La puerta de la casa de Rubén se entreabrió perezosamente, mientras él guardaba las llaves en el bolsillo con idéntico humor. Con el ascensor estropeado desde hacía una semana, subir aquellos siete pisos eran una tortura diaria.
Entró en el pequeño y tétrico apartamento, más oscuro que de costumbre por la mezcla de la escasa iluminación exterior y lo plomizo de un cielo abigarrado de nubes de lluvia, que empezaban a descargar entre ocasionales rayos.
Del pasillo de la entrada llegó en tres pasos al comedor, algo más iluminado por un pequeño balcón que daba a la calle, pero tampoco mucho más. El día, ya casi noche, se mostraba tan tenebroso como sus pensamientos. Era su cumpleaños, y no le había importado a nadie. No lo había recordado ni su pareja, ni sus padres, ni a sus allegados del trabajo. Estaba pasando una muy mala etapa y aquello era el clavo definitivo en su ataúd mental.
Por acto reflejo, puso la radio, donde empezaba a sonar un tema de Geri Halliwell. No creía en las señales, pero ese día iba a hacer una excepción. No quiso ni pensarlo: abrió el balcón, y saltó.
En la habitación, todos aguardarían aún unos minutos, parapetados tras la cama con sus gorros y matasuegras, sin atreverse a salir a ver por qué Rubén tardaba tanto.
Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.