30.10.23

Kleincallada

Como una muñeca rusa, cada nivel desplegaba una nueva dimensión en la que nuestra protagonista se sentía encallada en la vida. Una muñeca enorme, con una enfermedad degenerativa recién diagnosticada, que la empezaba a hacer trastabillar, hablar peor, perder el equilibrio con poca luz. Una muñeca algo más pequeña, con un trabajo que no le llenaba ni la vida ni la cartera, y más bien le drenaba la primera. Una muñeca todavía menor, de una relación que estaba en coma desde hacía tantos años que, si la muñeca era menor, era únicamente porque ya se había acomodado al frío suelo sentimental. Una muñeca más pequeña aún, con una familia desintegrada por una paupérrima herencia que, como de costumbre, venía envenenada. Una muñeca pequeñita que le hacía compañía piando (¿feliz? ¿desquiciada? ¿pidiendo socorro?) dentro de su propia jaula y que no quería liberar porque era lo único que realmente le había conectado con su padre en su último año, lo único que le quedaba de él junto con el sentimiento de culpa por no haberse despedido cuando finalmente murió. Una muñeca diminuta que, a cada segundo, le recordaba que la vida probablemente aún tenía reservados los planes más horribles para ella. Planes que, con todo lujo de detalles, recreaba para cada uno de los niveles anteriores, envolviéndolos para convertirse, paradójicamente, en una botella de klein. Una botella de klein rusa.


Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.10.23

La última vuelta del rollo

Mi mano metálica se acercó al cilindro vacío de cartón que colgaba de la pared suspendido sobre una barra metálica perpendicular a esta. Lo hizo rodar, buscando en su base de datos de qué se trataba. Pasó los millones de resultados a su coprocesador, pidiéndole que le destacara los diez más relevantes para su contexto.

El coprocesador hizo su trabajo con la eficiencia acostumbrada y, en unos microsegundos, le resolvió como resultado más apropiado una reflexión escrita casi cien años atrás para un evento de divulgación científica de las entonces conocidas como redes sociales, nombrada por una insigne erudita griega, que versaba sobre sostenibilidad.

Su contenido era exactamente el siguiente:

Cuando el rollo de papel higiénico está recién estrenado, rara vez hay miramientos para coger cuanto haga falta para limpiarse, sonarse los mocos, limpiar cualquier cosa de los alrededores... El rollo se nos antoja perenne, infinito, vuelta tras vuelta en la que no parece cambiar nada.

Pero, ay, cuando vemos el fantasma del cartón abultando el mismo tamaño del papel que queda. En ese punto sí empezamos a hacer un uso racional y racionado, explotando hasta el último rincón libre (sobre todo si estamos en un baño de un bar de carretera). Uno no puede dejar de pensar cuánto hubiera dado de sí el rollo de haber hecho ese uso sensato desde el principio.

Con nuestro planeta, seguimos con la mentalidad de que está aún por estrenar, con recursos ilimitados, a pesar de que hacia agosto (y cada vez más pronto) los científicos nos avisen de que ya se está viendo el cartón. Quizá llegue el momento en que no se pueda mirar para otro lado, y suframos el síndrome del rollo de papel del baño, malviviendo durante una época cuando, como dicen en «Don't Look Up», realmente lo teníamos todo.

Con el auge de la (no suficiente) concienciación sobre el cambio climático y tecnologías emergentes que pueden ayudarnos a lidiar de alguna forma con él, uno se pregunta si progresaremos lo suficientemente rápido como para llegar al punto de conseguir paliar el problema (detenerlo y mucho menos arreglarlo se antoja imposible) antes de que lleguemos al cartón y, entonces sí, nos hayamos cagado en el mundo y la hayamos cagado del todo. Y sin papel.

Necesité sentarme unos segundos en aquella especie de silla marmórea agujereada en mitad de la devastación. Esta vez no necesité buscar qué era, igual que no necesité preguntarme si lo habían conseguido o no.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.