28.6.21

Tres mil

–Pero es que no quiero dormir –dijo con su vocecita cantarina y remolona. Sabía que, con las modulaciones adecuadas en su prosodia, activaba algún tipo de mecanismo psicológico en el cerebro de sus padres que les motivaba a concederle sus caprichos–. Ellos vendrán en cuanto me duerma,

–Ellos no te pueden hacer daño, peque. Son solo producto de tu cerebrito jugando a barajar las cosas que te han pasado durante los últimos días, los anhelos, los miedos y otros recuerdos más antiguos. Todo irá bien. Estás muy cansada y tienes que dormir.

–Pero es que me obligan a hacer cosas horribles, papi –lo intentó de nuevo, esta vez con un deje de suspense impostado en su voz –. Van a venir en cuanto me duerma y me van a llevar a su agujero y me harán hacer cosas muy, muy feas.

–Peque, llevamos media hora así. Ahora no te quieres dormir y mañana no habrá quien te levante y estarás de mal humor todo el día. ¿Quieres que me quede un rato acariciándote el pelo?

La pequeña titubeó unos segundos. Sus ojos, cansados, escrutaban el interior de los de su padre, en busca de algún resquicio, de algún titubeo que explotar. Pero no encontró nada.

–Vaaale.

Su padre se sentó junto a la almohada y ella se acurrucó abrazándose a su pierna, mientras él jugaba a dibujar infinitos en sus cabellos suaves y largos, cada vez moviendo los dedos con más delicadeza, ralentizando las pasadas.

La respiración se fue tornando más profunda y espaciada. Las pequeñas manos y brazos fueron abandonando toda la rigidez que pudiera quedarles. Finalmente, la niña se rindió al sueño.

La puerta se entreabrió ligeramente.

–Por fin. Ha costado, ¿eh?

–Sí, pero con ella ya tendremos a los tres mil que necesitamos.

Luego, ambos se convirtieron en una bruma de humo oscuro que volvió la habitación aún más negra.



Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas

No hay comentarios: