16.10.17

Selenitas de postín

Oscura. Aislada. Envuelta por una capa de nada a unas décimas sobre el cero absoluto. Infernal cuando el sol le dirige la mirada. Cubierta por un manto de polvo fino de consistencia similar a ceniza creado a fuerza de incontables fracturas por la tensión estructural debida a infinitas contracciones y dilataciones. Completamente asfixiante, sin aire alguno. Yerma. Desolada por cráteres de impacto. Difícil de alcanzar. Y de poca utilidad intentarlo.

La vieja luna ha sido durante eones muda testigo de innumerables apareamientos, desoves y nacimientos de todo tipo de especies en las cambiantes líneas de costa. Incluso, no pocas veces, estos escarceos se perpetraron con la excusa de su potente reflejo nocturno, conjugado a menudo con los flujos y reflujos de marea que causa. Esa noche, como también tantas otras, ese influjo quedará a merced de otros elementos tremendamente más pequeños y terriblemente más poderosos.

En el paseo nocturno a la orilla del mar, él, poeta aficionado, con sus ojos haciendo chirivitas y su boca anhelante de besos, la acaba de comparar con la luna. Ella, astrónoma aficionada, con sus ojos resecos por la salmuera y tratando de deshacerse de algunos molestos granos de arena de la boca, acaba de decidir que él no es la persona adecuada.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.