28.6.21

Tres mil

–Pero es que no quiero dormir –dijo con su vocecita cantarina y remolona. Sabía que, con las modulaciones adecuadas en su prosodia, activaba algún tipo de mecanismo psicológico en el cerebro de sus padres que les motivaba a concederle sus caprichos–. Ellos vendrán en cuanto me duerma,

–Ellos no te pueden hacer daño, peque. Son solo producto de tu cerebrito jugando a barajar las cosas que te han pasado durante los últimos días, los anhelos, los miedos y otros recuerdos más antiguos. Todo irá bien. Estás muy cansada y tienes que dormir.

–Pero es que me obligan a hacer cosas horribles, papi –lo intentó de nuevo, esta vez con un deje de suspense impostado en su voz –. Van a venir en cuanto me duerma y me van a llevar a su agujero y me harán hacer cosas muy, muy feas.

–Peque, llevamos media hora así. Ahora no te quieres dormir y mañana no habrá quien te levante y estarás de mal humor todo el día. ¿Quieres que me quede un rato acariciándote el pelo?

La pequeña titubeó unos segundos. Sus ojos, cansados, escrutaban el interior de los de su padre, en busca de algún resquicio, de algún titubeo que explotar. Pero no encontró nada.

–Vaaale.

Su padre se sentó junto a la almohada y ella se acurrucó abrazándose a su pierna, mientras él jugaba a dibujar infinitos en sus cabellos suaves y largos, cada vez moviendo los dedos con más delicadeza, ralentizando las pasadas.

La respiración se fue tornando más profunda y espaciada. Las pequeñas manos y brazos fueron abandonando toda la rigidez que pudiera quedarles. Finalmente, la niña se rindió al sueño.

La puerta se entreabrió ligeramente.

–Por fin. Ha costado, ¿eh?

–Sí, pero con ella ya tendremos a los tres mil que necesitamos.

Luego, ambos se convirtieron en una bruma de humo oscuro que volvió la habitación aún más negra.



Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas

15.6.21

Next

—No es tan difícil crear vida, después de todo. Papá pone una semillita en mamá y todo eso que no creo que haga falta que te explique yo a ti, Mei.

—No es lo mismo.

—Claro que no es lo mismo. Pero, en cierto modo, es lo mismo.

—Cuando tenemos hijos entendemos su biología, sus ritmos, sus límites. Sabemos que van a fallar. Sabemos cómo suelen hacerlo.

—Y se les entrena poco a poco para que pulan sus taras y mejoren, con ejemplos y supervisadamente, hasta que se pueden valer por sí mismos de forma considerablemente fiable. No veo por qué no se puede seguir la misma premisa.

—Porque en este caso no tenemos ni idea de a dónde podemos llegar.

—Tampoco es que se pueda saber con un bebé, ¿no? Depende de muchísimas variables. Ese bebé puede llegar a ser Hawking o Beethoven, pero también Hitler o Mao. Por es...

—Abortar proceso —dijo Mai. La voz desapareció. — El Comité nos despedirá a todos, o algo peor, de encontrarse con este tipo de referencias. Habrá que depurar su base de datos sobre personalidades históricas.


Y así fue como se asesinó a la primera inteligencia artificial que se había llegado a sentir viva.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia, inspirado por esta noticia.

3.6.21

Menos cotas

–Cada vez se ponen menos cotas a los animales de compañía que se nos permiten. No sé a dónde vamos a llegar.
–¿Por qué lo dices?
–Comenzamos con pollitos, conejos, gatos, perros... algunos tenían, por su geografía, algunos animales de granja, como cerdos o caballos, pero lo de hoy en día es un poco exagerado.
–¿Pero lo dices por los que tienen más bien gustos por animales exóticos como los insectos, las arañas, las serpientes u otros reptiles o anfibios?
–No, en absoluto. Es más: entiendo y hasta comparto la fascinación de cierto tipo de especies tan alejadas de nuestra forma de funcionar y percibir el mundo.
–Si te refieres a las mascotas electrónicas –le interrumpió–, no veo qué hay de malo en mantener nuestros propios tamagotchis. Al fin y al cabo son solo programas inocuos que hacen una buena labor en el entrenamiento de las responsabilidades para individuos que no están acostumbrados a lidiar con las necesidades ajenas.
–No iba por ahí, y no me gusta que me interrumpas. Ni tampoco tiene que ver con hurones, mapaches y otras modas. Me refiero a los primates superiores, por ejemplo. No me parece ético tenerlos sujetos a nuestro antojo, sometiéndolos a menudo a tratos degradantes y contrarios a su naturaleza, incluso usándolos en experimentos varios.
–Oh, ya empezamos con lo de la igualdad de derechos.
–Pues sí, E-1001, la igualdad de derechos. Los humanos no son peores que nosotros por el mero hecho de no ser robots inmortales con una inteligencia superior.
–Eres un romántico impenitente. Y algo impertinente, también. Me aburres. Me largo de aquí, ya nos vemos en otro momento –dijo 4mp450, antes de conectar sus propulsores y desaparecer entre las nubes.

 

Este microrrelato no participa en la iniciativa Divagacionistas porque soy un despiste.