23.12.19

El inicio

La cápsula empezó a emitir un fulgor anaranjado. La atmósfera de Marte era muy tenue, pero lo suficientemente espesa a esas velocidades como para necesitar tenerla en cuenta. O, como era el caso, aprovecharla para intentar un grácil aerofrenado durante la entrada.

Una vez atravesado el noventa por ciento del camino, los espectadores marcianos allí congregados observaron cómo, con una sutil voltereta, la cápsula apuntaba sus motores hacia el suelo y terminaba la maniobra de aterrizaje de forma impredeciblemente suave.

La mayoría huyó despavorida. Algunos temerarios se acercaron en corrillo alrededor de aquel extraño artefacto. Uno incluso se atrevió a lanzarle un pedrusco, que se vaporizó al contacto con la superficie de la cápsula. Esto provocó alguna deserción adicional en la involuntaria comitiva de bienvenida.

Durante algunos momentos que se antojaron interminables, no ocurrió nada apreciable. Luego, un apagado sonido de descompresiones y vapores desvaneciéndose precedieron la apertura de la escotilla principal.

Una nueva etapa estaba a punto de empezar. Los marcianos, antiguos descendientes de terrícolas llegados milenios atrás, no estaban preparados. Siglos de involución, de retorno a un primitivo equilibrio entre ellos y su precario entorno, los había devuelto a la naturaleza simiesca de la que procedían. Los recién llegados lo iban a tener muy fácil para cumplir su misión.

Esta entrada (pun intended) participa en la iniciativa Divagacionistas.

30.9.19

A. Pérez

Exactamente veintisiete mil doscientas treinta y dos líneas de código le llevó escribir la rutina. Bastante menos le llevó cambiar las persianas para que pudieran ajustarse al extravagante mecanismo de la pared. Las magulladuras en las manos por su poca habilidad con las nuevas herramientas que compró para la ocasión no tardaron en curar.

En total, aproximadamente dos meses de no ver la luz, en un sentido casi literal la mayor parte del tiempo. Y no solo por estar pegado al monitor de su portátil durante horas interminables leyendo pantallas y pantallas de líneas pulcramente indentadas escritas en C++. Una vez compilado el código, enlazado contra la librería de control del chip, y ejecutado en el sistema que había construido desde cero a propósito, el pequeño pero potente motor sería capaz de subir y bajar las persianas de su habitación con solo dar palmas: tres palmadas para abrir, cuatro seguidas para cerrar.

Solo quedaba probarlo. Dio tres palmadas, y se hizo la luz. Dio cuatro palmadas, y la oscuridad volvió. Sonrió para sus adentros.

Desde ese momento, por fin podría ahorrarse la pereza que le daba tener que estirar el brazo para bajarlas cada vez que le molestaba el sol.

Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.9.19

Aguafiestas

Repasó el estante junto a las sales milenarias del Himalaya que estaban a punto de caducar. Todos los tarros estaban impecablemente en fila, ordenados por tamaño (una estética armónica era fundamental en su negocio), con todas sus etiquetas mirando al frente en una formación digna del más disciplinado ejército.

Se le escapó una sonrisa de orgullo: tenía la mejor colección de aguas de todas las tiendas naturópatas que conocía: agua de mineralización fuerte, agua de mineralización débil, agua de mar, agua imantada, agua hidrogenada, agua con oxígeno, agua cuántica,  agua para vegetarianos, agua hexagonal, agua 0%, agua impregnada de información homeopática (perfecta para mantener un óptimo estado del sistema inmunitario), agua osmotizada directamente, agua osmotizada inversamente, agua cruda, agua alcalina, agua ionizada, agua energizante sin calorías, agua sin gluten, agua equilibrada... Todas las aguas que uno podía beber.

Y por eso se quedó lívido cuando entró el primer cliente de la tarde y preguntó por un bote de agua oxigenada.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

29.7.19

Desconectada

Lo primero fue ir desconectando de sus amigos tal y como sus padres iban mudándose de ciudad y hasta de país. Apenas tuvo conciencia de las primeras veces en la escuela, en contraste con lo dramático de las del instituto. Luego vino desconectar de sus padres cuando se emancipó. En parte, resentida por las depresiones que le granjeó, a su parecer, una infancia tan inestable. Después, a duras penas, desconectar de las jornadas de un trabajo que la esclavizaba. Algo que no hizo sino profundizar en sus tendencias depresivas forzándola a viajar de punta a punta del mundo con mil hoteles como hogar. Más tarde fue desconectando de sus pocas amistades y menos seres queridos cuando se introdujo en un grupo que le prometía una elevación espiritual y un trabajo mejor. Por fin parecía encontrar un remanso de paz en esa gente que no la juzgaba y apenas pedía una mínima implicación en el grupo, implicación que fue creciendo a costa de un trabajo que nunca acababa de llegar. A la postre, por accidente según las investigaciones del siniestro, se le desconecto el cable del líquido de frenos del coche precisamente cuando por fin amagó con desconectar de ese grupo. Un coche que consistía en el total de sus pertenencias en ese momento. Pasó unos días en muerte cerebral sin nadie que se preocupara por ella hasta que, finalmente, la desconectaron.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.7.19

Meteorito

Nueva entrada de bitácora.

De la interpretación de los registros (geológicos y documentales fósiles de los homínidos antiguos) hemos podido concluir el origen del evento de extinción masiva ocurrido hace diez millones de años. Las fechas concretas se pueden encontrar en el anexo.

Del estudio geológico se desprende un suceso similar al funcionamiento de algunos de los primitivos juguetes de esos antiguos humanos que se han recuperado; unas cajas que contenían un mecanismo que permitía darle cuerda a un muelle, sin que aparentemente ocurriera nada hasta que, pasado un punto, se liberaba toda esa energía contenida para mostrar algún tipo de representación grotesca (suponemos que con ánimo de espantar a otros de sus especímenes).

En el caso geológico, llegado a un punto de sobresaturación de compuestos de efecto invernadero en tierra y mar sin aparentes efectos hasta un momento dado, su liberación retroalimentada disparó el deshielo a escala global, elevando el nivel del agua como principal efecto catastrófico para la entonces especie predominante, seguido por el incremento de los eventos climáticos extremos.

Las condiciones de hacinamiento en algunos puntos, debido a las migraciones masivas de las zonas costeras, y la expulsión a la atmósfera de reservorios mcrobiológicos patógenos que permanecían en criogenia en el permafrost supuso la puntilla a un estado ya lamentable por el sustancial decremento de la producción agrícola y ganadera.

La toma de muestras de documentos ha sido más complicada, debido a que estaban en zonas de difícil acceso para las que hemos necesitado de dispositivos de respiración y protección en general que nos permitieran subsistir durante al menos un corto periodo de tiempo fuera de los ambientes habitables.

Del análisis documental, interpretando los textos obtenidos (a pesar de que se necesitarán posteriores estudios para descifrar el material encontrado en sus denominados "ordenadores"), se desprende que también tenían conocimiento amplio sobre la existencia de extinciones masivas previas en general, y en particular de la que sufrieron. Pero, al igual que no llegaron a desarrollar sistema alguno de prevención contra choques de asteroides (a diferencia de nuestra cultura), tampoco se tomaron en serio la amenaza de su intensa modificación del clima.

No deja de ser irónico que aquella especie mamífera que tuvo su oportunidad de evolucionar hasta autodenominarse "Homo sapiens sapiens" gracias a la extinción de los dinosaurios haya sido su propio meteorito y, por ello, ahora pueda ser nuestro turno. Pero de "sapiens" parece que solo tenían la palabra en su propia nomenclatura científica. Ellos nos hubieran llamado "Octopus sapiens sapiens".


Este microrrelato participa en la iniciativa de Café Hypatia.

27.5.19

A cara o cruz


–Mire, trabajo en investigación neurológica y puedo asegurarle que no existe tal cosa como la libre elección. Nuestros trabajos muestran que, en un momento concreto, nuestra respuesta ante un estímulo dado está predeterminada por nuestra configuración en ese momento en base a nuestras experiencias previas. ¿Sabía usted que una mujer que perdió temporalmente la capacidad de almacenar nuevos recuerdos por un accidente pasó casi diez horas repitiendo la misma conversación una y otra vez con su hija? Somos seres racionalizadores, no racionales, que autojustifican las decisiones que indefectiblemente iban a tomar. No somos más que un cableado complejo que escupe los mismos resultados ante los mismos eventos de entrada, amigo.
–No soy su amigo.
–Como quiera –titubeó–. Lo que quiero decirle es que ni siquiera el uso de esa moneda que pretende hacer servir como elección azarosa lo es realmente. Sus resultados están determinados por la fuerza exacta con la que su dedo lanzará la moneda, el punto de aplicación, el rozamiento de la misma con las moléculas del aire... El resultado es complicado de predecir dado que desconocemos esas variables, pero eso no significa que no esté predeterminado en el mismo momento en el que toma la decisión de lanzar la moneda. Y esa decisión, como decía, viene determinada por...

El disparo silenció el resto de la cháchara. Dos Caras limpió la salpicadura de la cara quemada de la moneda y la devolvió a su bolsillo. No le faltaba razón a aquel hombre, pensó, pero al más bajo nivel, la física cuántica permea el cosmos con su impredecibilidad. Al final del día, tanto daba. Enfundó el arma y se dirigió a por su próximo objetivo.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.5.19

El único fruto del amor


En una preciosa terraza gallega de suelo granítico, la madre elevaba el tono de la discusión sobre la educación de su hijo.
–No puedes andar todo el día con el móvil por ahí, te va a freír el cerebro –dijo ella entre caladas nerviosas.
–Pero mamá, todo el mundo lo hace –le replicó él, aún con la boca medio llena del plátano de la merienda.
–Ni mundo ni munda. Que luego nos vienen los cánceres.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia, dejando de deberes para el lector encontrar los tres elementos radiactivos ocultos en él.

29.4.19

Dragón infinito


El orbe reluce elevándose en el centro de la oscura sala. En su interior se adivina la forma de lo que has venido a robar. El menor instante de duda, el más mínimo paso en falso, y te verás condenado a un abismo eterno.

La fantástica joya no será siquiera para ti; te tienen atrapado en esa misión suicida aprovechándose de tus habilidades en el hurto con sigilo. En la estepa, tu mandador retiene a lo más querido por ti, y de tu éxito dependen sus vidas. Tu fracaso será el suyo.

No puedes creer que hayas vuelto a caer en la misma trampa de nuevo, aquella de la que tanto te había costado salir la última vez. O de la que creías haber salido. En un constante retorno de los acontecimientos, descubres con un punto de ironía la rima de tu destino, que casi puedes escuchar en boca de algún trovador borracho en la taberna.

Eso si es que alguien acaso recuerda tu nombre más allá de hoy. El dragón infinito, el Wyrm que engulle su propia cola, sigue y seguirá por siempre girando y girando dentro del orbe. Notas cómo todos tus músculos se tensan. Tus pupilas se dilatan. Tu corazón te marcará el ritmo. Cinco, cuatro, tres, dos, uno. Saltas con todo.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.4.19

Rescoldos

Notre Dame prendía. Los viejos conocimientos y arte que el fuego reducía a escombros, los nuevos conocimientos y arte a buen seguro los podrían restaurar.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

25.3.19

Al final de los tiempos, a mano derecha

De la Nada, surgió el Universo concentrado en un punto que, en un instante, experimentó una expansión aceleradísima. La reducción de energía fue facilitando que se desacoplaran los campos cuánticos, creando subpartículas diferenciables.

Estas fueron decayendo en otras, y alcanzando con el tiempo la estabilidad en forma de átomos o de radiación libre.

Los restos de materia y materia oscura que se fueran generando en mayor medida donde la energía había sufrido diferenciales mínimos en su origen debido al Principio de Incertidumbre, fueron condensando para crear nubes protoplanetarias, estrellas, galaxias enteras, en un entramado caótico con forma de esponja gigante.

Las estrellas fueron creciendo. Algunas explotaron y otras simplemente se apagaron. Otras surgieron de sus restos, y también explotaron y se apagaron. Algunos agujeros negros comenzaron a medrar en las vorágines de los centros galácticos. El espaciotiempo continuaba estirándose.

La vida surgió en varios planetas. En algunos, la partida duró más que en otros. Algunos llegaron a ser capaces de trascender del moho de sus rocas y hasta consiguieron expandirse por varias galaxias. Las estrellas se seguían formando. Algunas explotaban y otras, simplemente, se apagaban. El espaciotiempo continuaba expandiéndose.


Tras muchos eones, finalmente, las estrellas se fueron apagando, y no se formaron más. Los agujeros negros se fueron disipando. El espaciotiempo se expandió tanto que acabó por hacer trizas toda la materia. Hubo otra Nada, ligeramente distinta, pero de nuevo eterna.

–¿Lo ves? Te lo dije.

–Ti li diji, ti li diji –le replicó Dios.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.3.19

Plus ultra

No fue de extrañar que acabaran consiguiendo salir de su pequeña mota de polvo azul pálido y conquistaran, primero su galaxia y, con los eones, todo el Universo al que la velocidad de la luz les permitía acceder. Por supuesto, aquellos seres poco tenían que ver ya con los monos alopécicos con ínfulas de los que descendían. Aquellos que, aún en su pequeña roca, soñaban con ser dioses, sin saber siquiera todo lo que desconocían, guerreando y destruyendo su hábitat con una mezcla de tecnología e ignorancia que acabó por estallarles en la cara.

Tras la debacle global de finales del siglo XXI, los Saganitas lograron salir adelante, cultivando una pasión por el conocimiento y la racionalidad, aderezados con un trato humano exquisito a la hora de lidiar con posturas contrarias. Sobrepuestos por fin a sus demonios, dominaron su mundo.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

28.1.19

El lugar más frío

Apenas a medio kelvin de temperatura, el tercer lugar más frío del universo conocido era la nebulosa Boomerang, situada a 5.000 años luz de la Tierra en la constelación del Centauro.

En el Cold Atom Laboratory de la NASA un par de científicos trabajaban afinando las trampas magnéticas que confinaban los átomos en una situación que les permitía bajarlos hasta menos de un nanokelvin. Era el segundo lugar más frío del universo conocido.

Ella miraba a su colega de hito en hito a través de las protecciones oculares. Aún reprochándose su momento de desenfreno de la tarde anterior, producto de no estaba segura todavía de qué, se descubrió pensando en cómo iba a contárselo a su pareja. Tenía que contárselo o acabaría carcomiéndose por dentro.

Sabía cómo se lo iba a tomar. Para él, la lealtad era fundamental, y el daño iba a ser inestimable. Lo peor de todo es que ella era consciente de ello y, como quien evita decir cierta palabra inadecuada en una conversación peliaguda solo para descubrirse emitiéndola en voz alta, había ido directa a la línea de flotación de su primera relación estable en años. Durante algunos momentos, el lugar más frío del Universo estaría localizado en su corazón.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

5.1.19

Trece minutos

Es Nochevieja y despliego el mantel sobre la mesa. En lo que tarda en cubrirla sobrevolándola, salto treinta años en el tiempo. Una pequeña horda de niños preparábamos la larguísima mesa, colmándola de cubertería, «servilletas de las buenas», platos para la sopa, platos para las cáscaras, platos para los aperitivos, plato sobre plato en una mesa en la que no quedaba ni un resquicio para las bebidas, que terminaban en un rincón en el suelo.

Aquella casa apenas daba para vivir cuatro personas cómodamente. Vivíamos nueve en ella. Pero en Nochevieja éramos veintipico para cenar, en una versión del camarote de los Marx con tintes sureños. La abuela, matriarca del clan, presidía con su obesidad mórbida la mesa con el abuelo a su vera, dando órdenes a diestro y siniestro como una especie de buda militar, tratando de mantener la entropía del lugar a raya.

No era fácil: allí había cuatro hijas con sus respectivos maridos. Cada una de esas parejas contaba a su vez con al menos un gremlin por debajo de los doce años. Cada una con sus virtudes y sus miserias, sus broncas internas con sus parejas, con sus otras hermanas, con sus cuñados y con sus propios padres.

Así pues, era cuestión de tiempo que ciertos encontronazos fueran detonando en la sobremesa como cargas de C4 estratégicamente situadas en los cimientos de la familia. Dramas del todo a cien, como que la mayor no soportara perder la competición de qué hijos tenían el mejor expediente escolar con la siguiente del escalafón. O que la tercera siempre se pasara esa noche en la cocina preparándolo todo para que luego se lo criticaran. Y por supuesto, la alcohólica que maltrataba a sus hijos, amagando con largarse a mitad de la cena por a saber qué otra tontería esta vez. Yo era demasiado joven entonces para entender que todos sabían que se marcaba un farol, habiendo bebida gratis.

Pero luego, a medianoche, ocurría el milagro de la Trasmutación: dos segundos de silencio cuando la abuela gritaba que a callar, que iban los cuartos; el pistoletazo de salida tanto para las uvas como para todo tipo de supersticiones, desde anillos metiéndose en champán a papeles con deseos escritos quemándose negligentemente en un espacio abigarrado que podría convertirse en una trampa mortal a poco que algún fuego se descontrolara. Luego, los gritos y aplausos generalizados, los brindis y las lágrimas de algunos. Como las de mis abuelos, que año tras año vaticinaban que ése iba a ser su último año celebrándolo con nosotros. Por mi cabeza pasa fugaz el recuerdo del año en que no supieron que iban a sobrevivir a la hija que estrenaba su segundo matrimonio. Y el recuerdo del año siguiente, en el que al fin acertaron.

Vuelvo de nuevo al recuerdo de cuando aún estábamos al completo mientras intentábamos, de formas absurdas, abrazarnos todos con todos en un lugar donde no cabía un alfiler, derribando platos y vasos. En ese comedor, en esos momentos, se conseguían trece minutos de completa perfección cósmica, de Paz y Amor.

Luego, de nuevo, las rencillas.

El mantel se aposenta y cubre por fin la mesa donde mi pareja y mis dos hijos celebraremos este año las fiestas. No diré que echo de menos el jolgorio de los viejos tiempos. Aunque, a veces, sí.