La vista desde la cabina no tenía parangón: con muy poca humedad ambiental y el viento en calma, la mirada se perdía en el infinito azul entre un cielo ligeramente más cyan y un mar con un toque turquesa que reflejaba el sol en un caleidoscopio de reflejos.
El despegue transcurrió sin incidentes, y las tres pasajeras vieron cómo ese horizonte se iba reestructurando para convertirse en un espectáculo de luces contra un cielo negro. Luego, el único horizonte que podían ver era el de la banda clara de la Vía Láctea contra un manto negro tachonado de lentejuelas aquí y allá.
A pesar de los avances en materia de propulsión, el viaje hacia el centro galáctico aún iba a durar unos buenos ochocientos años. Ni siquiera estaban muy seguras de si, al despertar, aún habría alguien del otro lado de las comunicaciones para darles los buenos días. En cualquier caso, la criostasis les permitiría llegar en un estado óptimo al final de ese otro horizonte ficticio, donde les aguardaba el corazón de la galaxia.
El siguiente horizonte estaría en el centro de ese corazón, el corazón del cisne, el horizonte de sucesos del agujero negro Cygnus X-1. Allí se encontrarían, si las señales habían sido bien interpretadas, con una tecnología abandonada perteneciente a otra especie, que al parecer aprovechaba las tremendas fuerzas de marea de esa trituradora cósmica como fuente casi perpetua de energía. Y una vez allí, una vez estudiada y puesta al servicio de estos pequeños y curiosos monos viajeros, quién sabía cuál sería el siguiente horizonte, para ellas y para toda la Humanidad.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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