Un buen día, no sé por qué, decidió que sus problemas de ligue se resumían en que tenía las uñas largas.
Era una chica, por todo lo demás, aparentemente normal. De hecho, era guapilla, esbelta, de ojos profundos y voz suave y bien modulada. Era simpática, tenía sentido del humor, y su claridad mental para comprender las cosas era incluso algo superior a la normal. Por supuesto, también tenía sus puntitos de irracionalidad que la hacían si cabe más interesante. La mujer perfecta, vamos.
Por eso no terminaba de entender que se le hubiera cruzado esa idea por la cabeza. Al parecer, algún que otro chico la había rechazado, o no le había hecho el caso que ella hubiera esperado recibir. Pero en fin, nada fuera de lo común (cada cual tiene sus gustos, y los hay que no quieren a la mujer perfecta, porque les sobrepase o les dé miedo o vaya usted a saber).
Ella insistía: que si aquél tipo que le gustaba acabó saliendo con aquella otra palurda y, si te fijabas, tenía las uñas más cortas que ella. «¿Tú me ves guapa?» me preguntaba, como si mi respuesta tuviera la más mínima validez. No era yo de quien necesitaba una respuesta afirmativa. Por supuesto, la veía guapa, y así se lo hacía saber. Le recordaba que la apariencia, en las personas con un mínimo de sentido común, era un aspecto secundario a tener en cuenta para querer estar con alguien o no y que, si había alguien que lo antepusiera -sobre todo en el estúpido caso de que fuera por tener las uñas largas-, esa persona probablemente no merecía tanto la pena como ella pensaba en un principio.
De todas formas, se cortó las uñas. Siguió pretendiendo a otras personas, con los mismos nulos resultados. «Dime que soy guapa», me sollozaba en ocasiones, cuando se derrumbaba al contarme sus esfuerzos inútiles por tener un acercamiento con tal o cual chico. De nuevo, la respuesta era afirmativa.
«Sigo teniendo las uñas demasiado largas», soltó de sopetón, como si fuera la única y mayor verdad del Universo. Le dije que se mirara las uñas: las tenía tan cortas como yo, algo normal, pero ella dijo «¿Lo ves? Son muy largas todavía.»
Y así comenzó el viaje hacia el infierno. Se cortó las uñas hasta el mismo borde de la carnecilla de la punta del dedo. Se pasaba la mayor parte del tiempo atenta a las uñas del resto de la gente, veía cómo otras chicas a las que no tenía nada que envidiar (o más bien al contrario) se quedaban con los chicos a los que ella pretendía. Comenzó a morderse los bordes de los dedos. Quizá eran los dedos lo que se veían demasiado alargados.
Cuando le dije que estaba cometiendo una tontería impropia de ella, me lanzó una mirada avernal. Me dijo que yo no era capaz de comprenderlo. Que las otras tenían manos más cortas. Que la dejara en paz. Yo le repliqué, de malas maneras, que quizá lo que tenía era el cerebro demasiado largo, y que igual eso sí que había que amputárselo. Tuvimos una fuerte discusión, y optó por no saber nada más de mí.
Durante los siguientes tres meses no dejé de pensar en qué clase de infierno se habría desatado dentro de su cabeza. En cómo era posible que viviera en un mundo con esas normas tan extrañas que se autoimponía, con explicaciones inauditas para las cosas más comunes. Deseé que hubiera sido algo transitorio, y que antes o después alguien se fijara en ella y se le pasara la confusión.
Cuando apareció en mi puerta, completamente demacrada, con los ojos hundidos, las clavículas, codos y rodillas marcados, el pelo revuelto, la cara pálida y las manos vendadas, se me cayó el mundo al suelo. En aquellas vendas se adivinaba la falta de varios dedos. Lloraba en silencio, y yo me supe incapaz de poder decir o hacer nada. Apoyó su cabeza en mi hombro y estuvo unos segundos callada, cogiendo aire y fuerzas.
«¿Tú me ves guapa? Dime que soy guapa.»Era una chica, por todo lo demás, aparentemente normal. De hecho, era guapilla, esbelta, de ojos profundos y voz suave y bien modulada. Era simpática, tenía sentido del humor, y su claridad mental para comprender las cosas era incluso algo superior a la normal. Por supuesto, también tenía sus puntitos de irracionalidad que la hacían si cabe más interesante. La mujer perfecta, vamos.
Por eso no terminaba de entender que se le hubiera cruzado esa idea por la cabeza. Al parecer, algún que otro chico la había rechazado, o no le había hecho el caso que ella hubiera esperado recibir. Pero en fin, nada fuera de lo común (cada cual tiene sus gustos, y los hay que no quieren a la mujer perfecta, porque les sobrepase o les dé miedo o vaya usted a saber).
Ella insistía: que si aquél tipo que le gustaba acabó saliendo con aquella otra palurda y, si te fijabas, tenía las uñas más cortas que ella. «¿Tú me ves guapa?» me preguntaba, como si mi respuesta tuviera la más mínima validez. No era yo de quien necesitaba una respuesta afirmativa. Por supuesto, la veía guapa, y así se lo hacía saber. Le recordaba que la apariencia, en las personas con un mínimo de sentido común, era un aspecto secundario a tener en cuenta para querer estar con alguien o no y que, si había alguien que lo antepusiera -sobre todo en el estúpido caso de que fuera por tener las uñas largas-, esa persona probablemente no merecía tanto la pena como ella pensaba en un principio.
De todas formas, se cortó las uñas. Siguió pretendiendo a otras personas, con los mismos nulos resultados. «Dime que soy guapa», me sollozaba en ocasiones, cuando se derrumbaba al contarme sus esfuerzos inútiles por tener un acercamiento con tal o cual chico. De nuevo, la respuesta era afirmativa.
«Sigo teniendo las uñas demasiado largas», soltó de sopetón, como si fuera la única y mayor verdad del Universo. Le dije que se mirara las uñas: las tenía tan cortas como yo, algo normal, pero ella dijo «¿Lo ves? Son muy largas todavía.»
Y así comenzó el viaje hacia el infierno. Se cortó las uñas hasta el mismo borde de la carnecilla de la punta del dedo. Se pasaba la mayor parte del tiempo atenta a las uñas del resto de la gente, veía cómo otras chicas a las que no tenía nada que envidiar (o más bien al contrario) se quedaban con los chicos a los que ella pretendía. Comenzó a morderse los bordes de los dedos. Quizá eran los dedos lo que se veían demasiado alargados.
Cuando le dije que estaba cometiendo una tontería impropia de ella, me lanzó una mirada avernal. Me dijo que yo no era capaz de comprenderlo. Que las otras tenían manos más cortas. Que la dejara en paz. Yo le repliqué, de malas maneras, que quizá lo que tenía era el cerebro demasiado largo, y que igual eso sí que había que amputárselo. Tuvimos una fuerte discusión, y optó por no saber nada más de mí.
Durante los siguientes tres meses no dejé de pensar en qué clase de infierno se habría desatado dentro de su cabeza. En cómo era posible que viviera en un mundo con esas normas tan extrañas que se autoimponía, con explicaciones inauditas para las cosas más comunes. Deseé que hubiera sido algo transitorio, y que antes o después alguien se fijara en ella y se le pasara la confusión.
Cuando apareció en mi puerta, completamente demacrada, con los ojos hundidos, las clavículas, codos y rodillas marcados, el pelo revuelto, la cara pálida y las manos vendadas, se me cayó el mundo al suelo. En aquellas vendas se adivinaba la falta de varios dedos. Lloraba en silencio, y yo me supe incapaz de poder decir o hacer nada. Apoyó su cabeza en mi hombro y estuvo unos segundos callada, cogiendo aire y fuerzas.
Pero ya no podía decile eso a un amasijo paranoico de aspecto repelente...
1 comentario:
Diferente estilo, pero me sigue gustando. Sigue escribiendo.
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