Tras unos minutos de camino, Licaia llegó a un gran jardín con un paseo central. Empezó a cruzarlo, y descubrió que a ambos lados del paseo se encontraba todo tipo de figuras de cristal: lámparas, jarrones, esculturas... ¡incluso algunos matojos de flores eran de cristal!
Asombrada, siguió adelante. Un silbido desde arriba le hizo levantar la vista al cielo. Allá a lo alto, un gran pájaro que parecía hecho de hielo revoloteaba alegre por el lugar.
Licaia siguió la dirección hacia la que volaba el pájaro, adentrándose en el paseo. Al fondo podía ver una pequeña rotonda que dividía el paseo en dos, para volver a juntar ambos caminos tras de ella. En la rotonda había una figura enorme del mismo color azul del cielo. Le costó mucho adivinar que era un árbol porque se fundía con el horizonte.
En ese momento, el sol empezó a salir tímido tras las montañas. La primera sorpresa fue su forma. No era como el sol que conocía, sino que tenía unas extrañas volutas adornando su perfil, con intrincadas formas que parecían dibujadas a crayon por un niño.
La segunda fue al observar que los primeros rayos que iluminaban la copa del árbol proyectaban un hermoso arcoiris al atravesar las hojas, que también parecían hechas de cristal.
La tercera, apenas unos minutos después y cuando ya estaba envuelta en un caleidoscopio de luces y colores, fue la salida de un segundo y de un tercer sol, de distintos tamaños pero también con esas decoraciones, que además interactuaban entre ellas.
El efecto sobre el árbol fue fulminante. De repente, el caleidoscopio se convirtió en una explosión de contrastes y matices. El suelo se iluminó completamente con un blanco cegador y, a su alrededor, todos los ornamentos del paseo parecían reflejar universos enteros condensados en esas formas.
Todo el mundo parecía estar flotando sobre las iridiscencias de los miles de pequeños efectos cromáticos de los cristales, y Licaia se sintió abrumada.
Por un momento, pensó que con tres soles y aquellos cristales, podría pasarle como lo que le pasó en el recreo a la hormiga a la que el bruto de su amigo le había puesto debajo de una lupa. Aunque no notaba nada raro, decidió alejarse del árbol, por si acaso.
Siguió el paseo hasta que el resplandor del árbol ya casi no tenía influencia. De los tres soles, uno de ellos había alcanzado ya la mitad del cielo. Se movía tan rápido que, a simple vista, Licaia pudo apreciar su traslación a lo largo de su órbita. Los otros dos seguían ascendiendo lentamente. Uno era ligeramente azulado, y el otro tendía hacia el rosa. Los lazos fractales que los unían acababan adquiriendo tonalidades fascinantes de la gama de los violetas.
Licaia se dio la vuelta; no recordaba haber visto nunca nada tan bonito como aquella estampa, y quería guardarla a buen recaudo en su memoria. Después, siguió adelante. Tenía que encontrar la forma de regresar a su cama, o su madre se preocuparía mucho cuando fuera a despertarla y no la encontrara allí.
Cuando llegó al final del paseo, se encontró con un cartel de direcciones. No decía el nombre de aquel sitio, pero indicaba la situación de una ciudad (o eso suponía ella) cercana. "Proceluria", leyó con dificultad por el reflejo de los soles.
—Bien —dijo a nadie en particular—, pues iremos a Proceluria. Tal vez allí alguien sepa cómo puedo regresar.
[Continuará aún más...]
Asombrada, siguió adelante. Un silbido desde arriba le hizo levantar la vista al cielo. Allá a lo alto, un gran pájaro que parecía hecho de hielo revoloteaba alegre por el lugar.
Licaia siguió la dirección hacia la que volaba el pájaro, adentrándose en el paseo. Al fondo podía ver una pequeña rotonda que dividía el paseo en dos, para volver a juntar ambos caminos tras de ella. En la rotonda había una figura enorme del mismo color azul del cielo. Le costó mucho adivinar que era un árbol porque se fundía con el horizonte.
En ese momento, el sol empezó a salir tímido tras las montañas. La primera sorpresa fue su forma. No era como el sol que conocía, sino que tenía unas extrañas volutas adornando su perfil, con intrincadas formas que parecían dibujadas a crayon por un niño.
La segunda fue al observar que los primeros rayos que iluminaban la copa del árbol proyectaban un hermoso arcoiris al atravesar las hojas, que también parecían hechas de cristal.
La tercera, apenas unos minutos después y cuando ya estaba envuelta en un caleidoscopio de luces y colores, fue la salida de un segundo y de un tercer sol, de distintos tamaños pero también con esas decoraciones, que además interactuaban entre ellas.
El efecto sobre el árbol fue fulminante. De repente, el caleidoscopio se convirtió en una explosión de contrastes y matices. El suelo se iluminó completamente con un blanco cegador y, a su alrededor, todos los ornamentos del paseo parecían reflejar universos enteros condensados en esas formas.
Todo el mundo parecía estar flotando sobre las iridiscencias de los miles de pequeños efectos cromáticos de los cristales, y Licaia se sintió abrumada.
Por un momento, pensó que con tres soles y aquellos cristales, podría pasarle como lo que le pasó en el recreo a la hormiga a la que el bruto de su amigo le había puesto debajo de una lupa. Aunque no notaba nada raro, decidió alejarse del árbol, por si acaso.
Siguió el paseo hasta que el resplandor del árbol ya casi no tenía influencia. De los tres soles, uno de ellos había alcanzado ya la mitad del cielo. Se movía tan rápido que, a simple vista, Licaia pudo apreciar su traslación a lo largo de su órbita. Los otros dos seguían ascendiendo lentamente. Uno era ligeramente azulado, y el otro tendía hacia el rosa. Los lazos fractales que los unían acababan adquiriendo tonalidades fascinantes de la gama de los violetas.
Licaia se dio la vuelta; no recordaba haber visto nunca nada tan bonito como aquella estampa, y quería guardarla a buen recaudo en su memoria. Después, siguió adelante. Tenía que encontrar la forma de regresar a su cama, o su madre se preocuparía mucho cuando fuera a despertarla y no la encontrara allí.
Cuando llegó al final del paseo, se encontró con un cartel de direcciones. No decía el nombre de aquel sitio, pero indicaba la situación de una ciudad (o eso suponía ella) cercana. "Proceluria", leyó con dificultad por el reflejo de los soles.
—Bien —dijo a nadie en particular—, pues iremos a Proceluria. Tal vez allí alguien sepa cómo puedo regresar.
[Continuará aún más...]
No hay comentarios:
Publicar un comentario