La primera estrella empezaba a mostrar un fulgor tenue, iluminando de gris azulado su horizonte de partículas de hidrógeno. A un Universo de distancia hacia cualquier lado, solo existía eso: nubes de hidrógeno, sazonado de ocasionales átomos de helio, acaso con algún átomo de litio extraviado. Ningún planeta al que iluminar, ninguna otra estrella a la que parecerse. Solo, y durante cantidades absurdas de tiempo, ella dando luz a la nada.
Decenas de miles de millones de años después, y durante un breve tiempo, el último po'ouli cantaba a pleno pulmón sus preciosos reclamos, intentando atraer a una pareja que ya no existía y sin entender que nunca iba a llegar.
Cientos de miles de millones de años después, el corazón de la última estrella terminaba de mostrar un fulgor tenue, iluminando de gris azulado su horizonte de cenizas. A un Universo de distancia hacia cualquier lado, solo existía eso: cenizas moleculares, demasiado frías y separadas como para agregarse en algo donde la vida pudiera arraigar. Ya nunca la volvería a haber. Ningún planeta al que iluminar, ninguna otra estrella a la que parecerse. Solo, y durante cantidades absurdas de tiempo, ella subsistiría, dando luz a la nada.
Billones de años después, el último de los agujeros negros también terminaría desvaneciéndose en la oscuridad, sin nada que alimentara su núcleo, sin nada más a su alrededor.
Al final, solo quedó el Universo siendo de nuevo una vacía nada eterna.
Este microrrelato participa de la iniciativa Café Hypatia.