20.2.17

Como un tren.


La vi en cuanto subí al vagón. Había un asiento libre a su lado, así que me lancé a por él. Lo que pasó a continuación os sorprenderá. Veréis, ella estaba como un tren... Ahora que lo digo, disculpad que interrumpa la historia aquí, es esa expresión. ¿A quién demonios se le ocurrió? Algún día se lo tendré que preguntar a Alfred, que ese tío lo sabe todo. Pero en serio, ¿un tren? ¿Habéis visto un tren? Una lata gigante, llena de cagadas de pájaro por encima, con las ventanas usualmente sucias de lluvias resecas y polvo, apestando a sudor de gente, o a sus pies cuando se quitan el calzado en viajes largos... o a vómitos, a veces. Lo digo con conocimiento de causa, que yo me mareaba muchísimo de pequeño. Aún recuerdo mi primer viaje, en algo que en mi memoria parecía más bien un tablón largo techado, con asientos como robados de un parque clavados de cualquier manera y algunas barras de hierro conectando el techo y el suelo aquí y allá. Recuerdo bien ese suelo, lleno de manchurrones y con algún chicle pegado en él y colillas aplastadas, porque me pasé gran parte del trayecto mirándolo mientras vomit... ah, sí, a eso venía. Que huele mal. Y es incómodo. Muchas veces están pintarrajeados por fuera de cualquier manera, y oxidados. Y encima, a menudo se retrasan. ¿Quién demonios tuvo la brillante idea de suponer que algo así podría considerarse de alguna manera un piropo? Bueno, a lo que iba: La vi en cuanto subí al vagón. Había un asiento libre a su lado, así que me lancé a por él. Lo que pasó a continuación os sorprenderá. Veréis, ella estaba como un tren...

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

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