Ella se obstinaba en que no se podía echar de menos algo que no se había vivido. No creía que se pudiera sentir nostalgia de una relación que no fue, de un hijo que no se tuvo, añorar sitios que no se visitaron o desear haber nacido en utopías sociales pasadas o presentes. Sin embargo, yo seguía convencido de que no sólo se podía, sino que era lo que me estaba matando por dentro.
Le hablé de los sueños. De cómo aunque no sean “reales”, las sensaciones con las que te dejan al despertar lo son tanto como para descubrirte angustiado, aterrado o excitado. Le hablé de los libros. De cómo aunque no estén ahí “de verdad”, puedes meterte en la Tierra Media, Mundo Disco o Hogwards, o en una estación espacial rumbo a cualquier luna de Júpiter, y echar de menos aquellos tiempos, aquellos lugares, aquella gente en cuanto cierras las cubiertas.
Le hablé de física cuántica. De la interpretación de los multiversos que sugería que la realidad se escindía en cada colapso del estado cuántico de una partícula para atender a cada una de sus posibilidades. Universos paralelos en los que yo no le habría dicho tal cosa, o le habría dicho tal cosa, y tal vez ahora estaríamos juntos. Universos paralelos en los que ella no habría conocido al otro, o el otro le habría caído mal, y tal vez ahora estaríamos juntos. También habría, claro está, infinitos universos paralelos en los que, como en éste, tampoco estaríamos juntos, pero de eso preferí no hablarle. En muchísimos, infinitos, no habríamos nacido, jamás nos habríamos encontrado, o ya habríamos muerto. En muchísimos, infinitos, ni siquiera existiría la vida.
Pero en otros muchísimos, infinitos, ahora estaríamos charlando tumbados, conmigo jugueteando despreocupadamente con uno de sus graciosos tirabuzones del flequillo. Estaríamos paseando tranquilamente por la arena de una playa, o quizá llevando al parque a un pequeñajo con mezcla de nuestros rasgos, con los hoyuelos de ella y mis ojos marrones. Infinitas posibilidades que, más que imaginar, casi era posible recordar, paladeándolas, oliéndolas, palpándolas en mi cerebro con total nitidez.
En lugar de eso allí estábamos: despidiéndonos, agotando nuestros últimos minutos juntos aferrados a esa tonta discusión sobre la nostalgia como un gato que se agarra con las uñas a su cesta para que no le lleven al veterinario. Ella siguió defendiendo que aquello no era nostalgia. Antes de que nos arrancaran a nosotros de allí le acabé dando la razón, aunque no dejé pasar un extraño brillo en sus ojos que la traicionaba.
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Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.
17.10.16
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