Es Nochevieja y despliego el mantel sobre la mesa. En lo que tarda en cubrirla sobrevolándola, salto treinta años en el tiempo. Una pequeña horda de niños preparábamos la larguísima mesa, colmándola de cubertería, «servilletas de las buenas», platos para la sopa, platos para las cáscaras, platos para los aperitivos, plato sobre plato en una mesa en la que no quedaba ni un resquicio para las bebidas, que terminaban en un rincón en el suelo.
Aquella casa apenas daba para vivir cuatro personas cómodamente. Vivíamos nueve en ella. Pero en Nochevieja éramos veintipico para cenar, en una versión del camarote de los Marx con tintes sureños. La abuela, matriarca del clan, presidía con su obesidad mórbida la mesa con el abuelo a su vera, dando órdenes a diestro y siniestro como una especie de buda militar, tratando de mantener la entropía del lugar a raya.
Aquella casa apenas daba para vivir cuatro personas cómodamente. Vivíamos nueve en ella. Pero en Nochevieja éramos veintipico para cenar, en una versión del camarote de los Marx con tintes sureños. La abuela, matriarca del clan, presidía con su obesidad mórbida la mesa con el abuelo a su vera, dando órdenes a diestro y siniestro como una especie de buda militar, tratando de mantener la entropía del lugar a raya.
No era fácil: allí había cuatro hijas con sus respectivos maridos. Cada una de esas parejas contaba a su vez con al menos un gremlin por debajo de los doce años. Cada una con sus virtudes y sus miserias, sus broncas internas con sus parejas, con sus otras hermanas, con sus cuñados y con sus propios padres.
Así pues, era cuestión de tiempo que ciertos encontronazos fueran detonando en la sobremesa como cargas de C4 estratégicamente situadas en los cimientos de la familia. Dramas del todo a cien, como que la mayor no soportara perder la competición de qué hijos tenían el mejor expediente escolar con la siguiente del escalafón. O que la tercera siempre se pasara esa noche en la cocina preparándolo todo para que luego se lo criticaran. Y por supuesto, la alcohólica que maltrataba a sus hijos, amagando con largarse a mitad de la cena por a saber qué otra tontería esta vez. Yo era demasiado joven entonces para entender que todos sabían que se marcaba un farol, habiendo bebida gratis.
Así pues, era cuestión de tiempo que ciertos encontronazos fueran detonando en la sobremesa como cargas de C4 estratégicamente situadas en los cimientos de la familia. Dramas del todo a cien, como que la mayor no soportara perder la competición de qué hijos tenían el mejor expediente escolar con la siguiente del escalafón. O que la tercera siempre se pasara esa noche en la cocina preparándolo todo para que luego se lo criticaran. Y por supuesto, la alcohólica que maltrataba a sus hijos, amagando con largarse a mitad de la cena por a saber qué otra tontería esta vez. Yo era demasiado joven entonces para entender que todos sabían que se marcaba un farol, habiendo bebida gratis.
Pero luego, a medianoche, ocurría el milagro de la Trasmutación: dos segundos de silencio cuando la abuela gritaba que a callar, que iban los cuartos; el pistoletazo de salida tanto para las uvas como para todo tipo de supersticiones, desde anillos metiéndose en champán a papeles con deseos escritos quemándose negligentemente en un espacio abigarrado que podría convertirse en una trampa mortal a poco que algún fuego se descontrolara. Luego, los gritos y aplausos generalizados, los brindis y las lágrimas de algunos. Como las de mis abuelos, que año tras año vaticinaban que ése iba a ser su último año celebrándolo con nosotros. Por mi cabeza pasa fugaz el recuerdo del año en que no supieron que iban a sobrevivir a la hija que estrenaba su segundo matrimonio. Y el recuerdo del año siguiente, en el que al fin acertaron.
Vuelvo de nuevo al recuerdo de cuando aún estábamos al completo mientras intentábamos, de formas absurdas, abrazarnos todos con todos en un lugar donde no cabía un alfiler, derribando platos y vasos. En ese comedor, en esos momentos, se conseguían trece minutos de completa perfección cósmica, de Paz y Amor.
Luego, de nuevo, las rencillas.
El mantel se aposenta y cubre por fin la mesa donde mi pareja y mis dos hijos celebraremos este año las fiestas. No diré que echo de menos el jolgorio de los viejos tiempos. Aunque, a veces, sí.
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