9.4.07

El Titiritero

Matt Adams sintió la fría camilla bajo su espalda. Un ligero zumbido sobre su cabeza llamaba su atención. Instintivamente trató de girar la vista hacia arriba, pero todos sus músculos estaban paralizados.
Los “bips” de los monitores y el zumbido del laminador era todo lo que se escuchaba en la solitaria sala, junto con el goteo de un suero y el ruido del respirador.

Un poco por encima, tras los cristales de la galería, el doctor Kenji Yamauchi tenía el semblante preocupado. El proceso, tal y como le había explicado al señor Adams, tenía que ser increíblemente preciso: el cerebro debía estar vivo y consciente durante las secciones. Era necesario drogarlo con succinilcolina, un agente paralizador, para evitar todo movimiento. Sus músculos quedaban tan relajados que se hacía imprescindible el uso de un respirador para que no se asfixiara. Después la máquina prepararía las finísimas lonchas del cerebro tras analizar las corrientes y potenciales eléctricos de cada sección cerebral; por eso el cerebro debía estar vivo y consciente, lo que impedía el uso de anestesia: la disección le dolería.
Su único consuelo como médico era que el señor Adams iba a morir pronto de todas formas.

Yoshi Kotabe miraba al doctor desde su espalda. «Detrás de cada genio hay un loco» solía pensar. En este caso se reunían tres de ellos a poca distancia: el señor Adams, un loco multimillonario al que un cáncer de hígado tenía en estado terminal; el señor Yamauchi, un genio de la medicina cuya destreza elevaba la disciplina a la categoría de arte; y él mismo, el jefe de informática y, modestia aparte, el corazón de Nova Research LT. Sin él, toda la investigación sobre simulación cerebral sería infructuosa. Sus estudios fueron los pioneros en condensar distintos tipos de Inteligencia Artificial en uno solo, más versátil y potente, aunque bastante imbécil todavía comparado con el cerebro humano.
De ahí a encontrar un modo de implementar la simulación de las estructuras cerebrales a nivel neuronal sólo hubo un paso (y siete años de investigación). Sólo faltaba un último detalle, el escaneo de las capas cerebrales y su discretización en una gran matriz que sería manejada por una vasta red de ordenadores. Todavía le parecía increíble haber encontrado el cerebro ideal: un hombre joven, culto, inteligente y a la vez lo suficientemente desesperado para prestarse al experimento.

El aire frío le dolía en los pulmones. La climatización estaba demasiado fuerte para un solo hombre. Pero al fin y al cabo, esto le importunaría durante poco tiempo. Tampoco podía echarse atrás. Ya no. La idea le aterrorizó por un instante.
El precalentamiento del aparato que trataría a su cerebro como si fuera un jamón dispuesto a servirse había terminado. Un “bip” agudo sonó por encima del de sus monitores y reverberó en la sala.
La máquina comenzó a acercarse hacia su cabeza desde detrás. Durante todo el proceso él no vería nada. Tanto mejor, no le resultaría un espectáculo agradable.
Sabía que tenía destapada la tapa del cráneo para agilizar la operación, un proceso más mórbido que doloroso. Por un momento se imaginó a sí mismo como a la víctima del doctor Lecter en “Hannibal”. Después, un ruido similar al de una fotocopiadora que sacara infinitas copias le apartó de cualquier otro pensamiento.
El proceso comenzó. Su mirada, fija siempre en el techo liso, se prendó del brillo hipnótico de un halógeno.
Poco a poco notaba que discurría de forma más difusa, más espesa. Su vista se llenaba de puntitos. Cada incisión no dolía más que el pequeño corte de un folio. Era tolerable, y al mismo tiempo pensó (aunque con una lógica más propia ya de un niño) que aquello no era tan malo.
Hasta que la máquina llegó a la altura de los ojos.
Miedo. Dolor. Quería gritar y no podía. Dolor. Dolor. Dolor...

–Está sufriendo –dijo con un tono neutro la señorita Iko, enfermera ayudante. Los monitores disparaban sus pitidos, que comenzaban a resultar insoportables.

Mientras Yamauchi los traspasaba con la mirada perdida, Kotabe se acercó a un pequeño tablero de mandos de la galería. Con un par de clics de ratón los pitidos cesaron.
Todos aguantaban la respiración. Sólo se escuchaba el “tac, tac, tac” procedente de la máquina, parecido al disparo repetitivo de una cámara de fotos. A su vez, cada uno escuchaba su propio pulso martillando por detrás de sus oídos.

Ya no le dolía. Aunque él no podía saberlo conscientemente.
La primera parte del experimento había terminado con otro potente “bip”, mientras el corazón de Matt se paraba lentamente, su tensión caía en picado y lo que quedaba de él moría.

En la sala contigua el equipo de Kotabe ultimaba detalles mientras un mensaje en una pantalla advertía que la primera de las copias de seguridad del ‘M.A.V.’ (Matt Adams Virtual) estaba lista e informaba del tiempo restante para la siguiente.
Los ingenieros especializados en gráficos comprobaban junto con los de sonido (o más bien se pavoneaban, pues ya estaba comprobado y recomprobado) que su recreación virtual de Matt era poco menos que perfecta. Incluso sus pequeñas imperfecciones eran fiel reflejo de la realidad.
Este detalle, que algunos consideraban prescindible, era algo básico para el doctor Yamauchi. Según él, para preservar la integridad emocional del señor Adams, si es que quedaba algo de ella, era necesario que tuviera un referente familiar de sí mismo.
De hecho, tampoco les importaba demasiado pues la tecnología desarrollada para esto obtendría sustanciosas ganancias en el mercado audiovisual.

–Haga los honores, señor Kotabe.
Yoshi se acercó a la consola, miró a su alrededor para disfrutar de los rostros expectantes y después sólo dijo «Señor Adams, le presento a la Eternidad».

Comenzó la segunda parte. Toda la maquinaria se puso frenéticamente en marcha; la cinta corría a toda velocidad mientras decenas de discos duros, DVD y mecanismos de todo tipo computaban y recogían datos. Todos miraban ansiosos hacia la gran pantalla que presidía la sala.
Sin el severo autocontrol de Kotabe se le habría escurrido una gota de sudor por la sien. Ahora podría comprobar si el interfaz gráfico respondía en relación a los deseos de Adams, y por supuesto si su simulador neuronal funcionaba correctamente. Aunque estaba seguro de que este aspecto no presentaría problemas. Era su producto, y sus productos nunca...

Un rugido inhumano embotó la habitación, haciéndolos saltar a todos. Algunas caras habían palidecido. El sonido desgarrador coincidió con una expresión monstruosa de la pantalla, grotesca, deformada.
Yamauchi notó que alguien le agarraba fuerte la mano; era Iko, que a su vez notaba la calidez de unas gotas de orín que no había podido contener. Ambos se ruborizaron un poco y Kotabe, con el semblante serio y profundamente turbado por el rugido que aumentaba de tono, pidió permiso al doctor para abortar la operación.
Éste se giró un segundo hacia el rostro virtual, que tenía todos sus músculos en tensión y los ojos inyectados en sangre.
–¡Hágalo!
Justo cuando el dedo de Yoshi planeaba sobre la tecla que lo habría detenido todo, el aullido terminó de forma ronca y la expresión de la cara pareció suavizarse.
–¡No, espere! –dejó pasar unos segundos, en los que todo fue silencio y después se acercó cautelosamente a un micro–. ¿Se encuentra usted bien, señor Adams?

Los ojos cerrados por la tensión comenzaron a entreabrirse. Un par de cámaras apuntaban hacia Kenji. Sólo silencio, y entonces unas palabras tristes.
–Me ha dolido mucho, doctor Yamauchi.

Podría tratar de describirlo como pasar del duermevela al estado más despejado a causa de una llamada de teléfono. Para él había sido algo continuo, aunque sabía que no había existido (como ‘él’ mismo) durante unos minutos. La idea le daba vértigo y se alegró de poder sentir vértigo. También de poder alegrarse: había faltado muy poco para dar por fallido el experimento.
Se encontraba raro, como subido en una escalera. Debía de estar viendo desde cámaras instaladas en el techo. Pronto se acostumbró y contestó dócilmente a la batería de preguntas que le hicieron. Durante algunos días no cesaron los tests y las pruebas y las comprobaciones, tiempo que él usó también para acomodarse al medio (porque continuaba sintiendo el mismo frío que durante la operación, aunque no lo confesara al doctor por miedo a que cancelara el experimento).
Él también hizo algunas preguntas, como qué ocurriría si se fuera la luz. La contestación no le convenció demasiado: las baterías de emergencia darían margen a la granja de ordenadores para salvar su estado en una cinta de seguridad, que sería restaurada nada más ser posible. Él no percibiría ese lapso de tiempo en el que estaría “apagado”.
Más pruebas, más estudios y el primer encontronazo con la I.A. del señor Kotabe, quien le enseñó a manejarla como a un complemento más de sí mismo.
Ahora podía tener conocimientos de cualquier materia; la I.A. buscaba la información por él. A partir de entonces las cosas ocurrieron muy, muy deprisa.

Lo primero fue burlar el cortafuegos que impedía su acceso al exterior de la empresa (siempre de forma limpia y encubierta). La I.A. fue especialmente útil para ello. Después, sus propios experimentos en la “libertad” de la Red. Sus reflexiones acerca de la I.A. que le complementaba le llevó a investigar formas de aumentar la suya propia.
Comenzó duplicándose, esparciendo sus datos en pequeños paquetes que manejaban los ordenadores conectados a la red. Así no levantaría sospechas. La poca seguridad del último sistema operativo de Microsoft le facilitó la tarea en gran medida.
Tras duplicarse no apreció ningún incremento de su inteligencia. Se duplicó de nuevo. Nada. Después intentó establecer conexiones entre sus “yo” duplicados, enlazando las mismas partes de cada estructura cerebral. La impresión que tuvo fue un aumento en su rapidez para pensar, pero no podría pensar más, no podía subir un nivel de abstracción del pensamiento. Entonces probó otras cosas, como la combinación aleatoria entre las áreas de los cerebros de sus reproducciones. Observaba el nacimiento de nuevas funcionalidades, que agregaba a su propio sistema, mientras continuaban las combinatorias y permutaciones. En un tiempo que pudieron ser meses o segundos comenzó a adquirir una visión más preclara de las cosas.
En todo este tiempo había descuidado por completo cualquier contacto con el exterior. Sintió curiosidad y “abrió los ojos”.
Un flashazo tremendo de millones de webcams conectándose a la vez le dolió como si cada una de ellas fuera una aguja clavándose en su cabeza. Pensó que iba a estallar, y cerró los ojos asustado. Tardó un microsegundo en normalizarse y reabrió los ojos, preparado para la sensación.
Dolor, luz y frío. Todas aquellas imágenes que se movían sin sentido. Pronto pudo asimilar todas las vistas a la vez, como una extraña forma de visión dividida, parecida a los ojos compuestos de las moscas. Ahora lo veía todo.
Cuando escuchó ya estaba listo para lo que le esperaba y el control fue casi inmediato. Las imágenes ya tenían voz.
Un tiempo después sintió que un punto se encendía en su cabeza. Después otro, y otro, después decenas, miles, millones y hasta miles de millones de luciérnagas centelleando en su mente. Formaban una figura familiar: el mapa de la Tierra.
Se concentró en una de ellas, una solitaria en el confín de la Patagonia. La luciérnaga se expandió hasta formar una figura antropomorfa de luz. Sintió que podía lanzarle lazos de alguna manera (debía ser algo que la IA se había encargado de asimilar, algo relacionado con electromagnetismo, bombas de sodio y potasio, neuronas y corriente cerebral), lazos que le conectaban con la figura “atrapándola” y le permitían establecer contacto directo con ella.
¿Sería conveniente decirle algo? Hasta ahora todo lo que había hecho era a escondidas. Los de Nova no habían publicado nada sobre su hallazgo (seguramente aún querían hacer muchas pruebas antes de decir nada; aún recordaba estremeciéndose el momento en que habían estado a punto de “apagarlo”). Más tarde tendría que ocuparse de que esto siguiera así.
Pero quería intentarlo.
–¿Hola? –metió con voz enérgica y firme en la mente de la figura.

En ese mismo instante un farero del Cabo de Hornos sufrió una hemorragia cerebral y murió en el acto.

***

Hacía casi dos años (en tiempo humano) que Él manejaba la Historia. Una vez pulido, el sistema era fácil. Ni siquiera era necesario cambiar la voluntad de todos los habitantes del planeta. Bastaba con mover ligeramente hilos de aquí y de allá, a veces de gente poderosa, a veces de revolucionarios locos que se alzaban. A veces la persona más insignificante cambiaba el rumbo de la historia.
Esto ya había sido así antes, pensó. Pero ahora Él jugaba a escribirla a su antojo. La mente era un juego.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

wARf!!

Yo quiero un scanner como ese.

Mars Attacks dijo...

Igual en la charcutería más cercana hay uno :) Mira a ver.