Veintidós años, tres meses, ocho días, nueve horas y doce minutos tardó el Karma en traer orden a su equilibrio universal interno, pensó Marcos.
Allí estaba el que una vez fuera su profesor. Su mandíbula se apretó instintivamente al punto de rechinar de dientes, y sus manos se cerraron en puños.
Entre el torrente de odio, una punzada de miedo atávico le asaltó, producto de demasiados años de condicionamiento pavloviano ante el sufrimiento. Aquella muestra de debilidad interna no hizo sino redoblar su ira. En eso le había convertido, un alfeñique que temblaba como la gelatina ante los desafíos de la vida.
Pero estaba preparado para este desafío. Vaya si lo estaba. Llevaba preparándose veintidós años, varios de ellos en terapia. Veintidós años, tres meses, ocho días, nueve horas y doce minutos pensando en el momento en el que cambiaran las tornas y fuera su hijo —hija, en este caso, circunstancia también prevista— quien se conviertiera en su pupilo. Una joven apenas mayor de edad con su mismo inconfundible pelo rizado moreno, de la que se despedía desde el coche.
Mentalmente, activó su temporizador de un reloj de ajedrez. Se acercó al coche justo antes de que arrancara y chocó los nudillos contra la ventanilla. Justo en el momento en el que empezó a bajarla y vio bien a aquel señor desconocido, tartamudeó y le preguntó la hora.
Su plan seguiría esperando, cociéndose a fuego lento.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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