Otra vez tenía sus malditos faros pegados a mi maletero. Aquel coche no tenía paciencia. Por si las horas punta no fueran ya horribles de por sí, estos individuos estresados y estresantes no ayudaban nada a paliarlas. Aquellas luces deslumbrándome por el retrovisor me sacaban de quicio.
A pesar de eso, yo me había resignado ya a los diez kilómetros por hora y a la cadena de música de los setenta en la radio. Afuera la noche era fría. Resultaba curioso ver cómo el vaho que disipaba el propio motor distorsionaba la visión de la carretera. Parecía una aurora boreal transparente.
Aquel hombre era feo. Me refiero al del coche de atrás. Además de imbécil, feo. No sé qué prisa tendría por llegar a alguna parte, pero se empeñaba en dejarme ver cada poro de su piel por el retrovisor cuando la luz de sus faros no me reflejaba directamente en los ojos. Paciencia, unos pocos kilómetros más y saldríamos de la zona principal de embotellamiento para pasar a la zona secundaria de embotellamiento.
Es la grandeza de las horas punta en la fantástica N-340, la Ley de la Conservación del Embotellamiento: el embotellamiento ni se crea ni se destruye, sólo pasas de un lugar más embotellado a otro un poco menos, pero embotellado al fin y al cabo. Mientras no pensaba en estrangular al conductor de atrás, recapacitaba sobre los factores que causaban embotellamientos en esta carretera.
El principal era que un gran número de coches recorren los cuatro kilómetros entre la capital y la ciudad más cercana por la única carretera que hay, así que se forman unos atascos tremendos en cada carril de incorporación. No hay otra alternativa para los que vamos más allá de esa ciudad que tragarnos la compañía involuntaria de esos otros pobres diablos que invierten entre veinte y treinta minutos en recorrer cuatro kilómetros. Les saldría más a cuento ir en bicicleta.
Después estaban los camiones, que no sólo los hay lentísimos y enormes que obstruyen todo el tráfico, sino que además dejan la carretera llena de trozos de asfalto levantados, dejando que el resto de coches juguemos al “esquiva ese hueco”. Hoy había uno de esos camiones a la cabeza de la cola, unos kilómetros más adelante.
Los que más rabia me daban, con mucho, eran los atascos provocados por coches prehistóricos que deberían tener prohibido circular: viejísimos Citroën que a duras penas alcanzan los 60 km/h, furgonetas destartaladas que dan la impresión de ir a desmontarse en la primera curva...
Ya estábamos saliendo de la desviación hacia la otra ciudad y un diezmo de la cola desaparecía por ella. Tras veinticinco minutos perdidos (en horas no-punta se puede hacer ese mismo trayecto en cuatro minutos) llegamos al comienzo del segundo embotellamiento, aunque aquí las velocidades ascendían a sesenta kilómetros hora en una carretera de máximo cien.
Comenzaba a ponerme nervioso porque el tío feo, al igual que otros muchos tíos feos que hacían lo mismo cada día, se preparaba para adelantar compulsivamente a todos los coches que pudiera hasta que la circulación de cara lo obligara a reincorporarse a su carril de forma brusca. Muchas veces hacían desviarse al vehículo que venía de frente y al que tuvieran a su derecha en el momento de volver a su carril, algo que he vivido en mis carnes.
Me extrañaba que aún no hubiera intentado adelantarme. Yo iba bastante pegado a una furgoneta que tapaba la práctica totalidad del carril, pero nada comparado con el apéndice que me había salido en el maletero.
Al aproximarnos a un pueblecito me fijé en el cielo aquella noche. Parecía que tuviera una hemorragia: las nubes rojizas presagiaban que el señor invierno iba a bajar un poco más las temperaturas, e incluso podía ver entre algún jirón de nubes a una estrella roja titilando en el cielo, sobre las luces de un cuartel de bomberos cercano, dos potentes bombillas rojas en lo alto de sendas antenas de comunicación.
Divagué un poco acerca de que esa estrella fuese en realidad Marte, aunque me daba la sensación de que se movía un poco. Entonces un cambio en iluminación del interior de mi coche me devolvió a la carretera: el imbécil se había decidido por fin a alardear de desprecio hacia su vida y la de los demás, emprendiendo un adelantamiento suicida en una larga recta despejada, pese a que los coches iban bastante pegados unos a otros y al final de la recta había una curva sin visibilidad.
Me adelantó y vi que era un Opel. Adelantó a la furgoneta, adelantó a otro coche más, a otro, a otro... Las cuatro luces de un camión surgieron en sentido contrario cuando el Opel estaba a mitad de camino de la curva, haciéndolo volver precipitadamente a su carril, lo que a su vez provocó que el coche que estaba a su altura tuviera que dar un frenazo, y el de detrás, y el otro, y el otro...
Ya estaba acostumbrado a este tipo de jodiendas, así que había ido decelerando un poco para después no tener que frenar cuando me llegara la onda expansiva de frenadas de los otros coches, de forma que tuve tiempo de pensar tranquilamente cómo era posible que con gente así no hubiera muchos más accidentes en la carretera.
«El feo imbécil del Opel ataca de nuevo», podría haberse titulado el segundo adelantamiento kamikaze que emprendió para tratar, infructuosamente, de llegar a la cabeza del Gran Dragón-Luciérnaga que formaban las luces rojas de posición de los coches que formábamos la fila.
Me sorprendí a mí mismo imaginándome que no le daba tiempo de apartarse del coche que venía de frente, que hacía un extraño y acababa dando vueltas de campana en el aire y el imbécil moría en el acto, y sería gracioso –al menos para mí– que toda esa prisa que tenía sólo hubiera servido para llevarlo más rápido al cementerio.
O lo imaginaba tirado a un lado de la cuneta, consciente pero con un trozo de chasis atravesándole el abdomen, sangrando por todos los orificios de su cuerpo y pensando acerca de lo estúpido que era por tener esas prisas por adelantar a los demás en vez de joderse en la cola como el resto.
El otro Gran Dragón-Luciérnaga, el de luces amarillas que venía en sentido contrario, volvió a hacer que el nuestro agitara furiosamente sus luces de freno para que el imbécil tuviera un hueco que no merecía en la fila, todavía lejos del camión que abría la comitiva con su despliegue de lucecitas un kilómetro más abajo.
Esta vez me pilló algo más lejos y ni siquiera noté los efectos del parón. Ya casi íbamos a ochenta por hora y no alcanzaba a ver cómo le iban las cosas al feo del Opel, así que volví a examinar esa estrella extraña roja entre las nubes rojas del cielo.
Ya no estaba allí. Se había movido hacia la izquierda y seguía haciéndolo cada vez más aprisa. Así que no era una estrella, pero no podía prestarle demasiada atención si no quería acabar en el carril izquierdo.
A pesar de eso, yo me había resignado ya a los diez kilómetros por hora y a la cadena de música de los setenta en la radio. Afuera la noche era fría. Resultaba curioso ver cómo el vaho que disipaba el propio motor distorsionaba la visión de la carretera. Parecía una aurora boreal transparente.
Aquel hombre era feo. Me refiero al del coche de atrás. Además de imbécil, feo. No sé qué prisa tendría por llegar a alguna parte, pero se empeñaba en dejarme ver cada poro de su piel por el retrovisor cuando la luz de sus faros no me reflejaba directamente en los ojos. Paciencia, unos pocos kilómetros más y saldríamos de la zona principal de embotellamiento para pasar a la zona secundaria de embotellamiento.
Es la grandeza de las horas punta en la fantástica N-340, la Ley de la Conservación del Embotellamiento: el embotellamiento ni se crea ni se destruye, sólo pasas de un lugar más embotellado a otro un poco menos, pero embotellado al fin y al cabo. Mientras no pensaba en estrangular al conductor de atrás, recapacitaba sobre los factores que causaban embotellamientos en esta carretera.
El principal era que un gran número de coches recorren los cuatro kilómetros entre la capital y la ciudad más cercana por la única carretera que hay, así que se forman unos atascos tremendos en cada carril de incorporación. No hay otra alternativa para los que vamos más allá de esa ciudad que tragarnos la compañía involuntaria de esos otros pobres diablos que invierten entre veinte y treinta minutos en recorrer cuatro kilómetros. Les saldría más a cuento ir en bicicleta.
Después estaban los camiones, que no sólo los hay lentísimos y enormes que obstruyen todo el tráfico, sino que además dejan la carretera llena de trozos de asfalto levantados, dejando que el resto de coches juguemos al “esquiva ese hueco”. Hoy había uno de esos camiones a la cabeza de la cola, unos kilómetros más adelante.
Los que más rabia me daban, con mucho, eran los atascos provocados por coches prehistóricos que deberían tener prohibido circular: viejísimos Citroën que a duras penas alcanzan los 60 km/h, furgonetas destartaladas que dan la impresión de ir a desmontarse en la primera curva...
Ya estábamos saliendo de la desviación hacia la otra ciudad y un diezmo de la cola desaparecía por ella. Tras veinticinco minutos perdidos (en horas no-punta se puede hacer ese mismo trayecto en cuatro minutos) llegamos al comienzo del segundo embotellamiento, aunque aquí las velocidades ascendían a sesenta kilómetros hora en una carretera de máximo cien.
Comenzaba a ponerme nervioso porque el tío feo, al igual que otros muchos tíos feos que hacían lo mismo cada día, se preparaba para adelantar compulsivamente a todos los coches que pudiera hasta que la circulación de cara lo obligara a reincorporarse a su carril de forma brusca. Muchas veces hacían desviarse al vehículo que venía de frente y al que tuvieran a su derecha en el momento de volver a su carril, algo que he vivido en mis carnes.
Me extrañaba que aún no hubiera intentado adelantarme. Yo iba bastante pegado a una furgoneta que tapaba la práctica totalidad del carril, pero nada comparado con el apéndice que me había salido en el maletero.
Al aproximarnos a un pueblecito me fijé en el cielo aquella noche. Parecía que tuviera una hemorragia: las nubes rojizas presagiaban que el señor invierno iba a bajar un poco más las temperaturas, e incluso podía ver entre algún jirón de nubes a una estrella roja titilando en el cielo, sobre las luces de un cuartel de bomberos cercano, dos potentes bombillas rojas en lo alto de sendas antenas de comunicación.
Divagué un poco acerca de que esa estrella fuese en realidad Marte, aunque me daba la sensación de que se movía un poco. Entonces un cambio en iluminación del interior de mi coche me devolvió a la carretera: el imbécil se había decidido por fin a alardear de desprecio hacia su vida y la de los demás, emprendiendo un adelantamiento suicida en una larga recta despejada, pese a que los coches iban bastante pegados unos a otros y al final de la recta había una curva sin visibilidad.
Me adelantó y vi que era un Opel. Adelantó a la furgoneta, adelantó a otro coche más, a otro, a otro... Las cuatro luces de un camión surgieron en sentido contrario cuando el Opel estaba a mitad de camino de la curva, haciéndolo volver precipitadamente a su carril, lo que a su vez provocó que el coche que estaba a su altura tuviera que dar un frenazo, y el de detrás, y el otro, y el otro...
Ya estaba acostumbrado a este tipo de jodiendas, así que había ido decelerando un poco para después no tener que frenar cuando me llegara la onda expansiva de frenadas de los otros coches, de forma que tuve tiempo de pensar tranquilamente cómo era posible que con gente así no hubiera muchos más accidentes en la carretera.
«El feo imbécil del Opel ataca de nuevo», podría haberse titulado el segundo adelantamiento kamikaze que emprendió para tratar, infructuosamente, de llegar a la cabeza del Gran Dragón-Luciérnaga que formaban las luces rojas de posición de los coches que formábamos la fila.
Me sorprendí a mí mismo imaginándome que no le daba tiempo de apartarse del coche que venía de frente, que hacía un extraño y acababa dando vueltas de campana en el aire y el imbécil moría en el acto, y sería gracioso –al menos para mí– que toda esa prisa que tenía sólo hubiera servido para llevarlo más rápido al cementerio.
O lo imaginaba tirado a un lado de la cuneta, consciente pero con un trozo de chasis atravesándole el abdomen, sangrando por todos los orificios de su cuerpo y pensando acerca de lo estúpido que era por tener esas prisas por adelantar a los demás en vez de joderse en la cola como el resto.
El otro Gran Dragón-Luciérnaga, el de luces amarillas que venía en sentido contrario, volvió a hacer que el nuestro agitara furiosamente sus luces de freno para que el imbécil tuviera un hueco que no merecía en la fila, todavía lejos del camión que abría la comitiva con su despliegue de lucecitas un kilómetro más abajo.
Esta vez me pilló algo más lejos y ni siquiera noté los efectos del parón. Ya casi íbamos a ochenta por hora y no alcanzaba a ver cómo le iban las cosas al feo del Opel, así que volví a examinar esa estrella extraña roja entre las nubes rojas del cielo.
Ya no estaba allí. Se había movido hacia la izquierda y seguía haciéndolo cada vez más aprisa. Así que no era una estrella, pero no podía prestarle demasiada atención si no quería acabar en el carril izquierdo.
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