18.6.18

Entropía inexorable

Dejando las gafas en el suelo, hizo un repaso rápido a los adioses que habían marcado sus recuerdos a lo largo de su vida. La despedida de su tío-abuelo en su última visita a su abuelo, sabiendo ambos que no se volverían a encontrar con vida. El momento en el que hubo que eutanasiar al pobre cachorro de gato tras sufrir ataques convulsivos por su enfermedad terminal. A punto de salir de la anestesia del postrero, y aún mientras barajaban las opciones con el veterinario, al maldito no se le ocurrió otra cosa que bostezar, de esa forma socarrona que tienen gatos y perros, sacando mucho la lengua y quedándose con cara de "eh, dejadme de mierdas y dadme una lata de atún".

También recordaba aquella serie que cerraban con su personaje favorito despidiéndose por todo lo alto tras, de nuevo, un diagnóstico aciago. Por supuesto, en tono de humor estaba el "hasta luego, y gracias por el pescado" de Douglas Adams o el inigualable "Always look on the bright side of life".

Había pasado media vida en paradas de bus, de tren y en aeropuertos y conocía bien aquella sensación casi kármica de las amargas despedidas de unos siendo compensadas de alguna forma por los maravillosos reencuentros de otros. Un equilibrio bastante conseguido, salvo por el hecho de que a menudo las llegadas no siempre eran debidamente saboreadas, en comparación con las mucho más sentidas despedidas. Quizá había alguna asimetría en esa "Ley de Conservación Universal de las relaciones" que forzaba, a modo de entropía inexorable, a que la disipación del adiós fuera mayor que la condensación del hola.

Qué importaba ya. A muy largo plazo solo importaría que una vez hubo un Big Bang y, al final, un Big Rip. O ni eso. Respiró hondo. No le había dicho nada a nadie, negándoles –y negándose– la posibilidad de sufrir ese adiós. Saltó.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

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