea y el hardware pieza a pieza para dar con la causa de las interferencias: algún gracioso había raspado la superficie de uno de los magnetrones auxiliares con un "C. was here". El sistema, que necesitaba ser tan preciso como para compensar dinámicamente las influencias de los gravitrones durante el proceso, no alcanzaba la tolerancia necesaria por la pérdida de materia producida por el raspado.

Pero ahora todo estaba bien. Ante el fascinante portal abierto, en el que ya se podía deducir al otro lado lo que en los libros de texto clásicos representaban como una cocina típica de finales del siglo XX, se apostaba la elegante primera tiemponauta que abanderaría a la Humanidad del futuro. Todo debía salir a la perfección, dado que para abrir el portal se necesitaban los recursos energéticos almacenados en todo el planeta durante diez años. El fracaso no era una opción.

Apretó la botella contra su pecho y expelió todo el aire automáticamente, como había terminado interiorizando durante las muchas jornadas de entrenamiento especial, a pesar de que nadie sabía realmente si era algo necesario o solo superstición. Tanto daba ya. Cerró los ojos instintivamente en el momento en el que chocarían con la frontera virtual que separaba ambas líneas temporales, para abrirlos en una casa muy similar a la de los documentales arqueológicos.

Una niña de unos cinco años miraba con fascinación la figura casi luminosa, enfundada en tonos plateados, que acababa de aparecer frente a ella. Esa figura le preguntó:
–Rápido. ¿En qué año estamos?

La niña respondió llamando a gritos a su madre. La tiemponauta calibró rápidamente las primeras palabras que debía cruzar con un ser adulto, tal y como había repasado una y otra vez en las clases. La madre de la niña entró en la cocina mientras murmuraba algo sobre su hija. Se quedó plantada al ver a la intrusa en la cocina. La tiemponauta cogió aire, extendió la botella y lanzó su mensaje:
–Hola. Vengo del futuro para traerle esta lejía. No deja ni huella.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

16.10.17

Selenitas de postín

Oscura. Aislada. Envuelta por una capa de nada a unas décimas sobre el cero absoluto. Infernal cuando el sol le dirige la mirada. Cubierta por un manto de polvo fino de consistencia similar a ceniza creado a fuerza de incontables fracturas por la tensión estructural debida a infinitas contracciones y dilataciones. Completamente asfixiante, sin aire alguno. Yerma. Desolada por cráteres de impacto. Difícil de alcanzar. Y de poca utilidad intentarlo.

La vieja luna ha sido durante eones muda testigo de innumerables apareamientos, desoves y nacimientos de todo tipo de especies en las cambiantes líneas de costa. Incluso, no pocas veces, estos escarceos se perpetraron con la excusa de su potente reflejo nocturno, conjugado a menudo con los flujos y reflujos de marea que causa. Esa noche, como también tantas otras, ese influjo quedará a merced de otros elementos tremendamente más pequeños y terriblemente más poderosos.

En el paseo nocturno a la orilla del mar, él, poeta aficionado, con sus ojos haciendo chirivitas y su boca anhelante de besos, la acaba de comparar con la luna. Ella, astrónoma aficionada, con sus ojos resecos por la salmuera y tratando de deshacerse de algunos molestos granos de arena de la boca, acaba de decidir que él no es la persona adecuada.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

11.9.17

De nuevo juntos

Se miró los dientes en el retrovisor del coche que había aparcado frente a la tienda. Disimuladamente, comprobó si su aliento estaba en condiciones. Cruzó la acera y paró unos minutos en la floristería, donde recogió un precioso ramo compuesto de violetas y jazmines, las flores preferidas de ella.

Todo tenía que ser perfecto en el reencuentro, así que repasó la lista mentalmente. Regalos, dientes limpios, aliento aceptable, traje recién salido de la tintorería, ducha reciente, desodorante y perfume caro, peluquería, su mejor sonrisa y sus ojos brillantes, radiando de expectación.

El corazón le iba a mil, recordando sus últimas horas juntos, sus labios recorriendo todo su cuerpo, su mirada suplicante antes de tomarla... Aceleró el paso y se dirigió a las afueras de la ciudad, al lugar que mentalmente, reconociendo la cursilería, él llamaba "su nidito de amor".

Ante la puerta de entrada, decidió descalzarse y subir las escaleras hasta la habitación haciendo el menor ruido posible. Abrió la puerta con un gesto de lo más teatralmente cómico.

–¡Hola, cariño! ¡Adivina quién ha vuelto!

Semidesnuda, con sus muñecas atadas con bridas a la cama y mechones de su pelo pegados con coágulos de sangre a sus mofletes hinchados, volvió a orinarse encima.

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12.8.17

12-A (Esta mañana me he levantado...)

Perseidas he visto más bien pocas esta vez (por no decir que solo una), pero lo mismo da. Ya hace tiempo que tengo cumplidos muchos sueños. Toca seguir trabajando para pulirlos y alcanzar otros.


Y que no haya muchas perseidas no quita que no se pueda disfrutar de otros elementos nocturnos tremendamente bellos.

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19.6.17

Pérdida

Como cada mañana antes de salir, empezó a rellenar sus bolsillos de todo aquello que le podía hacer falta a lo largo del día. Un viandante que asistiera a tamaño espectáculo, probablemente añadiría "suponiendo un ataque zombie a escala masiva". Siempre elegía pantalones con bolsillos grandes, enormes, para ese motivo y, si bien no era escrupuloso en general con la estética o la moda, si algo le causaba un trastorno es el que le regalaran unos pantalones donde no pudiera meter cómodamente sus manos en sus bolsillos hasta la mitad del antebrazo. Y si tenía un par de bolsillos extra en la parte inferior del pantalón, a ser posible con botones, velcro o cremalleras –en orden inverso de preferencia–, tanto mejor.

Así pues, además de la preceptiva cartera, llevaba: las llaves, atadas con una cadena a una de las trabillas más cercanas al bolsillo, y rodeando el interior de la cartera para asegurarla ante un intento de hurto; un pañuelo; también llevaba el resto del paquete de pañuelos; una cajita de juanolas, que le confería un aspecto de maraca humana gigante al caminar; ocho euros con cuarenta y cinco, que llevaba fuera de la cartera por si algún día la pudiera perder; un destornillador pequeño; un juego de ganzúas; y una navaja multiusos.

Con su aspecto a medio camino entre un pescador despistado, un cantante de hip-hop venido a menos y un nerd expulsado de una convención de ciencia ficción, estaba llegando a su trabajo –como cada mañana, demasiado tarde y a toda prisa– cuando, con el frescor de la alborada, metió sus manos hasta el fondo del abismo para descubrir, con horror, el enorme agujero que auguraba una terrible pérdida...

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.5.17

Lejos y cerca

En aquella primera época, hubiera dado igual que les separaran los 100.000 millones de años luz del Universo observable; como si cada uno de sus átomos estuvieran cuánticamente entrelazados entre ellos, se sentían un solo ser. A veces su coordinación era tan grande que bromeaban con que parecía paranormal.

Eran jóvenes, sin recursos, y vivían separados por miles de kilómetros, pero afortunadamente coincidieron en un período temporal en el que la tecnología permitía salvar, de cierta manera, esas distancias hasta el punto de no estar más lejos que lo que sus caras lo estaban de la pantalla que les alumbraba a altas horas de la noche. Sus manos, más que acariciar el teclado, acariciaban los dedos que desde el otro lado de la línea les deseaban buenas noches, o les deseaban, a secas.

El espaciotiempo el Universo se expandía. Ellos conseguían estar cada vez más cerca. Por la implacable Termodinámica, el Universo se enfriaba poco a poco. Su relación, a veces, también.

Pudieron estar juntos a intervalos intermitentes durante una temporada. Resultaba irónico que por aquel entonces cualquier distancia superior a la que permitiera un abrazo hicieran ya igual de insoportables un metro que mil kilómetros.

Cuando por fin todas las tretas del Cosmos fueron doblegadas y podían estar juntos hasta el fin de sus latidos, se encontraron una tarde sentados lado a lado en un sofá, viendo un programa infantil junto a su pequeño retoño. Cuerpo con cuerpo, casi piel con piel. Jamás se habían sentido tan distantes de su compañero, tan solos a tan poca distancia. En televisión, una marioneta azul explicaba la diferencia entre "lejos" y "cerca". Qué sabría él...

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17.4.17

Ya ves


–Ya ves.
–Cerrojos y candados –respondía ella.

Era un retruécano fácil, pero que siempre me sacaba una sonrisa. La adoraba, aunque no parecía haber forma de dar con la clave (llave en latín, volviendo al tema) de su corazón.

Muchos no lo saben, pero el mecanismo de una cerradura es bastante simple, dentro de lo que cabe. Recuerdo con cariño el taller de lock-picking enmarcado en unas jornadas sobre software libre y "seguridad informática" (porque ¿para qué hackear una máquina cuando puedes tener acceso directo a ella entrando al cuarto donde esté?). Desde entonces, llevo siempre encima mi juego de ganzúas y el tensor. Para ser riguroso debería decir que llevo lo que no se me ha perdido del set de ganzúas, y el tensor. Este hecho me ha dado algún quebradero de cabeza a la hora de entrar en Hacienda o viajar en avión (alguna vez fintado con la burda excusa de que la ganzúa era para quitarme la mierda de las uñas...) y, francamente no es que haya habido ninguna situación en la que me haya salvado el pellejo, pero no deja de ser una sensación interesante y hasta adictiva la de hurgar en las entrañas oscuras de una maquinaria con piezas móviles donde es necesario sentir cada pequeño movimiento, notar más que escuchar cada "click" que te acerca más a tu destino, o que te avisa de que te has alejado y hay que volver a empezar, y el subidón cuando el tensor por fin, haciendo las veces de llave, da la vuelta en el tambor. O cuando compruebas que tu cerebro ha aprendido cómo abrirla sin que te des cuenta y las subsiguientes pruebas son exponencialmente más rápidas. Y también, claro, la frustración de tener que dejar alguna por imposible. Exactamente lo que pasó con la cerradura de su corazón.


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20.3.17

Falsos amigos


Como en inglés, "deception", que significa "engaño", atesorando el significado original de la palabra latina que ya no quería decir exactamente lo mismo en castellano. Aunque, pensó, un poco sí: no había decepción sin un poco de engaño, o de autoengaño, sin un potencial de disonancia entre las expectativas y la realidad.

Y la realidad es que no sabía en qué momento se le había ocurrido la genial idea de que la joven cuyo agradable rostro salía ahora por televisión pudiera acabar de ninguna manera enamorado de él. Sabía, eso sí, que lo iba a intentar con todo lo que tuviera a su alcance; halagos, mimos, regalos, cocinar para ella, cuidarla a cuerpo de reina... ¿o quizá justo lo contrario, haciéndose el difícil para despertar su interés? No lo sabía, pero al menos era consciente de que el proceso llevaría tiempo. Mucho tiempo.

Hasta el momento, ella solo le había mostrado desinterés o, incluso, un punto de disgusto y aún de franca aversión. Él, lejos de amedrentarse, lo tomaría como un reto. «Torres más altas han caído», se decía a sí mismo, a veces sollozando por la noche, abrazado a una almohada.

Iba a requerir de mucho tiempo. Mientras tanto, y hasta que consiguiera su corazón, la seguiría reteniendo en el sótano.

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20.2.17

Como un tren.


La vi en cuanto subí al vagón. Había un asiento libre a su lado, así que me lancé a por él. Lo que pasó a continuación os sorprenderá. Veréis, ella estaba como un tren... Ahora que lo digo, disculpad que interrumpa la historia aquí, es esa expresión. ¿A quién demonios se le ocurrió? Algún día se lo tendré que preguntar a Alfred, que ese tío lo sabe todo. Pero en serio, ¿un tren? ¿Habéis visto un tren? Una lata gigante, llena de cagadas de pájaro por encima, con las ventanas usualmente sucias de lluvias resecas y polvo, apestando a sudor de gente, o a sus pies cuando se quitan el calzado en viajes largos... o a vómitos, a veces. Lo digo con conocimiento de causa, que yo me mareaba muchísimo de pequeño. Aún recuerdo mi primer viaje, en algo que en mi memoria parecía más bien un tablón largo techado, con asientos como robados de un parque clavados de cualquier manera y algunas barras de hierro conectando el techo y el suelo aquí y allá. Recuerdo bien ese suelo, lleno de manchurrones y con algún chicle pegado en él y colillas aplastadas, porque me pasé gran parte del trayecto mirándolo mientras vomit... ah, sí, a eso venía. Que huele mal. Y es incómodo. Muchas veces están pintarrajeados por fuera de cualquier manera, y oxidados. Y encima, a menudo se retrasan. ¿Quién demonios tuvo la brillante idea de suponer que algo así podría considerarse de alguna manera un piropo? Bueno, a lo que iba: La vi en cuanto subí al vagón. Había un asiento libre a su lado, así que me lancé a por él. Lo que pasó a continuación os sorprenderá. Veréis, ella estaba como un tren...

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23.1.17

Nunca y siempre


La Nada. Una expansión acelerada y diez mil millones de años de nadie. Luego, una roca perdida en un sistema perdido de una galaxia cualquiera que empieza a generar moho. Cuatro mil millones de años más de nadie, en sentido humano. Después aparecen varios álguienes, a toda velocidad. Desaparecen a la misma velocidad, para siempre. Cada vez son más como nosotros, pero todavía no. Cada vez podrían ser más tú y yo, pero todavía no.

En un chispazo que a estas magnitudes está casi en la escala de Plank, ahora sí, surges tú, y surjo yo. Y en un intervalo imposiblemente menor, entro en tu radio de Schwarzschild, atravieso el horizonte de sucesos de tus ojos y me despeño por el doble agujero negro de tus pupilas. Atrapado para siempre durante la caída, fuera de allí el Universo seguirá infinitamente sin nosotros. Primero sin álguienes, luego también sin nadies. Tal vez hasta una muerte térmica eterna, puede que hasta la destrucción misma de su tejido espaciotemporal, de vuelta a la Nada, en perfecta clausura.

Entre los abismos de siempres en los que no hemos existido, sin embargo, yo continuaré cayendo sin final en ese nunca en el que nos cruzamos.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

9.1.17

Juguetes nuevos

Entraron en tromba en la hermosa y confortable sala, armando un bullicio considerable. Se esparcieron por ella buscando casi con avaricia los mejores asientos, los que estarían más cerca del famoso abuelete bonachón. Parloteaban nerviosos entre ellos, cuchicheando sobre las cosas que le habían oído hacer. Sobre todo, estaban entusiasmados por las historias acerca del auxilio que había prestado a muchos niños cuando más lo necesitaban.

Un breve tema musical, a modo de fanfarria clásica, fue la señal inequívoca de que estaba a punto de salir al escenario. Los asistentes le recibieron con una salva de aplausos y se pusieron en pie, incluso aquellos que tenían alguna complicación física para hacerlo. Él pidió, con el más amable de los gestos, que volvieran a sentarse y acallaran sus aplausos. La música cambió a otra de corte casi infantil, muy agradable, que fue descendiendo en volumen para quedar apenas en una sugerencia inconsciente.

En el silencio de la sala, roto solo por algunos destellos de las liras y campanillas del hilo de fondo, se pudo escuchar una gran inspiración, seguida de un ligero carraspeo. Luego, con un chorro de voz que infundía respeto y severidad, agradeció a todos su presencia allí aquella mañana, y comenzó a presentarse, de forma totalmente innecesaria, ante los asistentes.

Ellos le escuchaban hipnotizados, con la vista fija sobre su rostro afable; su barba característica se movía al compás de una voz de barítono cadenciosa y suave. En las pausas de su pequeño discurso de bienvenida, sonreía con calidez mientras con su vista repasaba el auditorio para no dejar sin su ración de atención directa a uno solo de los asistentes.

De entre el público, una joven de voz trémula aprovechó el último de sus breves silencios para interrumpirle dándole las gracias por todo lo que hacía por ellos. El auditorio se lanzó a una ovación masiva de aplausos que él intentó volver a acallar con el gesto de las manos. Todos sonreían e incluso, en alguno de ellos, se adivinaba una pequeña lágrima de emoción.

Él también mostraba una sonrisa amplia e impecable. Debía de estar portándose muy bien si año tras año, a pesar de que algunos le tildaran de líder de una secta destructiva, le seguían llegando tantos juguetes nuevos. Se frotó mentalmente las manos, se tocó el sombrero a modo de agradecimiento por el gesto, y continuó la charla que tan bien conocía.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.