Para ella era algo tan normal y familiar como tener sus dos piernas, dos brazos o dos orejas, su naricilla rosada, o todo el cuerpo cubierto de pelo. Pero no terminaba de acostumbrarse a las miradas de extrañeza de los demás cuando le acercaban la palma en señal de saludo y ella posaba la suya palma contra palma. Ahí, su pulgar oponible resultaba más evidente, y desconcertaba a los demás monos de su clan.
Esa rareza le costeó al principio cierta pena y condescendencia por parte de padres y hermanos, que la entendían como una tara que sería rechazada instintivamente por cualquier pareja. Parecía una disposición dactilar molesta para sus actividades típicas de balanceo en ramas y troncos, muy proclive de hacerse daño con un mal impacto. De hecho, tuvo algunos pequeños percances al tratar de replicar los movimientos que, de pequeña, le enseñaban sus mayores, aunque por fortuna para ella, sin repercusiones graves.
Pero, con el tiempo, mostró una pericia manual superior a la del resto de su grupo en el manejo de herramientas, convirtiéndola en un atractivo ineludible. Sus descendientes, todos con esa capacidad para doblar el pulgar de forma contraria al resto de dedos, dominarían el mundo.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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