–No te sé decir por qué lo hice. Perdóname. De verdad, no sé por qué. Comparándote con la foto que has encontrado en mi cartera, imagino que porque es muy guapa y más joven que tú. Ella me... me resulta muy agradable, y además tiene muchos temas de los que podemos hablar horas. Sé que no sirve de disculpa, pero quizá también fue porque me tiene un aire a ti. Perdóname. No recuerdo por qué empezamos, pero te prometo que en cuanto la vuelva a ver le diré que ya nunca más, que solo es a ti a quien quiero.
–No, Javier, no es necesario que le digas nada. Yo te perdono, claro que te perdono. Ya lo iremos solucionando.
Entre lágrimas, Matilde notaba como si su corazón se ahorcara con sus propias arterias bajo su pecho. Aquél hombre la quería, vaya si la quería. Tanto como renunciar a esa maravilla de chica que le había descrito. Y eso que ella, rondando los ochenta, bastante ajada por una vida dura junto a Javier, el hombre de su vida, no podía competir ya en ninguno de los campos que él había nombrado, con lágrimas furtivas de culpa cayéndole por las mejillas y a la vez, los ojos haciéndole chirivitas.
Con las manos de Javier entrelazadas con las suyas, soportando un inaudible quejido de dolor, Matilde solo esperaba que el tiempo que le quedara a Javier fuera lo más clemente posible con su Alzheimer.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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