Lo primero fue ir desconectando de sus amigos tal y como sus padres iban mudándose de ciudad y hasta de país. Apenas tuvo conciencia de las primeras veces en la escuela, en contraste con lo dramático de las del instituto. Luego vino desconectar de sus padres cuando se emancipó. En parte, resentida por las depresiones que le granjeó, a su parecer, una infancia tan inestable. Después, a duras penas, desconectar de las jornadas de un trabajo que la esclavizaba. Algo que no hizo sino profundizar en sus tendencias depresivas forzándola a viajar de punta a punta del mundo con mil hoteles como hogar. Más tarde fue desconectando de sus pocas amistades y menos seres queridos cuando se introdujo en un grupo que le prometía una elevación espiritual y un trabajo mejor. Por fin parecía encontrar un remanso de paz en esa gente que no la juzgaba y apenas pedía una mínima implicación en el grupo, implicación que fue creciendo a costa de un trabajo que nunca acababa de llegar. A la postre, por accidente según las investigaciones del siniestro, se le desconecto el cable del líquido de frenos del coche precisamente cuando por fin amagó con desconectar de ese grupo. Un coche que consistía en el total de sus pertenencias en ese momento. Pasó unos días en muerte cerebral sin nadie que se preocupara por ella hasta que, finalmente, la desconectaron.
Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
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