15.2.20

El futuro

Tiene tres años, energías infinitas, y un hambre insaciable por saber. Por su nacimiento le regalaron un estupendo proyector celeste, cuyas estrellas la han acompañado, invariablemente, cada noche desde entonces. Algunas veladas se llenaron de historias sobre las estrellas, los planetas, las galaxias, las estrellas fugaces, las constelaciones, el Universo... y llegó un día, bastante lejano ya, en el que al "Papá, cuéntame un cuento" empezó a sustituirle un "Papá, cuéntame cosas del espacio".

Al principio le resultaría solo algo gracioso de memorizar y recitar sin entender qué decía: su dirección completa (y por completa me refiero a desde su número de casa y calle hasta el supercúmulo de Laniakea, pasando por el de Virgo, el brazo de Orión de la Vía Láctea y su sistema solar, del que repetía además los planetas en orden, incluyendo los cuatro enanos más destacados). Aprendió a encontrar su estrella, Adhara, en el cielo en "la patita de detrás de la constelación del Can Mayor, el perrito que persigue a Orión, la que parece una mariposa gigante". Aprendió a reconocer qué planeta era cuál por sus imágenes (todo esto más o menos, claro, que dos años son dos años). Aprendió las bases de la nucleosíntesis estelar que provoca que brillen. A que acaban como supernovas, enanas blancas, estrellas de neutrones o agujeros negros. Que el Universo terminará como una eterna y vasta negrura. Aprendió que, si una estrella fugaz viene gordita de casa, puede llegar a convertirse en un meteorito que cause una extinción como la que acabó con los dinosaurios (los no avianos, porque también sabe que hoy en día sigue habiendo dinosaurios entre nosotros, a los que conocemos como "pájaros").

Los dinosaurios le fascinaron inmediatamente, como no puede ser de otra forma. Su favorito (gracias en parte a los estupendos libros de mercadotecnia del McDonalds sobre la "Familia Treetop") es el Hatzegopteryx (que yo mismo no conocía hasta entonces). Aprendió que hay dinosaurios que comen hierba (usualmente de cuatro patas y dientes planos) y otros que comen otros animales (a menudo de dos patas y con dientes bastante más afilados). Aprendió rudimentos sobre la evolución, sobre cómo pasamos de ser unos bichitos flotando en el agua a algo parecido a plantas, luego algo parecido a peces, luego algo parecido a lagartijas, y de ahí sus queridos dinosaurios pero también nosotros, los mamíferos, que acabaríamos como algo parecido a ratitas, monitos y, finalmente, personas humanas que aprenden sobre todo lo anterior.

Ahora empieza a mostrar interés en lo pequeño: "Papá, déjame la lupa" (nota mental: comprarle una lupa antes de que me rompa el precioso galardón de ARP-SAPC), y sigue fascinada con lo más grande (nota mental: ya toca tener unos prismáticos apañados para que pueda ver en condiciones la luna y lo intente con Marte, Júpiter y Saturno; el telescopio tendrá que esperar un poco más).

Pero lo más fundamental de lo que está aprendiendo y seguirá aprendiendo es que no hay límites reales a lo que quiera aprender o a hacer. Da igual que sea en ciencia o en cualquier otro campo que quiera elegir. Quizá se encuentre con gente que le diga "las chicas no saben, las niñas deberían hacer otras cosas, las mujeres no pueden". Aprenderá a decirles el equivalente futuro de "sujétame el cubata". A hablarles de Hypatia, Herschel, Lovelace, Meitner, las Curie, Franklin, Noether, Rubin, y también de la científica que me dio para ella el proyector, en una época en la que sacrificaba su bienestar familiar y sus energías no solo para llevar a cabo sus estudios sobre transferencia molecular en las células, sino para proteger a la sociedad de los charlatanes que ponen en riesgo la vida de todos.

Mi peque, como todas (y todos), ha nacido siendo científica. Lo único que necesitaremos hacer es no estropearlo, ni dejar que lo estropeen.

Adhara admirando a dos grandes referentes nacionales de la ciencia.


Este relato participa en la iniciativa Café Hypatia.