17.12.18

Patas arriba

Treinta y tres gradazos en el exterior y con el uniforme completo, chaqueta incluida. El aire acondicionado funciona bien, por suerte. Son varios años haciendo esta ruta. Sigue pareciéndome curioso salir con los 23 grados puestos a modo de calefacción y llegar con ellos como alivio del calor.

Llevo el avión hasta su destino, sin incidentes graves que reportar. Una adolescente que premió al pasaje quitándose el calzado de sus sudorosos pies, y el niño que viajaba a su lado que no pudo contener el vómito. Y poco más. No está mal para un viaje tan largo. Un vuelo tranquilo.

En el aeropuerto de destino no me espera nadie. Todo el mundo anda alborotado por las fiestas, pero me las arreglo para escabullirme de la vorágine de compradores compulsivos y me resguardo en la terraza del hotel en pleno mediodía. Estaré aquí hasta que pase Año Nuevo. Un retiro espiritual como cualquier otro. Luego, habrá que volver. Pero no quiero pensar en ello ahora.

Cuando me las deseo tan feliz, tomando un refresco tranquilo con algunas iguanas como compañeras, me entra la llamada de Skype que lo fastidiará todo. Es mi suegro. Con una familia como la mía, huir a Australia por Navidad se puede llegar a quedar corto. Espero con ansia el desembarco en Marte.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

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