Dando una voltereta en el aire, consiguió estabilizar su caída. Se dio cuenta de que, extendiendo los brazos y las piernas, podía controlar la dirección hacia la que iba cayendo. Se dirigió hacia una zona de ese campo en la que abundaban los puntitos amarillos.
Mientras seguía cayendo, también vio algunos de color rosa. En el horizonte, rodeada de un mar enorme, empezaba a clarear la promesa de un nuevo día.
Volvió a mirar hacia abajo. La tierra se acercaba a ella a una velocidad pasmosa, y no tenía la más mínima idea de cómo iba a poder aterrizar sin acabar hecha papilla.
Ahora podía ver que las manchas amarillas eran en realidad vastos campos de flores, unas flores que parecían ser bastante grandes y esponjosas.
Cuando apenas faltaban unas decenas de metros para llegar al suelo, pensó que tal vez, si consiguiera caer sobre un grupo bastante denso de esas flores, podría salvarse de la caída. Puso rumbo hacia el montículo más cercano, y...
Licaia se levantó. Estaba algo aturdida, pero no notaba que se hubiera roto nada. Quienes no habían tenido tanta suerte eran las pobres flores que había aplastado en su caída, que gemían lastimeramente.
Licaia sintió mucha pena por ellas, e intentó enderezarlas como pudo. Realmente eran grandes, casi de su tamaño, y muy esponjosas. Alguna flor cercana sólo había perdido alguna hoja o algún pétalo, pero las tres sobre que había aterrizado tenían el tallo roto. Seguían llorando y llamando a su madre, y a Licaia no se le ocurría cómo podía tranquilizarlas. Buscó algún palito sobre el que pudiera vendarles los tallos, pero no encontró nada.
Volvió hasta ellas y, cuando trató de acariciar a la más pequeña para que se calmara, algo le dio un golpe en la mano.
—¡Estáte quieta, niña! —le dijo una enorme flor rosa que acababa de llegar—. Los humanos siempre estáis estropeándolo todo.
Licaia empezó a disculparse, e intentó contarle que un bicho azul la había tirado desde muy alto y no tenía alternativa, pero la flor hizo un gesto con sus hojas para que se callara.
Las pequeñas florecitas seguían llorando, y la flor madre las cogió con todo el cariño del mundo y utilizó tres de sus raíces para enroscárselas a lo largo de sus tallos. Clavó las raíces en el suelo, y con un pequeño "plop", se soltaron de su cuerpo.
La flor madre hizo un pequeño gesto de dolor en cada "plop". Luego le dirigió una mirada furibunda a la niña.
—Será mejor que te marches de aquí, niña. Has asustado a mis pequeñinas y casi aplastas a estas tres. ¡Lárgate de mi vista!
Algunas de las raíces que le quedaban hicieron un gesto parecido al de espantar moscas.
A Licaia no le quedó más remedio que salir de allí. Para no perderse, decidió caminar hacia donde estaba a punto de salir el sol.
[Todavía seguirá continuando...]
Mientras seguía cayendo, también vio algunos de color rosa. En el horizonte, rodeada de un mar enorme, empezaba a clarear la promesa de un nuevo día.
Volvió a mirar hacia abajo. La tierra se acercaba a ella a una velocidad pasmosa, y no tenía la más mínima idea de cómo iba a poder aterrizar sin acabar hecha papilla.
Ahora podía ver que las manchas amarillas eran en realidad vastos campos de flores, unas flores que parecían ser bastante grandes y esponjosas.
Cuando apenas faltaban unas decenas de metros para llegar al suelo, pensó que tal vez, si consiguiera caer sobre un grupo bastante denso de esas flores, podría salvarse de la caída. Puso rumbo hacia el montículo más cercano, y...
¡Plaf!
Una nube de polen amarillo inundó la zona.Licaia se levantó. Estaba algo aturdida, pero no notaba que se hubiera roto nada. Quienes no habían tenido tanta suerte eran las pobres flores que había aplastado en su caída, que gemían lastimeramente.
Licaia sintió mucha pena por ellas, e intentó enderezarlas como pudo. Realmente eran grandes, casi de su tamaño, y muy esponjosas. Alguna flor cercana sólo había perdido alguna hoja o algún pétalo, pero las tres sobre que había aterrizado tenían el tallo roto. Seguían llorando y llamando a su madre, y a Licaia no se le ocurría cómo podía tranquilizarlas. Buscó algún palito sobre el que pudiera vendarles los tallos, pero no encontró nada.
Volvió hasta ellas y, cuando trató de acariciar a la más pequeña para que se calmara, algo le dio un golpe en la mano.
—¡Estáte quieta, niña! —le dijo una enorme flor rosa que acababa de llegar—. Los humanos siempre estáis estropeándolo todo.
Licaia empezó a disculparse, e intentó contarle que un bicho azul la había tirado desde muy alto y no tenía alternativa, pero la flor hizo un gesto con sus hojas para que se callara.
Las pequeñas florecitas seguían llorando, y la flor madre las cogió con todo el cariño del mundo y utilizó tres de sus raíces para enroscárselas a lo largo de sus tallos. Clavó las raíces en el suelo, y con un pequeño "plop", se soltaron de su cuerpo.
La flor madre hizo un pequeño gesto de dolor en cada "plop". Luego le dirigió una mirada furibunda a la niña.
—Será mejor que te marches de aquí, niña. Has asustado a mis pequeñinas y casi aplastas a estas tres. ¡Lárgate de mi vista!
Algunas de las raíces que le quedaban hicieron un gesto parecido al de espantar moscas.
A Licaia no le quedó más remedio que salir de allí. Para no perderse, decidió caminar hacia donde estaba a punto de salir el sol.
[Todavía seguirá continuando...]
No hay comentarios:
Publicar un comentario