El soldado tosió sangre mezclada con grumos que debían ser parte de su costillar, cogió aliento y se aferró a su pierna haciendo uso de sus últimas fuerzas:
—La única posibilidad que tienes de salir con vida de aquí es ayudarles a ganar la batalla. Sabes que esos monstruos acabarán con todo lo que quede vivo en esta isla. No tienes alternativa.
—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo —dijo Licaia—. No hace falta que sigas, ya he captado la idea. Ya voy para allá, pero... ¿qué hago contigo?
No necesitaba hacer nada con él. Sus ojos vidriosos apuntaban ya al infinito y su alma viajaba para encontrarse con sus antepasados.
Así que suspiró, le apartó con la punta del pie y volvió a internarse en la cueva, donde tendría que volver a encontrar los pasadizos ocultos que desembocaban en el pasillo central del muro sur del castillo.
Cuando llegó a la otra parte apenas podía creer que nadie ni nada hubiera tratado de atentar contra su integridad física. Había ido caminando sigilosamente oculta entre las sombras de las teas que apenas iluminaban los conductos de piedra, esquivando cuerpos, murciélagos y otros ruidos extraños. Pero ahora, estando al otro lado del pasillo, toda la pesadilla parecía volver a empezar.
En la otra punta del pasillo, una formación de trasgos estaba acabando con un reducto de soldados a base de aplicar la antigua técnica de machacar sus cráneos con la dura piedra de la pared aplicando enormes mazas.
Sus ojos destellaron al reflejo de los sables curvos de los trasgos que lideraban el escuadrón, y no bastó más para que uno de ellos la detectara.
"Malditos seres de las cuevas" pensó Licaia, mientras saltaba al pasillo y comenzaba a correr en dirección contraria a los primeros trasgos que se habían lanzado a perseguirla.
Llegó a una escalera y escuchó un ruido metálico a su derecha; uno de los trasgos le había lanzado una daga que había fallado por muy poco.
La recogió, se giró, tomó impulso y la lanzó contra el primero de los cuatro que estaban a la vista.
Pero su lanzamiento apenas llegó a mitad de camino. ¿Qué distancia había entre ellos? ¿Con qué tremenda fuerza se lo habían lanzado?
Volvió a dirigirse hacia los escalones, haciéndose daño de nuevo en el costado por la brusquedad del giro. Apoyándose como pudo en ambos brazos, teniendo cuidado de no sobrecargar demasiado el izquierdo, fue trepando más que subiendo por la interminable escalera.
Podía oír sus gruñidos al pie de la misma y de pronto comenzó a sentirse más y más pesada. La espada parecía arrastrarla hacia abajo, sus fuerzas mermaban y por primera vez en toda la fatídica tarde pensó que iba a desmayarse. «Ahora no, ahora no, ahora no.»
El choque de otra daga contra la empuñadura de la espada le hizo soltarla.
Inmediatamente comenzó a caer escaleras abajo causando un enorme alboroto. Aprovechó el improvisado aligeramiento de carga y ascendió los peldaños que le faltaban hasta llegar a lo alto.
Y no había salida.
Delante de sus ojos, el torreón al que conducía esa escalera iba a dar a uno de los altísimos precipicios que formaban las murallas emergentes.
Y detrás de sus ojos, cuatro trasgos de más de dos metros de alto se acercaban con paso lento pero firme hacia su posición.
El mar embravecido rugía con la tormenta, entonando cánticos de guerra.
Los rayos en el horizonte, que ahora casi eran continuos, parecían enarbolar la bandera de tonos azules y violetas de un ejército tenebroso.
Entendió que sus aventuras terminaban ahí, y sacó sus puñales de halfling.
Por lo menos caería uno más.
Y uno más cayó, tras un par de mandobles que rasgaron su cuello. Uno desprevenido que había tenido la osadía de prejuzgarla por su estatura.
Pero su compañero, más avispado, logró atraparla durante uno de sus movimientos de subterfugio. La cogió por el cuello y la estrelló contra el suelo.
Su costado chorreaba una silenciosa cascada de sangre, su brazo estaba insensible y acababa de destrozarse una rodilla. La vista se le iba empañando...
...y mientras se agarraba al empedrado del suelo y se arrastraba hacia el hueco en la almena, utilizó sus últimas fuerzas para lanzar una plegaria a sus dioses. Ya sólo faltaba saltar. Después, sus bonitos ojos claros se cerraron.
—Buenas noches, princesa —le dijo el multiforme mientras la arropaba en su cama—. Tus sueños son increíbles. Nos vemos mañana.
Le dio un beso en la frente, y se marchó.
—La única posibilidad que tienes de salir con vida de aquí es ayudarles a ganar la batalla. Sabes que esos monstruos acabarán con todo lo que quede vivo en esta isla. No tienes alternativa.
—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo —dijo Licaia—. No hace falta que sigas, ya he captado la idea. Ya voy para allá, pero... ¿qué hago contigo?
No necesitaba hacer nada con él. Sus ojos vidriosos apuntaban ya al infinito y su alma viajaba para encontrarse con sus antepasados.
Así que suspiró, le apartó con la punta del pie y volvió a internarse en la cueva, donde tendría que volver a encontrar los pasadizos ocultos que desembocaban en el pasillo central del muro sur del castillo.
Cuando llegó a la otra parte apenas podía creer que nadie ni nada hubiera tratado de atentar contra su integridad física. Había ido caminando sigilosamente oculta entre las sombras de las teas que apenas iluminaban los conductos de piedra, esquivando cuerpos, murciélagos y otros ruidos extraños. Pero ahora, estando al otro lado del pasillo, toda la pesadilla parecía volver a empezar.
En la otra punta del pasillo, una formación de trasgos estaba acabando con un reducto de soldados a base de aplicar la antigua técnica de machacar sus cráneos con la dura piedra de la pared aplicando enormes mazas.
Sus ojos destellaron al reflejo de los sables curvos de los trasgos que lideraban el escuadrón, y no bastó más para que uno de ellos la detectara.
"Malditos seres de las cuevas" pensó Licaia, mientras saltaba al pasillo y comenzaba a correr en dirección contraria a los primeros trasgos que se habían lanzado a perseguirla.
Llegó a una escalera y escuchó un ruido metálico a su derecha; uno de los trasgos le había lanzado una daga que había fallado por muy poco.
La recogió, se giró, tomó impulso y la lanzó contra el primero de los cuatro que estaban a la vista.
Pero su lanzamiento apenas llegó a mitad de camino. ¿Qué distancia había entre ellos? ¿Con qué tremenda fuerza se lo habían lanzado?
Volvió a dirigirse hacia los escalones, haciéndose daño de nuevo en el costado por la brusquedad del giro. Apoyándose como pudo en ambos brazos, teniendo cuidado de no sobrecargar demasiado el izquierdo, fue trepando más que subiendo por la interminable escalera.
Podía oír sus gruñidos al pie de la misma y de pronto comenzó a sentirse más y más pesada. La espada parecía arrastrarla hacia abajo, sus fuerzas mermaban y por primera vez en toda la fatídica tarde pensó que iba a desmayarse. «Ahora no, ahora no, ahora no.»
El choque de otra daga contra la empuñadura de la espada le hizo soltarla.
Inmediatamente comenzó a caer escaleras abajo causando un enorme alboroto. Aprovechó el improvisado aligeramiento de carga y ascendió los peldaños que le faltaban hasta llegar a lo alto.
Y no había salida.
Delante de sus ojos, el torreón al que conducía esa escalera iba a dar a uno de los altísimos precipicios que formaban las murallas emergentes.
Y detrás de sus ojos, cuatro trasgos de más de dos metros de alto se acercaban con paso lento pero firme hacia su posición.
El mar embravecido rugía con la tormenta, entonando cánticos de guerra.
Los rayos en el horizonte, que ahora casi eran continuos, parecían enarbolar la bandera de tonos azules y violetas de un ejército tenebroso.
Entendió que sus aventuras terminaban ahí, y sacó sus puñales de halfling.
Por lo menos caería uno más.
Y uno más cayó, tras un par de mandobles que rasgaron su cuello. Uno desprevenido que había tenido la osadía de prejuzgarla por su estatura.
Pero su compañero, más avispado, logró atraparla durante uno de sus movimientos de subterfugio. La cogió por el cuello y la estrelló contra el suelo.
Su costado chorreaba una silenciosa cascada de sangre, su brazo estaba insensible y acababa de destrozarse una rodilla. La vista se le iba empañando...
...y mientras se agarraba al empedrado del suelo y se arrastraba hacia el hueco en la almena, utilizó sus últimas fuerzas para lanzar una plegaria a sus dioses. Ya sólo faltaba saltar. Después, sus bonitos ojos claros se cerraron.
—Buenas noches, princesa —le dijo el multiforme mientras la arropaba en su cama—. Tus sueños son increíbles. Nos vemos mañana.
Le dio un beso en la frente, y se marchó.
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