30.12.04

Astrofísica Emotiva (A veces pasan cosas)

** 1 **

Desperté sobre la fría y suave arena de una playa desconocida. Una noche completamente despejada me regalaba el agradable resplandor de la luna llena y el panorama de todas las estrellas que la ruidosa ciudad jamás me permitía ver.
El sabor a salitre del aire se complementaba con el remor efervescente de la espuma que las olas de un mar en calma dejaban sobre la arena. La orilla estaba a pocos pasos de mí, y el mar se presentaba como un pacífico y majestuoso volumen plástico con sus vaivenes impredecibles.
La temperatura era bastante agradable: se intuía el bochorno remanente del atardecer del verano, pero comenzaba a refrescar.
Me pregunté qué hacía allí. No obtuve más respuesta que el latido de mi corazón acompasado con el ritmo de las olas, así que me descalcé y comencé a pasear.
La playa era inmensa, tan larga como mi vista alcanzaba a ver. La arena se colaba por entre mis dedos, haciéndome cosquillas unas veces y dejando una sensación desagradable de abrasión en otras.
Tardé un poco en ver el reflejo de algo que brillaba. Estaba enfrente de mí, entre la arena. Me acerqué curioso, y me agaché para descubrir la causa de aquellas iridiscencias en la noche: era un diamante, del tamaño de la uña de un dedo, vítreo y espectacularmente precioso.
Pensé que tenía mucha suerte de que nadie lo hubiera encontrado antes, tan expuesto como estaba. Levanté la vista y forcé la mirada, ¿habría más?
Sí. A lo lejos pude ver algunos brillos imposibles para la arena. También en el mar, pero demasiado adentro como para llegar hasta ellos, se perfilaban unos cuantos.
Volví a agacharme hacia el que acababa de encontrar. Le limpié la poca arena que lo cubría, y toqué con la yema del índice su pulida superficie.
No sabría explicar muy bien lo que pasó entonces. Sentí como si "alguien" o "algo" me hubiera atrapado con un látigo desde las alturas, y tirara violentamente de mí.
A una velocidad supersónica, comencé a ascender mientras la playa se volvía cada vez más y más lejana, y el paisaje se desdibujaba hasta poder ver todo el planeta del tamaño de una pelota de baloncesto, y todavía más pequeña, más pequeña, más pequeña...
Finalmente, sólo era un tenue brillo entre las otras estrellas.
Por un instante, me pregunté cómo podía seguir vivo en pleno espacio. Pero sólo pude pensarlo durante un segundo porque, al levantar la mirada, vi que me dirigía con rumbo de colisión hacia un pequeño planetoide con reflejos de color plateado, muy similar a la Luna que conocemos. Su hermosura me ruborizó.
Creí que iba a impactar contra esa luna, pero en el último instante (y con una sincronía que aún me maravilla), se hizo a un lado, ofreciéndome un reflejo de mí mismo que no conocía: ahora era un planeta rojizo, con algunos accidentes en su superficie, pero en conjunto muy atractivo.
Mi velocidad se frenó bruscamente una vez atrapado por la influencia gravitatoria del satélite. Poco a poco, los dos comenzamos a describir elipsoides el uno sobre el otro, danzando en una suerte de vals cósmico. Cada mes, nuestras órbitas se acercaban al máximo durante un par de días. Su imagen misma y mi reflejo en ella me llenaban de felicidad; el sentimiento parecía ser recíproco.
Cuando nuestras órbitas se encontraban en nuestro apogeo particular, el punto más distante, la ilusión por volver a acercarnos era mayor que la desesperanza por estar tan lejos.
De esta manera estuvimos bailando durante tres vueltas consecutivas al Sol, ajenos a veces al cosmos que nos rodeaba, pero recibiendo también de pleno alguna lluvia de meteoritos desagradable.
Un día fatídico, mi querido satélite decidió largarse. Al parecer se había cansado de bailar, u otro planeta había capturado su masa a lo largo de la última vuelta en los periodos más alejados. Quién sabe; embelesado como estaba de ella, no prestaba demasiada atención a las circunstancias.
Así que se fue. Se fue, dejando morir toda la energía cinética acumulada, la que me daba la fuerza necesaria para cambiar la realidad por y para ella. Se fue, y por primera vez me percaté de lo frío que era el espacio en la quietud de mi soledad.
Estuve a la deriva durante un tiempo indeterminado, deseando volverla a encontrar, pero allá afuera todo estaba negro, y el telón de estrellas que refulgía a lo lejos estaba infinitamente fuera de mi alcance.
Había algo que me estiraba de nuevo, aunque sólo lo notaba en el estómago. El tirón era continuo y cada vez más acusado.
Allá abajo volvía a aparecer como un fantasma el globo terrestre. Bajaba más, y más, y más. Al entrar en su atmósfera, algunos trozos de mí se desprenderon. Aquello dolía, y mucho.

** 2 **

Desperté sobre la fría y suave arena de una playa desconocida. Una noche completamente despejada me regalaba el agradable resplandor de la luna llena y el panorama de todas las estrellas que la ruidosa ciudad jamás me permitía ver. Había algo nuevo, como una pincelada de rojo sangre rayando el cielo.
Mi estómago se estremeció durante un instante, y respiré hondo.
El sabor a salitre del aire se complementaba con el remor efervescente de la espuma que las olas de un mar en calma dejaban sobre la arena. La orilla estaba a pocos pasos de mí, y el mar se presentaba como un pacífico y majestuoso volumen plástico con sus vaivenes impredecibles.
La temperatura era bastante agradable: se intuía el bochorno remanente del atardecer del verano, pero comenzaba a refrescar.
Me pregunté qué hacía allí. No obtuve más respuesta que el latido de mi corazón acompasado con el ritmo de las olas, así que me descalcé y comencé a pasear.
La playa era inmensa, tan larga como mi vista alcanzaba a ver. La arena se colaba por entre mis dedos, haciéndome cosquillas unas veces y dejando una sensación desagradable de abrasión en otras.
Había caminado durante una noche que se me antojó eterna, cuando vi en la orilla el reflejo de algo que brillaba. El mar mecía el objeto con cada caricia de sus olas. Me acerqué curioso, y me agaché para descubrir la causa de aquellas iridiscencias en la noche: era un diamante, del tamaño de la uña de un dedo, vítreo y espectacularmente precioso.
Pensé que debía de ser imposible que algo tan hermoso estuviera tan expuesto; tal vez se le hubiera extraviado a alguien. Levanté la vista y forcé la mirada, ¿habría más?
Sí. A lo lejos, en el mar, demasiado adentro como para llegar hasta ellos, se perfilaban unos cuantos.
Volví a agacharme hacia el que acababa de encontrar. Esperé a que la ola que lo tapaba se alejara, y toqué con la yema del índice su pulida superficie.
No sabría explicar muy bien lo que pasó entonces. Sentí como si "alguien" o "algo" me hubiera atrapado con un látigo desde las alturas, y tirara violentamente de mí. Me invadió una sensación familiar.
A una velocidad supersónica, comencé a ascender mientras la playa se volvía cada vez más y más lejana, y el paisaje se desdibujaba hasta poder ver todo el planeta del tamaño de una pelota de baloncesto, y todavía más pequeña, más pequeña, más pequeña...
Finalmente, sólo era un tenue brillo entre las otras estrellas.
Por un instante, me pregunté cómo podía seguir vivo en pleno espacio. Pero sólo pude pensarlo durante un segundo porque, al levantar la mirada, vi los destellos de un púlsar. Algo alejada del púlsar, una estrella muy brillante desprendía una luz entre azulada y violácea de una gama cambiante de colores increíble. Su hermosura me ruborizó.
Su gravedad no tardó en mantenerme cerca de ella, y ella caía también en mi influjo. Era algo lento, pero continuo.
Sin embargo, a cada latido del púlsar, ella se alejaba de forma importante de la órbita. Mientras el púlsar permanecía inactivo, la deformación del espacio-tiempo de nuestras masas nos acercaba como canicas en una sábana. De nuevo el púlsar daba una sacudida, y de nuevo la tenía más lejos...
En uno de los tirones, la preciosa estrella se colapsó, y sus capas externas estallaron en una terrible supernova.
La onda expansiva destrozó parte de mi superficie y me lanzó muy lejos, apenas con el tiempo suficiente para observar cómo se convertía en un agujero negro, enlazando para siempre su destino con el del púlsar en un sistema binario.
Aún cayendo, sabía que parte de mi ser había quedado dentro de su horizonte de sucesos, y que mi salvación (ya que no podía fundirme en él) estaba en permanecer lo más lejos posible de su radio de influencia...
Mientras me dejaba empujar sin fuerzas por la energía de la explosión, buscaba algo que consiguiera detener mi descenso. Pero allá afuera todo estaba negro, y el telón de estrellas que refulgía a lo lejos estaba infinitamente fuera de mi alcance.
Me pareció que había una cosa que me estiraba de nuevo, aunque sólo lo notaba en el estómago. El tirón era continuo y cada vez más acusado.
Allá abajo volvía a aparecer como un fantasma el globo terrestre. Bajaba más, y más, y más. Incluso antes de entrar en la atmósfera, grandes partes de mi cuerpo se habían hecho trizas. Agujero negro y Tierra me desgajaban, y el dolor era indescriptible.

** 3 **

Desperté sobre la fría y suave arena de una playa desconocida. Una noche completamente despejada me regalaba el agradable resplandor de la luna llena y el panorama de todas las estrellas que la ruidosa ciudad jamás me permitía ver.
Una curiosa pincelada de rojo sangre rayaba el cielo por el sur, y algunas estrellas fugaces caían a intervalos más o menos regulares por el norte.
Algo conmovió mi espíritu, y me arrodillé en el suelo. Respiré hondo, mientras alguna lágrima mojaba la arena.
El sabor a salitre del aire se complementaba con el remor efervescente de la espuma que las olas de un mar en calma dejaban sobre la arena. La orilla estaba a pocos pasos de mí, y el mar se presentaba como un pacífico y majestuoso volumen plástico con sus vaivenes impredecibles.
La temperatura no era demasiado agradable: se intuía el principio del otoño y comenzaba a hacer frío.
Me pregunté qué hacía allí. No obtuve más respuesta que el latido de mi corazón acompasado con el ritmo de las olas, así que crucé los brazos para darme calor y comencé a pasear.
La playa era inmensa, tan larga como mi vista alcanzaba a ver. La arena se colaba por entre mis dedos, haciéndome cosquillas unas veces y dejando una sensación desagradable de abrasión en otras.
Caminé por un tiempo indeterminado. La situación me resultaba familiar y, no sé por qué (suena ridículo, lo sé, espero que me no os moféis de mí por ello), tuve la impresión de que podía encontrar diamantes en la arena si me concentraba lo suficiente en buscarlos.
En el mar, al menos, destellaban algunos reflejos que parecía imposible que los produjera la simple reflexión de la luz de la -preciosa- luna llena en la cresta de las olas. Tal vez fuera mi imaginación, o mi deseo irracional de dar con uno de esos diamantes.
Pero allí, en la arena, no había nada. Así que seguí paseando, bajo la intermitente lluvia de estrellas. «A veces -pensé- se forman estrellas, o estallan otras emitiendo más luz que todo el resto del Universo junto. Ojalá algún día pudiera verlo.»

3 comentarios:

Anónimo dijo...

No sé si lo encontrarás... eres capaz de no tener chivato de comentarios :-) y, entonces, dudo que leas esto alguna vez.

Ya sabes que me gusta el mar.
Pero yo sólo soy una caracola, no un diamante :-)
No brillo, no valgo tanto y soy mucho más frágil. pero confío en ti para que me cuides :-)

Mars Attacks dijo...

Es probable que sea tan idiota como para haber olvidado que donde haya una caracola, con su perfección fractal, los diamantes pueden irse a freír espárragos.

Estaré encantado de cuidarte. Espero saber hacerlo...

Anónimo dijo...

... incluso a pesar de mí. ¿Se te ha ocurrido pensar que el diamante eres tú?

A las Perseidas se las puede ver como lágrimas, pero cada vez que consigo verlas me han parecido muy hermosas. Será que la primera vez que las vi fue con alguien que no llegó a ver un vestido marrón :-)