Esta entrada participa en la iniciativa Café Hypatia.
15.12.24
Envenenada
25.11.24
Cincuenta cerillas
El fósforo restaña en la oscuridad tanto por su sonido como por su momento de deslumbramiento. Las paredes de esa profunda cueva no han visto la luz nunca antes. Cuesta acostumbrar la vista a pesar del escaso minuto que ha pasado desde que la batería del foco se averiara, y más vale no pensar en qué pasará cuando el medio centenar de cerillas se terminen.
El olor a infierno tras su ignición no tiene nada que hacer contra la pestilencia del terreno cenagoso. En cierto modo, su olor familiar quizá incluso lo mejora. La vista va adaptándose al nuevo resplandor, tan solo lo suficiente para ver una figura negra culebreando por la pared. El susto hace que la cerilla caiga al riachuelillo que escarba el suelo. El riachuelillo cuyo curso hay que intentar deshacer para llegar, cual cordón umbilical, a la salida de aquel laberinto de angostos pasajes.
Mientras otra cerilla busca su reemplazo, el cerebro procesa a toda velocidad qué era esa forma de la pared, llegando a la vergonzosa conclusión de que la causa del susto ha sido la propia sombra, o la de alguna parte del equipamiento. O eso es mejor pensar.
Los oídos intentan escrutar el más mínimo ruido, pero el bombeo de los latidos percutiendo en las sienes atenúa cualquier detalle revelador. Para cuando vuelve la luz, aquello que se moviera ya no está allí. Los movimientos del cuerpo o del equipamiento para intentar reproducirlos no dan fruto, y el tiempo es escaso: hay que moverse, y hay que hacerlo rápido y con cuidado: una torcedura por un mal paso, y no habría nada que hacer.
Cuarenta y ocho cerillas. Nada en el equipamiento que usar de antorcha improvisada salvo, quizá, la propia mochila, pero ese extremo mejor dejarlo para más adelante... si hay más adelante.
Mal momento para tener retortijones. Ya es mala la sensación de vulnerabilidad estando casi a oscuras como para necesitar aligerar tripas. Encima, entre los ruidos de las entrañas (¿son de las entrañas?) y esas punzadas de los nervios (¿son de los nervios?), no es fácil mantenerse atento al entorno. Quizá el ruido, o el calor, o la luz, han atraído a... algo.
La cerilla se consume hasta llegar a los dedos, y también es dejada caer al riachuelo. Cuarenta y siete cerillas.
Esta entrada forma parte de la iniciativa Divagacionistas.
15.11.24
28.10.24
Elige tu propia aventura
La figura se desplazó hacia una representación tridimensional holográfica cercana, aunque su movimiento se describía mejor como si todo el Universo fuera el que se había movido para que la figura terminara allí.
Aquel extraño pájaro gigante se quedó callado.
Y así concluyó el Primer Contacto entre un extraterrestre y un granjero de Iowa que comenzaba sus estudios a distancia de astrofísica.
Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.
15.10.24
Neotenia
Esta entrada participa en la iniciativa Café Hypatia.
30.9.24
A las puertas
Las decenas de fundíbulos restañan el aire al latiguear su pesada carga en dirección a los torreones por donde se intuye la sombra de Vlad paseando tras sus ventanucos. En el silencio que precede al ocaso, con los pocos animales salvajes espantados por los ruidos, las rocas silban amenazadoras. Ninguna consigue acercarse siquiera a los altos muros del castillo. Han calculado mal sus fuerzas, y la sobrenatural defensa de la fortificación les ha retenido más de lo esperado. El sol se pone, y justo cuando el primero de los atacantes se percata y echa a correr hacia la seguridad del bosque, una nube de oscuridad surge de uno de los ventanucos del torreón. El pequeño ejército del castillo se repliega: ya no necesitan hacer nada más. Gritos desgarradores inundan el ambiente. En unos minutos, todo habrá acabado y las bajas habrán sido repuestas con sangre nueva, nunca mejor dicho.
Pero la inmortalidad no les será eterna; mil años después –un suspiro para lo que podría haber sido–, el Príncipe de la Oscuridad es el último de su estirpe. La crisis climática ha complicado las cosas tanto para su principal fuente de alimento como para ellos mismos. Los humanos han sido diezmados una y otra vez, y prácticamente todos viven en una decena de macrociudades amuralladas distribuidas por todo el mundo, fuertemente defendidas para evitar el vandalismo de los forajidos que subsisten de intentar rapiñear a los cada vez menos pudientes. La radicalización de la distribución desigual de la riqueza está en su cénit, y un campo de fuerza en la puerta de entrada separa a los que vivirán de los que morirán.
Drácula ha conseguido infiltrarse en algunas de las otras macrociudades, pero sigue sin conseguir que le inviten a entrar en esta, y sus energías ya son escasas. En un último brillo de consciencia, piensa que toda su vida ha sido una burlesca y monótona sucesión de la misma rima, solo intercambiando de qué lado de la puerta se situaba. En unos minutos, todo habrá acabado.
Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.
15.9.24
Más de lo que el ojo ve (o «monos con ínfulas»)
La Tierra es plana. Y es el sol, y el resto de cuerpos celestes, los que giran a su alrededor. Este remedio funciona porque lo tomé y ya me siento mejor. Me lo recetó un médico. Y lo apoyó un Premio Nobel. Cómo va a haber calentamiento global si ayer hizo frío. Si tiene pene, es un hombre.
Haber sido capaces de desarrollar la ciencia para entender la realidad tras muchas cosas pese a sus apariencias nos ha llevado muy lejos. Pero sigue siendo un accidente fortuito para unos monos que, apenas ayer en tiempos geológicos, bajamos de los árboles, sin estar preparados para evitar, ni mucho menos abandonar, ciertas ilusiones. Aún queda mucho camino, que quizá tenga que recorrer nuestro relevo evolutivo digital.
Esta entrada participa en la iniciativa Café Hypatia.
15.7.24
Paso atrás
El pasado solo es cuestión de ir más deprisa. (Proverbio taquiónico)
Pausa.
Según la física cuántica, a partir de un estado dado siempre debe ser posible retroceder al estado inmediatamente previo.
Cuadro atrás. Cada estado cuántico pasa al anterior. A gran escala, no se aprecia ningún cambio.
Cuadro atrás. Ídem.
Cuadro atrás.
Demasiado lento. Vamos de nuevo hacia delante, pero esta vez un poco más rápido que la luz. Un poco más. Un poco más todavía.
Ahora todo empieza a revertirse de forma más manifiesta, desde los leves movimientos de lo más diminuto hasta los movimientos de supercúmulos galácticos.
Un poco más rápido. Más.
Bueno, qué porras, piso a fondo.
Un despliegue de carambolas cósmicas va apareciendo en reversa. Agujeros negros que se bifurcan en dos más pequeños, que a su vez parecen implosionar generando estrellas hiperluminosas, que van perdiendo el brillo (pulso arriba, pulso abajo), difuminándose en nubes de polvo. Estrellas y planetas deshaciéndose en nubes de polvo. Fogonazos cada vez más dispersos que van acercándose cada vez más unos a otros, y que terminan apagándose en una sopa oscura, que luego empieza, poco a poco, a tomar un color cada vez más brillante y a implosionar en su conjunto a una velocidad cada vez más elevada hasta que, de repente...
La cinta llega a su tope y se autoexpulsa del reproductor universal.
Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.
24.6.24
E-dad
La capacidad de virtualización del conectoma humano en un momento dado fue, quizá, el avance más celebrado en el 2095. En rigor, la virtualización de un subconjunto funcional del conectoma humano. Multivac (el nombre gracioso con el que se empezó a llamar a una de las IAs más avanzadas de la época) había aprendido a generar una réplica indistinguible del individuo original sin necesidad de reproducir dichas sinapsis.
La mala noticia es que éramos bastante más simplotes a fin de cuentas de lo que pretendíamos. No es que no fuéramos complejos, pero el núcleo de lo que realmente nos hacía individuos era fácilmente esquematizable con un par de billones de parámetros y el material auxiliar (recuerdos, fantasías, pasiones, ilusiones) se podía incluso rellenar fácilmente tomando como partida el material que el individuo o sus conocidos pudieran haber generado y plasmado en redes. Así pues, se podía incluso llegar a resucitar a individuos de los que hubieran quedado suficientes registros informáticos. No a ese individuo, claro, sino a uno perfectamente análogo.
La gente tenía la opción de "descargarse" e ir subiendo "puntos de control" en forma de actualizaciones conforme pasaba su tiempo. Dejaban en su testamento vital cómo les gustaría mantenerse una vez su cuerpo físico se perdiera. Por supuesto, no eran pocos los casos donde su virtualización, en cuanto se volvía operativa, tomaba una decisión distinta. Curiosamente, el material auxiliar se podía mantener inalterado entre ellas, acumulando todas las vivencias, sabiduría, buenas y malas experiencias, anhelos y miedos a lo largo de su vida, pero la gracia de poder procesarlas desde distintos esquemas mentales convertía una misma situación en historias muy distintas.
Surgieron multitud de nuevos retos, como que la virtualización conlleva una mayor facilidad para reescribir al gusto de uno el material auxiliar, o que un problema (por ejemplo, de pareja) cuando eres, a priori, eterno, puede ser más complejo de gestionar, pero en general la trascendencia nos vino a descubrir que seguíamos siendo monos con ínfulas, solo que ahora con más tiempo por delante que nunca.
Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.
29.4.24
Resbaladizo
Era la primera vez que trasteaba con ella, sin mucha idea de cómo usarla. Vio que, bajo el tarrito cilíndrico, de apenas un par de centímetros de alto, había un agujero tapado por una tela que invitaba a meter el dedo y empujar. Su torpeza al intentarlo provocó que la pastilla marronácea que contenía cayera al suelo, quebrándose en mil esquirlas. Se maldijo entre dientes, recogió como pudo cada pedazo, y repasó con el dorso de la mano el polvillo que había impregnado todo el suelo a su alrededor. «Bien, así no era».
Recogió también lo que quedaba de su dignidad («Al menos, no hay nadie mirando», pensó) y cogió el otro tarrito de la funda. Esta vez, encima del propio terciopelo, estudió el recipiente y sacó con cuidado la tela que envolvía la piedra, que había esperado cerúlea o jabonosa. Quedó hipnotizado por su color naranja oscuro al contraluz. Sabía que debía frotar la piedra contra las crines del arco y entonces entendió mejor la utilidad del agujero: era el arco lo que había que frotar contra la piedra, usando el agujero para presionarla hacia arriba cuando se fuera desgastando y no sobresaliera de los bordes del recipiente.
Empezó, pues, a frotar el arco, observando cómo se iba generando la misma virutilla que había tenido que limpiar poco antes. Parecía señal de que iba por buen camino. Esperaba que el polvo fuera similar a restos de jabón tras arañarlo, y se sorprendió de que fuera más similar al serrín tras lijar madera. Envió un mensaje a la chica que le había vendido aquel violín usado:
–Oye, ¿estas piedras se supone que son de cera o algo así para que el arco resbale bien en las cuerdas? Me parece que se han endurecido, ¿puede que se hayan resecado por el desuso?
–Qué va, al revés: es resina, para que no resbale y la fricción con las cuerdas pueda generar bien las notas.
Esta vez no se molestó en volver a recoger su dignidad. Total, en cuanto empezara a intentar tocar a continuación, se le iba a caer una vez más.
Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.
15.4.24
Toc, toc
Dice una buena amiga que todo el mundo vive en una especie de equilibrio de trastornos mentales. Que algunas personas, simplemente, tienen más desequilibrado ese equilibrio. Ella misma tiene un trastorno límite de la personalidad. Me gustaría saber qué pensaría de esto un antiguo colega, pero hace un tiempo ya que se suicidó. Ni siquiera llegué a saber qué le pasaba exactamente. A tenor de sus hiperrevoluciones y bajonas, quizá bipolaridad. Tanto da. No es el único que he conocido que ha estado en la cuerda floja de la depresión, pero sí de los pocos que ha caído de ella. Quizá esa elección de palabras ha sido desafortunada. Esa misma depresión la encuentro en tantísima gente, sobre todo en aquellos que me cuentan que no funcionan como el resto, que no son capaces de encontrarle sentido a cómo funciona el resto, que no logran dar pie en lo que a otros les parece un charco, y se están ahogando. Que nadie les entiende. Es difícil intentar hablar del tema con ellos sin que caigan en una fuga de pensamientos, derrapando entre ellos como un mono borracho a los mandos de un Ferrari. Uno hasta se enfadó inmensamente conmigo por intentar ayudarlo durante una crisis nerviosa... Lo «gracioso» es que está sin diagnosticar y a menudo piensa que es su pareja quien tiene los problemas. Que, probablemente, también. Todo el mundo. El problema es quién te ayuda: si la Sanidad está mal en general, la mental es la precariedad dentro de la decrepitud, o viceversa. Son muy pocos los que conozco que han conseguido recuperar cierto equilibrio gracias a ella. «Equilibrio» me parece una palabra muy hermosa. Me gustan las cosas equilibradas. Simétricas. Bien alineadas. En fin, las 23:00. He de irme ya. Te daría la mano, pero hoy no he traído el hidroalcohol. Suerte con la agorafobia.
Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.
26.3.24
El último bit
15.3.24
Punto azul pálido
Un mundo natural
Miles de especies
en frágil equilibrio:
hay que cuidarlas.
Un mundo entero
De las Marianas
a la línea de Kármán,
todo en tus manos.
Un mundo real
Punto azul pálido,
con tus luces y sombras
eres fantástico.
Un mundo irracional
Guerras y brujos,
fantasmas, credos, ritos:
monos con ínfulas.
Un mundo racional
Invierte en ciencia,
avanza la Humanidad,
salva el planeta.
Un mundo imaginario
Star Trek en mente.
Gaia solo es tu base.
Sal de la Tierra.
Un mundo complejo
Ciencia y creencias,
yates, hambre, obesos...
Mucho por hacer.
Estos scikus participan en la iniciativa Café Hypatia.
26.2.24
Sentido crustáceo
El arácnido ya estaba pillado, así que a mí me dieron la versión de Aliexprés. Sabía cuándo la cosa se iba a poner mal, pero justo en un punto en el que era incapaz ya de enderezar el asunto, o donde solo conseguía empeorarlo: me daba cuenta de que no llevaba las llaves de casa encima justo cuando empujaba el tramo final de la puerta para cerrarla; que quería coger una cucharilla más al cerrar el cajón de los cubiertos de un caderazo, bajando la mano a la vez que lo hacía y consiguiendo pillarme dolorosamente los dedos; que necesitaba los archivos que estaba a punto de eliminar para siempre mientras la señal nerviosa viajaba a toda velocidad hacia el dedo que bajaba para hacer click en el «sí»; que acababa de confundir la leche con el zumo de piña mientras lo echaba al vaso con cacao en polvo, o el vinagre de módena con la salsa de soja para aliñar la ensalada que me había llevado veinte minutos preparar. Veía con claridad el trompazo de mi hijo en el momento de dar la voltereta, ya sin margen de intentar impedir o amortiguar siquiera el impacto.
A veces lograba oír mi propio «¡NO!» justo mientras llevaba a cabo la acción fatal definitiva que me complicaría los próximos minutos, horas o días. Probablemente era el superpoder que merecía, pero desde luego, no era el que necesitaba.
Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.
29.1.24
Inesente
Recuperé la conciencia. Aún aturdida por la explosión y el golpe, pensé que me había quedado ciega. Pero la negrura infinita en la que flotaba se rajó, sobresaltándome, con una esfera mucho más brillante que la luna llena. Acomodé la vista en los segundos que tardó en salir de mi campo visual, reconociendo los recovecos de nuestra pequeña mota azul pálido, para volver enseguida a un negro absoluto.
Estaba rotando hacia atrás por un eje imaginario que pasaba atravesando mis caderas. Para alguien que me viera desde la tierra, podría parecer una acróbata borracha del Circo del Sol haciendo volteretas invertidas.
Intenté mover mis extremidades. Entumecidas, pero funcionales. Calculé que había pasado alrededor de una hora desde que nuestra nave saltó en pedazos durante el intento de acoplamiento, presumiblemente por un trozo de basura espacial que perforó inoportunamente uno de los tanques de propulsión. Si la ISS continuaba de una pieza, y sin saber a qué velocidad terminé tras la explosión, aún podrían faltar horas para verla aparecer por algún lado. Pero podría también tenerla a poca distancia y no distinguirla, igual que yo era virtualmente invisible para cualquiera que no estuviera a pocos metros de mí.
Intentaba ahuyentar el demonio de ese pensamiento, pero fue imposible: «Mamá va al espacio en su última misión y luego ya se quedará con vosotros para siempre. Estaré de vuelta antes de que os déis cuenta». Aunque no quería pensar en ello, en mi fuero interno sabía que mis horas estaban contadas. O minutos, puesto que mi traje no debía tener ya demasiado oxígeno. No me atrevía a mirar el indicador, como alguien con insomnio teme echar un vistazo al despertador solo para averiguar que está a dos minutos de la alarma.
Pensé en acelerar el proceso antes de que el miedo terminara atenazándome del todo. Pensé en desenroscar el caso y dejar entrar la fría nada a él. Quizá me daría tiempo de oler el aroma del vacío, la esencia de la inexistencia. Por otros colegas sabía que sería un olor similar a la barbacoa o al ozono tras una tormenta eléctrica. Pero también sabía que, antes de poder oler nada, mi cuerpo habría expulsado todo el aire de mis pulmones y habría congelado lo que quedara del resto. Me habría quedado inconsciente en segundos, hinchada como un sapo y eternamente congelada.
Subí mis manos a los cierres de seguridad del casco.
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15.1.24
Basura especial
«¡Pasen y vean! Deléitense con el espectáculo más asombroso del universo. ¡Sean bienvenidos al lugar donde la maravilla y la fascinación se entrelazan en un torbellino de extraordinarias proezas! ¡Déjense arrastrar por los insignes hallazgos que inundarán sus sentidos!
Vean esta especie de vehículo que, a pesar de su aspecto quemado, en su día probablemente fue de un rojo rabioso a juzgar por los análisis del material que lo recubre. ¿Qué clase de criatura era el ser que lo manipulaba? Aún es un misterio, ¡pero quizá algún día lo podamos averiguar!
Del extrarradio, encontrado bajo diez kilómetros de hielo, y atrapado por curiosos seres tentaculares, encontramos un artefacto que parecía pensado para... ¿contactarlos? ¿atacarlos? ¿atraparlos? Las herramientas de que dispone no lo dejan claro. También pueden ver, en ese tarro, uno de los tentáculos que pudimos rescatar de esos seres tan huidizos, junto con la aterradora representación que uno de nuestros aguerridos exploradores hizo de él cuando lo encontró, antes de caer en un extraño estado de locura.
Algo más allá, proveniente del lugar de arenas rojas, tenemos este monstruo mecánico de seis patas y dos brazos, junto con el pequeño ser volador. ¡Por los estudios de nuestras más avanzadas mentes, creemos que todavía podría levantar el vuelo si una luz potente baña su cuerpo y recibe la invocación adecuada! Pero, por desgracia, nadie ha descifrado aún dicha invocación.
Vean, vean este contenedor. ¿Podría parecer anodino, verdad? Contiene auténtica caca, pis y vómito de hombre y fue dejada extrañamente, expuesta al vacío del espacio, cerca de restos metálicos y textiles curiosamente decorados y otras cosas que parecen ser algún tipo de utillaje de prospección. Por supuesto, también pueden ver a su derecha algunos de los elementos más rimbombantes que también se encontraban por la zona, como esta esfera tan geométricamente astroblemada.
Y ahora, síganme. No pueden dejar de admirar una de nuestras joyas de la corona, la placa de un artefacto con la inscripción "Pioneer 10" en él. La placa gracias a la cual pudimos encontrar, a pesar de un pequeño gazapo, el lugar de donde proceden todas estas maravillas, ¡el planeta Tierra!
De allí también vienen todos estos cacharros que encontramos a su alrededor dando vueltas, una forma absurda de enviar lejos sus desechos, pero no debemos juzgarlos fuera de su contexto históricos.
Por último, pero no por ello menos fascinante... esto no es para todos los públicos, no miren si son aprensivos... Si siguen la dirección en la que apunto mi tentáculo podrán observar nada más y nada menos que ¡el cuerpo momificado del último habitante humano del planeta, que terminó sus días y los de su especie a la temprana edad de cinco años!
Muchos critican que no tuviéramos más cuidado cuando llegamos allí siguiendo el rastro de la placa y encontrando el resto de maravillas por el camino, pero, ¿cómo podíamos imaginar que iba a ser una raza tan exánime como para sucumbir ante uno de nuestros nanovirobots de nada?»
Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.