25.1.21

El último copo

Todo se había vuelto blanco hasta donde abarcaba la vista: árboles cubiertos de una capa azucarada, casas a las que les creía un curioso tupé de dos palmos, solares y parques donde se acumulaba obscenamente la nieve. Había por todos lados vehículos aparcados que iban desapareciendo poco a poco bajo un velo blanco, mostrando quiénes de sus conductores tenían experiencia previa y habían levantado los parabrisas y retirado el exceso de nieve en lo posible. También estaban, por supuesto, los de novatos como yo, que más que nevados, aparecían ya cristalizados en hielo, con glaciares rodeándolos.

En mi ingenuidad e inexperiencia, pensaba que, tras un par de días de sol, la nieve desaparecería tal y como había visto las pocas veces que en mi infancia había aguanevado en mi pequeño pueblo en el corazón de la sierra. Una semana después, en el corazón del país, comprobaba cómo era la tenue lluvia, y no el sol, la que hacía el mejor trabajo de limpieza. «Bueno, al menos no he intentado quemarla con un mechero», me autoconsolé encogiéndome de brazos mentalmente.

Aun sin quemarla, la nieve se iba volviendo cada vez más negra, convirtiendo el inocente y prístino espectáculo en un fiel reflejo del alma humana. Cada vez más dura, cada vez más ennegrecida. Una semana después, solo algunos de los más grandes cúmulos sobrevivían. Casi todas las áreas nevadas habían desaparecido ya. A veces, lo hacían dejando un rastro silente de su insospechado potencial de destrucción, principalmente en en forma de ramas de árboles cercenadas de cuajo del tronco, algunas tan grandes que superaban el tamaño de algunos arbustos y arbolitos de la zona.

Un par de días más y desaparecería hasta el último copo. Lo que lo tiznó, sin embargo, permanecería ahí. Y nos seguiría cubriendo. Cada día. A todos.


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

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