Al amor de la lumbre, con los cristales empañados de vaho y alguna gotita de agua condensada dibujando caprichosos aprendices de torrente, podemos observar, si prestamos la atención suficiente a la tenue luz led del parpadeante dispositivo, a las dos tarjetas interactuar entre ellas.
Necesitamos paciencia para llegar al momento relevante, tras unos preliminares en los que se intercambian saludos protocolarios, se reconocen entre ellas, se aseguran de que la otra parte es quien dice ser, y todo el resto del ritual de apareamiento inicial que la evolución ha cincelado durante años y años.
Y no es para menos; un uno o un cero en el momento equivocado, en el lugar equivocado, podrían dar al traste con la relación y finalizar sin el esperado intercambio. Siempre dependiendo de la variabilidad del espécimen, por supuesto, dado que podríamos estar ante un individuo más tolerante a errores o a uno con un alto nivel de paranoia. El resultado de su cruzamiento es, a priori, un misterio que la Naturaleza no tardará en desvelarnos en forma de un creciente flujo de datos que llevará al paroxismo al led del dispositivo en el que se cobijan.
Finalizamos, con esta bella imagen, el capítulo de hoy dedicado a la fascinante vida secreta de las tarjetas inteligentes. Unas tarjetas que, no lo olvidemos nunca, pueden llegar a ser incluso más inteligentes que los seres humanos con los que viven en simbiosis.
Finalizamos, con esta bella imagen, el capítulo de hoy dedicado a la fascinante vida secreta de las tarjetas inteligentes. Unas tarjetas que, no lo olvidemos nunca, pueden llegar a ser incluso más inteligentes que los seres humanos con los que viven en simbiosis.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario