Polvo sobre cenizas
El tiempo se detuvo en el momento del impacto contra las barricadas. Los padres de familia que se encontraban en el perímetro, defendiendo lo que entendían como suyo; los jóvenes, movidos por orgullo y miedo; todo el que rondaba a menos de trescientos metros vivió de formas distintas el momento: algunos creyeron ver al mismísimo Allah bajando para castigar a los incrédulos, otros pensaron en el Juicio Final, muchos tuvieron el último pensamiento para su esposa y sus hijos, otros sólo vieron una tremenda manta de fuego que descendía sobre sus cabezas... la mayoría no tuvo tiempo de ver ni pensar nada.
En apenas tres minutos cayeron cinco mil civiles por las cinco mil víctimas que clamaban sangre al otro lado del mundo. Esos cinco mil que tenían tanta culpa como los que murieron allá, pero que a ojos de quienes les expendían la muerte ahora, eran tan terroristas como los pilotos. Los que mandaban a los verdugos los consideraban como la cobaya ideal para probar sus últimos juguetes. El que mandaba a los que mandaban a los verdugos... que Allah se apiade de su... es igual.
Después todo fue polvo sobre cenizas.
Noche de cine
Lo que ella no sabía era que si la miraba tanto, era porque en mi interior sentía que en algún momento ya no podría verla más.
Así, disfrutaba del resplandor en sus ojos, acompañado del piano de la película; de la cortina de su pelo, dejándome entrever sólo partes de su cara; del perfil de sus labios, con forma de corazón...
Sus labios. Sus labios. Sus labios. A veces sólo existían sus labios, y me gustaba cuando su borde apuntaba hacia arriba, y me entristecía verlos decaídos. Pero no podía tocarlos, infinitamente lejos de mí, a diez centímetros de distancia.
Mis brazos me abrazaban con fuerza. Mi mente quería pensar que esa presión era suya. Ojalá. Ojalá me sepa perdonar por amarla así.
Celos
El amasijo de carne y vísceras en que se había convertido el hámster, le hizo vomitar. El nauseabundo tufo a pelo quemado –que ahora se convertía en una especie de película de plástico negro que tapaba el cadáver a modo de bolsa mortuoria- todavía inundaba el interior del microondas, y volvió a vomitar.
Los macarrones aún a medio digerir, formaron un precioso mosaico en el enlosado blanco. Ya nada quedaba de lo que había comido ese mediodía.
Ahora, una lágrima resbalaba por sus gráciles mejillas, y el pelo empapado de sudor se le pegaba en la frente. Sus ojos húmedos estaban clavados en el infinito, más allá del suelo, puestos en los recuerdos recientes de su mascota.
Sabía exactamente qué había ocurrido con ella; sabía quién, cuándo, cómo y por qué, y también sabía que el olor de la sangre clamaba venganza.
Así que, sin más, cogió un cuchillo de cocina con sus pequeños dedos, y se dirigió a su cuarto, con los ojos inyectados, todavía rojos por las lágrimas.
Bajo las sábanas, se podía adivinar un pequeño abultamiento en la cama. Las ventanas estaban cerradas, porque era la hora de la siesta.
Tal vez si no se hubiera levantado a por un vaso de agua, cuando descubriera el crimen ya sería demasiado tarde; pero ahora estaba en condiciones de un ojo por ojo. Asió el cuchillo con fuerza, y se agachó tomando impulso para asestarle un golpe certero.
Cuando su madre llegó, una hora más tarde, chilló al entrar en el cuarto. A los pies de su cama, su hijo sentado lloraba la muerte del hámster, una masa carbonizada, frente a él. En la cama de al lado, hecho trizas, el celoso robot-juguete que le habían regalado por Navidades movía algunos motores con su último halo de... ¿vida?
Hmmm...
Al despertar, ella todavía estaba allí. Con sus senos aún turgentes, sus pezones apuntando al techo, y un pequeño reguero húmedo bajándole por su tostado pubis, con sus ojos entornados por el placer y vencidos por el sueño del cansancio. Semidestapada mostraba sus atléticas piernas, aquéllas que habían sido lamidas y relamidas apenas unas horas antes con la pasión y lujuria del mismo Dionisos hecho lengua. Aún podía oír, si se concentraba un poco, los jadeos de éxtasis al alcanzar el orgasmo, sentir el humor caliente que juntaba sus sexos en armonía, las entrecortadas vibraciones de ella y sus propios espasmos, oh, había sido tan perfecto... Como si hubiera oído sus pensamientos, ella entreabrió sus ojos, y su rostro sereno quedó iluminado por una pícara sonrisa. Sus dedos corretearon juguetones por debajo de las sábanas, mientras por la superficie se notaba cómo su mano se desplazaba hacia su pene, el cual comenzaba a hincharse por la premonición de la siguiente media hora bacanal que iba a pasar... Antes él era un perdedor. Apostó fuerte, y la suerte le sonrió. Ahora yacía con la mujer a quien más amaba en el mundo, y ella le correspondía. No se podía pedir más. Oh, sin saber cómo había llegado ahí, su lengua se revolvía ahora en su boca... hmmm...
Paranoia (o Hmmm... II)
Aún le escocían los arañazos que rasgaban su espalda en grupos de cuatro, con el lado derecho de su cara notando el ardor del pecho de ella, y los fuertes latidos de su corazón acelerado tras una apasionada tarde de sexo.
Al moverse levemente, la sangre coagulada de las heridas al estirarse le hizo apretar los dientes con fuerza mientras tomaba aire para no chillar por el dolor.
Su acompañante dormía plácidamente con sus brazos tendidos sobre los costados de él, como agarrando ligeramente algo que sabía de su propiedad. Resquicios de piel seca ensuciaban la punta de sus largas uñas, y sus piernas se enredaban como medusas sobre las de su amante.
Al ladearse éste, una pequeña mata de vello púbico pelirrojo brilló con el anaranjado tono del sol del ocaso que la ventana entreabierta permitía pasar.
Pensativo, cayó tumbado suavemente de espaldas (no sin arquear previamente la espalda por el escozor), y murmuró para sí una maldición por no haberle pedido que se cortara las uñas.
De todas formas, no lo hubiera hecho. Ella nunca accedía a ninguna de sus peticiones. Es más, esa insolencia le costaría como castigo la amputación de algún otro de sus dedos, o alguna tanda de latigazos con un posterior "masaje" con sal de la zona.
Se estremecía interiormente sólo con pensarlo, pero aquéllo no era, ni de lejos, lo peor que podría pasarle. Había visto las fotos que ella gustaba hacer a sus anteriores esclavos una vez los consideraba "no aptos" para su diversión personal. Había visto desmembramientos, estómagos abiertos y toda clase de escabrosas torturas que evitaba recordar, pues sabía que él estaba destinado a padecer todo eso también si dejaba de dar la talla. Y esos pensamientos no eran precisamente algo que le ayudara a mantener su potencia sexual. Gracias a... Dios, tenía un físico excepcional, un cuerpo atlético y bronceado. Esa fue su perdición, pues la conoció en un gimnasio. Sus sensuales labios y su mirada de fiera salvaje lo cautivaron desde el primer instante. No tardó mucho en convencerlo para mantener relaciones sexuales, y en cuanto la vió desnuda no pudo creer que existiera tal perfección. Después la odiaría eternamente... pero la amaba. Amaba al ser despiadado que lo usaba, al ser que lo torturaría para dejarlo morir lentamente en cualquier vertedero de la ciudad, o todavía peor, lo dejaría vivir para padecer hasta su muerte (probablemente por suicidio) las crueles vejaciones a las que le sometiera antes. Pero él la amaba.
"Es lo que tiene enamorarse del mismísimo diablo", pensó. Ella entreabrió sus ojos, lo miró de reojo y se relamió los labios...
El tiempo se detuvo en el momento del impacto contra las barricadas. Los padres de familia que se encontraban en el perímetro, defendiendo lo que entendían como suyo; los jóvenes, movidos por orgullo y miedo; todo el que rondaba a menos de trescientos metros vivió de formas distintas el momento: algunos creyeron ver al mismísimo Allah bajando para castigar a los incrédulos, otros pensaron en el Juicio Final, muchos tuvieron el último pensamiento para su esposa y sus hijos, otros sólo vieron una tremenda manta de fuego que descendía sobre sus cabezas... la mayoría no tuvo tiempo de ver ni pensar nada.
En apenas tres minutos cayeron cinco mil civiles por las cinco mil víctimas que clamaban sangre al otro lado del mundo. Esos cinco mil que tenían tanta culpa como los que murieron allá, pero que a ojos de quienes les expendían la muerte ahora, eran tan terroristas como los pilotos. Los que mandaban a los verdugos los consideraban como la cobaya ideal para probar sus últimos juguetes. El que mandaba a los que mandaban a los verdugos... que Allah se apiade de su... es igual.
Después todo fue polvo sobre cenizas.
Noche de cine
Lo que ella no sabía era que si la miraba tanto, era porque en mi interior sentía que en algún momento ya no podría verla más.
Así, disfrutaba del resplandor en sus ojos, acompañado del piano de la película; de la cortina de su pelo, dejándome entrever sólo partes de su cara; del perfil de sus labios, con forma de corazón...
Sus labios. Sus labios. Sus labios. A veces sólo existían sus labios, y me gustaba cuando su borde apuntaba hacia arriba, y me entristecía verlos decaídos. Pero no podía tocarlos, infinitamente lejos de mí, a diez centímetros de distancia.
Mis brazos me abrazaban con fuerza. Mi mente quería pensar que esa presión era suya. Ojalá. Ojalá me sepa perdonar por amarla así.
Celos
El amasijo de carne y vísceras en que se había convertido el hámster, le hizo vomitar. El nauseabundo tufo a pelo quemado –que ahora se convertía en una especie de película de plástico negro que tapaba el cadáver a modo de bolsa mortuoria- todavía inundaba el interior del microondas, y volvió a vomitar.
Los macarrones aún a medio digerir, formaron un precioso mosaico en el enlosado blanco. Ya nada quedaba de lo que había comido ese mediodía.
Ahora, una lágrima resbalaba por sus gráciles mejillas, y el pelo empapado de sudor se le pegaba en la frente. Sus ojos húmedos estaban clavados en el infinito, más allá del suelo, puestos en los recuerdos recientes de su mascota.
Sabía exactamente qué había ocurrido con ella; sabía quién, cuándo, cómo y por qué, y también sabía que el olor de la sangre clamaba venganza.
Así que, sin más, cogió un cuchillo de cocina con sus pequeños dedos, y se dirigió a su cuarto, con los ojos inyectados, todavía rojos por las lágrimas.
Bajo las sábanas, se podía adivinar un pequeño abultamiento en la cama. Las ventanas estaban cerradas, porque era la hora de la siesta.
Tal vez si no se hubiera levantado a por un vaso de agua, cuando descubriera el crimen ya sería demasiado tarde; pero ahora estaba en condiciones de un ojo por ojo. Asió el cuchillo con fuerza, y se agachó tomando impulso para asestarle un golpe certero.
Cuando su madre llegó, una hora más tarde, chilló al entrar en el cuarto. A los pies de su cama, su hijo sentado lloraba la muerte del hámster, una masa carbonizada, frente a él. En la cama de al lado, hecho trizas, el celoso robot-juguete que le habían regalado por Navidades movía algunos motores con su último halo de... ¿vida?
Hmmm...
Al despertar, ella todavía estaba allí. Con sus senos aún turgentes, sus pezones apuntando al techo, y un pequeño reguero húmedo bajándole por su tostado pubis, con sus ojos entornados por el placer y vencidos por el sueño del cansancio. Semidestapada mostraba sus atléticas piernas, aquéllas que habían sido lamidas y relamidas apenas unas horas antes con la pasión y lujuria del mismo Dionisos hecho lengua. Aún podía oír, si se concentraba un poco, los jadeos de éxtasis al alcanzar el orgasmo, sentir el humor caliente que juntaba sus sexos en armonía, las entrecortadas vibraciones de ella y sus propios espasmos, oh, había sido tan perfecto... Como si hubiera oído sus pensamientos, ella entreabrió sus ojos, y su rostro sereno quedó iluminado por una pícara sonrisa. Sus dedos corretearon juguetones por debajo de las sábanas, mientras por la superficie se notaba cómo su mano se desplazaba hacia su pene, el cual comenzaba a hincharse por la premonición de la siguiente media hora bacanal que iba a pasar... Antes él era un perdedor. Apostó fuerte, y la suerte le sonrió. Ahora yacía con la mujer a quien más amaba en el mundo, y ella le correspondía. No se podía pedir más. Oh, sin saber cómo había llegado ahí, su lengua se revolvía ahora en su boca... hmmm...
Paranoia (o Hmmm... II)
Aún le escocían los arañazos que rasgaban su espalda en grupos de cuatro, con el lado derecho de su cara notando el ardor del pecho de ella, y los fuertes latidos de su corazón acelerado tras una apasionada tarde de sexo.
Al moverse levemente, la sangre coagulada de las heridas al estirarse le hizo apretar los dientes con fuerza mientras tomaba aire para no chillar por el dolor.
Su acompañante dormía plácidamente con sus brazos tendidos sobre los costados de él, como agarrando ligeramente algo que sabía de su propiedad. Resquicios de piel seca ensuciaban la punta de sus largas uñas, y sus piernas se enredaban como medusas sobre las de su amante.
Al ladearse éste, una pequeña mata de vello púbico pelirrojo brilló con el anaranjado tono del sol del ocaso que la ventana entreabierta permitía pasar.
Pensativo, cayó tumbado suavemente de espaldas (no sin arquear previamente la espalda por el escozor), y murmuró para sí una maldición por no haberle pedido que se cortara las uñas.
De todas formas, no lo hubiera hecho. Ella nunca accedía a ninguna de sus peticiones. Es más, esa insolencia le costaría como castigo la amputación de algún otro de sus dedos, o alguna tanda de latigazos con un posterior "masaje" con sal de la zona.
Se estremecía interiormente sólo con pensarlo, pero aquéllo no era, ni de lejos, lo peor que podría pasarle. Había visto las fotos que ella gustaba hacer a sus anteriores esclavos una vez los consideraba "no aptos" para su diversión personal. Había visto desmembramientos, estómagos abiertos y toda clase de escabrosas torturas que evitaba recordar, pues sabía que él estaba destinado a padecer todo eso también si dejaba de dar la talla. Y esos pensamientos no eran precisamente algo que le ayudara a mantener su potencia sexual. Gracias a... Dios, tenía un físico excepcional, un cuerpo atlético y bronceado. Esa fue su perdición, pues la conoció en un gimnasio. Sus sensuales labios y su mirada de fiera salvaje lo cautivaron desde el primer instante. No tardó mucho en convencerlo para mantener relaciones sexuales, y en cuanto la vió desnuda no pudo creer que existiera tal perfección. Después la odiaría eternamente... pero la amaba. Amaba al ser despiadado que lo usaba, al ser que lo torturaría para dejarlo morir lentamente en cualquier vertedero de la ciudad, o todavía peor, lo dejaría vivir para padecer hasta su muerte (probablemente por suicidio) las crueles vejaciones a las que le sometiera antes. Pero él la amaba.
"Es lo que tiene enamorarse del mismísimo diablo", pensó. Ella entreabrió sus ojos, lo miró de reojo y se relamió los labios...
2 comentarios:
Todo esto lleva algún año que otro escrito, y no me he tomado la molestia de corregir los problemas y pequeños fallos que les encuentro al releerlos. Quizá otro día. O en otra vida.
O en otra muerte, si hay que fiarse del último :-)
Que, vamos, lo de pequeña muerte creo que no era tan literal...
(Ya empiezo a entender lo que decías de hacerles putadas a tus personajes :-P)
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