Estaba a punto de volverme a casa. Eran altas horas de la madrugada, y mi cuerpo me pedía un respiro que no podía darle. Caminaba hacia el coche, algo preocupado acerca de la posible somnolencia al volante, cuando noté su figura recortada al contraluz de una farola; estaba sentada, en un escalón cualquiera, silenciosa y mirando hacia el cielo.
Mi primer impulso fue pensar en ella. El segundo, que no podía ser ella. El tercero fue acercarme para comprobarlo, impulso que decidí que iba a ser el vencedor.
(¿Qué mira?)
Giré mi cabeza para buscar aquello en el cielo que reclamaba su atención. Allí no parecía haber nada: estaba bastante nublado, yo sabía que había luna nueva y, como mucho, el espectáculo celeste más atractivo era el de la contaminación lumínica pintando de naranja las nubes.
Pensé en las aves. En cómo les repercutiría esa contaminación lumínica en su vida cotidiana. Mientras tanto, me acercaba a ella.
(Ella también está agazapada, como un pájaro asustado.)
Alguien podría decir que fue curioso que llevara bastante tiempo pensando en ella, en cómo decírselo, en esperar el momento oportuno para dar el primer paso, y encontrarme de repente con una situación inmejorable. ¿Por qué no lo hice? Ni idea. El pensamiento de darle, pedirle o robarle un beso había pasado miles de veces por mi cabeza desde los últimos meses, en los que comenzaba a conocerla mejor, a comprenderla un poco más.
Pero no pensaba hacerlo. No porque no me atreviera; al fin y al cabo, cuando uno se acostumbra a poner sus actos en la perspectiva del hecho de que el día siguiente podría ser el último, deja de tener miedo a ciertas repercusiones. No, la verdad es que no quería molestarla. No quería perturbarla más de lo que ya lo estaba.
Si tuviera que describirla, diría que siempre ha sido algo así como mi amor platónico, como una de esas mujeres que tienen lo necesario para volverte loco y por la que apostarías todo a que estaría llevando una vida en la que no podría ser más feliz. Una de esas mujeres que lograban que intentaras sacar lo mejor de ti mismo. Para compartirlo con ella, para impresionarla, qué más daría, el caso es que así era. A la vez, también era una de esas mujeres que, a su lado, conseguía hacerte sentir bastante inferior. Estando con ella te sentías más tonto, más torpe, menos gracioso.
Pero a la vez, el hecho de saber que probablemente no era más feliz de lo que yo en esos momentos (nada para tirar cohetes, de hecho), el saber que tenía bastantes problemas que escoraban su nave, me hacía surgir de algún modo un lado protector y paternalista que me acercaba más a ella: querría abrazarla, poder asegurarle que todo saldría bien, que si me dejaba hacerlo, la resguardaría de cualquier cosa que la preocupara.
Problemas... siempre son más fáciles cuando son de otros. Realmente sabía que la superioridad que pudiera sentir era totalmente ficticia; en mi puta vida había tenido ningún problema ni remotamente similar a uno de los suyos. Es más, con casi total seguridad yo no podría aguantar ni diez segundos con uno de los problemas que ella cargaba estoicamente.
Seguía caminando, y casi estaba a su altura. En silencio, me senté a su lado en el escalón, y miré cómo miraba hacia el cielo. Quise poder decirle cuánto la quería, cosquillearle el cuello para que se relajara un poco, hacerla reír con un chiste, por malo que fuera. Pero ahora yo también era un pajarillo asustado a su lado. Dos manchas negras en la noche.
Ella ni me miró. No tenía ni idea de qué se le pasaba por la cabeza; realmente, ése sería el único (pero definitivo) problema que podría tener con ella, la razón por la que aquél platonismo nunca podría ir más allá. Yo era de Marte, y ella de Melmac. Sabía que su hermetismo podía rivalizar incluso con mi cabezonería. Que, a pesar de superarme ligeramente en edad, ella podía llegar a tener momentos mucho más infantiles que yo. Que, antes que contarme qué pieza se le había roto, preferiría salir corriendo y buscar (o no) un mecánico por ahí fuera.
Ojalá fuera un superhéroe, y pudiera salvarla. Aunque todos los buenos superhéroes tienen en común que ninguno de ellos sabe muy bien cómo salvarse a sí mismo.
Cogí aire. Sentí mucho frío en la nuca; no sé muy bien si por los nervios o por la frescura de la noche, quizá una mezcla de ambas. Si pudiera elegir una frase en el Universo de las palabras y que fuera mi última frase, le diría que la quería. Mantuve el aire en mis pulmones durante unos segundos, y con la voz más serena posible, le pregunté: «¿Qué haces aquí afuera?»
Tardó un poco en responder, como si estuviera volviendo de aquél punto infinito en el que su mirada la había estado refugiando. Cruzó sus brazos sobre sus piernas y agachó su cara entre ellos, apoyándola y ocultándomela a la vez. No la pude escuchar bien, pero respondió algo parecido a «estoy mintiendo».
Así era ella. Surrealista e incomprensible a veces. Dueña de un mundo al que a veces dejaba que le pusiera patas arriba, y con el que soñaba poder coger por los cuernos algún día. Algún día...
Pero no ese día. Estaba triste, enfadada, o fastidiada por algo. Fuera lo que fuere (y yo nunca lo iba a averiguar), le desbordaba por cada poro. Sentí bastante miedo; con ella mis "escudos" estaban totalmente bajados, y a esa distancia una cuchillada podía ser mortal. Querría regalarle una figurita mental tallada en hielo de su propia cara sonriente, y un comentario incisivo por su parte la podría reducir a trocitos, junto con el resto de mi ánimo.
No recuerdo cuál fue su siguiente frase, ni cómo consiguió escaquearse de mí sin moverse del sitio. Sólo recordé aquello de Ulises de "enfadarse es fácil". Y que, si no metiera tanto mis narices donde no me llaman, no tendría tantos problemas después. Pero también que fallar una y otra vez significa que, al menos, lo estás intentando.
El caso es que antes de darme cuenta, estaba en mi coche de camino a casa. Soñoliento. Pensando en nosotros como en una especie de fantasmas de dimensiones incompatibles cruzándose por azar en el mismo punto del espaciotiempo. Quizá algún día...
Mi primer impulso fue pensar en ella. El segundo, que no podía ser ella. El tercero fue acercarme para comprobarlo, impulso que decidí que iba a ser el vencedor.
(¿Qué mira?)
Giré mi cabeza para buscar aquello en el cielo que reclamaba su atención. Allí no parecía haber nada: estaba bastante nublado, yo sabía que había luna nueva y, como mucho, el espectáculo celeste más atractivo era el de la contaminación lumínica pintando de naranja las nubes.
Pensé en las aves. En cómo les repercutiría esa contaminación lumínica en su vida cotidiana. Mientras tanto, me acercaba a ella.
(Ella también está agazapada, como un pájaro asustado.)
Alguien podría decir que fue curioso que llevara bastante tiempo pensando en ella, en cómo decírselo, en esperar el momento oportuno para dar el primer paso, y encontrarme de repente con una situación inmejorable. ¿Por qué no lo hice? Ni idea. El pensamiento de darle, pedirle o robarle un beso había pasado miles de veces por mi cabeza desde los últimos meses, en los que comenzaba a conocerla mejor, a comprenderla un poco más.
Pero no pensaba hacerlo. No porque no me atreviera; al fin y al cabo, cuando uno se acostumbra a poner sus actos en la perspectiva del hecho de que el día siguiente podría ser el último, deja de tener miedo a ciertas repercusiones. No, la verdad es que no quería molestarla. No quería perturbarla más de lo que ya lo estaba.
Si tuviera que describirla, diría que siempre ha sido algo así como mi amor platónico, como una de esas mujeres que tienen lo necesario para volverte loco y por la que apostarías todo a que estaría llevando una vida en la que no podría ser más feliz. Una de esas mujeres que lograban que intentaras sacar lo mejor de ti mismo. Para compartirlo con ella, para impresionarla, qué más daría, el caso es que así era. A la vez, también era una de esas mujeres que, a su lado, conseguía hacerte sentir bastante inferior. Estando con ella te sentías más tonto, más torpe, menos gracioso.
Pero a la vez, el hecho de saber que probablemente no era más feliz de lo que yo en esos momentos (nada para tirar cohetes, de hecho), el saber que tenía bastantes problemas que escoraban su nave, me hacía surgir de algún modo un lado protector y paternalista que me acercaba más a ella: querría abrazarla, poder asegurarle que todo saldría bien, que si me dejaba hacerlo, la resguardaría de cualquier cosa que la preocupara.
Problemas... siempre son más fáciles cuando son de otros. Realmente sabía que la superioridad que pudiera sentir era totalmente ficticia; en mi puta vida había tenido ningún problema ni remotamente similar a uno de los suyos. Es más, con casi total seguridad yo no podría aguantar ni diez segundos con uno de los problemas que ella cargaba estoicamente.
Seguía caminando, y casi estaba a su altura. En silencio, me senté a su lado en el escalón, y miré cómo miraba hacia el cielo. Quise poder decirle cuánto la quería, cosquillearle el cuello para que se relajara un poco, hacerla reír con un chiste, por malo que fuera. Pero ahora yo también era un pajarillo asustado a su lado. Dos manchas negras en la noche.
Ella ni me miró. No tenía ni idea de qué se le pasaba por la cabeza; realmente, ése sería el único (pero definitivo) problema que podría tener con ella, la razón por la que aquél platonismo nunca podría ir más allá. Yo era de Marte, y ella de Melmac. Sabía que su hermetismo podía rivalizar incluso con mi cabezonería. Que, a pesar de superarme ligeramente en edad, ella podía llegar a tener momentos mucho más infantiles que yo. Que, antes que contarme qué pieza se le había roto, preferiría salir corriendo y buscar (o no) un mecánico por ahí fuera.
Ojalá fuera un superhéroe, y pudiera salvarla. Aunque todos los buenos superhéroes tienen en común que ninguno de ellos sabe muy bien cómo salvarse a sí mismo.
Cogí aire. Sentí mucho frío en la nuca; no sé muy bien si por los nervios o por la frescura de la noche, quizá una mezcla de ambas. Si pudiera elegir una frase en el Universo de las palabras y que fuera mi última frase, le diría que la quería. Mantuve el aire en mis pulmones durante unos segundos, y con la voz más serena posible, le pregunté: «¿Qué haces aquí afuera?»
Tardó un poco en responder, como si estuviera volviendo de aquél punto infinito en el que su mirada la había estado refugiando. Cruzó sus brazos sobre sus piernas y agachó su cara entre ellos, apoyándola y ocultándomela a la vez. No la pude escuchar bien, pero respondió algo parecido a «estoy mintiendo».
Así era ella. Surrealista e incomprensible a veces. Dueña de un mundo al que a veces dejaba que le pusiera patas arriba, y con el que soñaba poder coger por los cuernos algún día. Algún día...
Pero no ese día. Estaba triste, enfadada, o fastidiada por algo. Fuera lo que fuere (y yo nunca lo iba a averiguar), le desbordaba por cada poro. Sentí bastante miedo; con ella mis "escudos" estaban totalmente bajados, y a esa distancia una cuchillada podía ser mortal. Querría regalarle una figurita mental tallada en hielo de su propia cara sonriente, y un comentario incisivo por su parte la podría reducir a trocitos, junto con el resto de mi ánimo.
No recuerdo cuál fue su siguiente frase, ni cómo consiguió escaquearse de mí sin moverse del sitio. Sólo recordé aquello de Ulises de "enfadarse es fácil". Y que, si no metiera tanto mis narices donde no me llaman, no tendría tantos problemas después. Pero también que fallar una y otra vez significa que, al menos, lo estás intentando.
El caso es que antes de darme cuenta, estaba en mi coche de camino a casa. Soñoliento. Pensando en nosotros como en una especie de fantasmas de dimensiones incompatibles cruzándose por azar en el mismo punto del espaciotiempo. Quizá algún día...
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