15.4.24

Toc, toc

Dice una buena amiga que todo el mundo vive en una especie de equilibrio de trastornos mentales. Que algunas personas, simplemente, tienen más desequilibrado ese equilibrio. Ella misma tiene un trastorno límite de la personalidad. Me gustaría saber qué pensaría de esto un antiguo colega, pero hace un tiempo ya que se suicidó. Ni siquiera llegué a saber qué le pasaba exactamente. A tenor de sus hiperrevoluciones y bajonas, quizá bipolaridad. Tanto da. No es el único que he conocido que ha estado en la cuerda floja de la depresión, pero sí de los pocos que ha caído de ella. Quizá esa elección de palabras ha sido desafortunada. Esa misma depresión la encuentro en tantísima gente, sobre todo en aquellos que me cuentan que no funcionan como el resto, que no son capaces de encontrarle sentido a cómo funciona el resto, que no logran dar pie en lo que a otros les parece un charco, y se están ahogando. Que nadie les entiende. Es difícil intentar hablar del tema con ellos sin que caigan en una fuga de pensamientos, derrapando entre ellos como un mono borracho a los mandos de un Ferrari. Uno hasta se enfadó inmensamente conmigo por intentar ayudarlo durante una crisis nerviosa... Lo «gracioso» es que está sin diagnosticar y a menudo piensa que es su pareja quien tiene los problemas. Que, probablemente, también. Todo el mundo. El problema es quién te ayuda: si la Sanidad está mal en general, la mental es la precariedad dentro de la decrepitud, o viceversa. Son muy pocos los que conozco que han conseguido recuperar cierto equilibrio gracias a ella. «Equilibrio» me parece una palabra muy hermosa. Me gustan las cosas equilibradas. Simétricas. Bien alineadas. En fin, las 23:00. He de irme ya. Te daría la mano, pero hoy no he traído el hidroalcohol. Suerte con la agorafobia.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

26.3.24

El último bit

Como a todos los nacidos, le llegó su día. En su caso, como en el de tantos, demasiados años más pronto de lo que hubiera debido. Su cuerpo tardó aproximadamente un lustro en quedar reducido a polvo. Algunas personas que consideraba cercanas la olvidaron incluso antes de ese periodo. La mayoría, quienes la quisieron y en quienes dejó huella, la recordaron el resto de sus vidas. Su hija alargó esa memoria a sus nietos, y algún vestigio llegó todavía de ella a sus bisnietos. El legado de su vida continuó en su centro de docencia e investigación, con un aula que llevaba su nombre y una bonita plazoleta cerca del mar en su pueblo natal. Con las décadas, el centro fue suplido por otro más moderno, y los cambios arquitectónicos terminaron desmantelando la bonita plazoleta cerca del mar en su pueblo natal. Los discos duros que albergaban su memoria digital se fueron deteriorando, y los periódicos que guardaban sus mejores momentos y su necrológica se acumularon en algún sótano de alguna biblioteca, perdiéndose en alguna inoportuna inundación. Hubo un momento exacto en que el último bit de información de su existencia volvió a bailar en el caos de la alta entropía.


Esta entrada participa, si le dejan (va con retraso y encima, tarde), en la iniciativa Divagacionistas.

15.3.24

Punto azul pálido

Un mundo natural

Miles de especies
en frágil equilibrio:
hay que cuidarlas.


Un mundo entero

De las Marianas
a la línea de Kármán,
todo en tus manos.


Un mundo real

Punto azul pálido,
con tus luces y sombras
eres fantástico.


Un mundo irracional

Guerras y brujos,
fantasmas, credos, ritos:
monos con ínfulas.


Un mundo racional

Invierte en ciencia,
avanza la Humanidad,
salva el planeta.


Un mundo imaginario

Star Trek en mente.
Gaia solo es tu base.
Sal de la Tierra.


Un mundo complejo

Ciencia y creencias,
yates, hambre, obesos...
Mucho por hacer.


Estos scikus participan en la iniciativa Café Hypatia.

26.2.24

Sentido crustáceo

El arácnido ya estaba pillado, así que a mí me dieron la versión de Aliexprés. Sabía cuándo la cosa se iba a poner mal, pero justo en un punto en el que era incapaz ya de enderezar el asunto, o donde solo conseguía empeorarlo: me daba cuenta de que no llevaba las llaves de casa encima justo cuando empujaba el tramo final de la puerta para cerrarla; que quería coger una cucharilla más al cerrar el cajón de los cubiertos de un caderazo, bajando la mano a la vez que lo hacía y consiguiendo pillarme dolorosamente los dedos; que necesitaba los archivos que estaba a punto de eliminar para siempre mientras la señal nerviosa viajaba a toda velocidad hacia el dedo que bajaba para hacer click en el «sí»; que acababa de confundir la leche con el zumo de piña mientras lo echaba al vaso con cacao en polvo, o el vinagre de módena con la salsa de soja para aliñar la ensalada que me había llevado veinte minutos preparar. Veía con claridad el trompazo de mi hijo en el momento de dar la voltereta, ya sin margen de intentar impedir o amortiguar siquiera el impacto.

A veces lograba oír mi propio «¡NO!» justo mientras llevaba a cabo la acción fatal definitiva que me complicaría los próximos minutos, horas o días. Probablemente era el superpoder que merecía, pero desde luego, no era el que necesitaba.


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

29.1.24

Inesente

Recuperé la conciencia. Aún aturdida por la explosión y el golpe, pensé que me había quedado ciega. Pero la negrura infinita en la que flotaba se rajó, sobresaltándome, con una esfera mucho más brillante que la luna llena. Acomodé la vista en los segundos que tardó en salir de mi campo visual, reconociendo los recovecos de nuestra pequeña mota azul pálido, para volver enseguida a un negro absoluto.

Estaba rotando hacia atrás por un eje imaginario que pasaba atravesando mis caderas. Para alguien que me viera desde la tierra, podría parecer una acróbata borracha del Circo del Sol haciendo volteretas invertidas.

Intenté mover mis extremidades. Entumecidas, pero funcionales. Calculé que había pasado alrededor de una hora desde que nuestra nave saltó en pedazos durante el intento de acoplamiento, presumiblemente por un trozo de basura espacial que perforó inoportunamente uno de los tanques de propulsión. Si la ISS continuaba de una pieza, y sin saber a qué velocidad terminé tras la explosión, aún podrían faltar horas para verla aparecer por algún lado. Pero podría también tenerla a poca distancia y no distinguirla, igual que yo era virtualmente invisible para cualquiera que no estuviera a pocos metros de mí.

Intentaba ahuyentar el demonio de ese pensamiento, pero fue imposible: «Mamá va al espacio en su última misión y luego ya se quedará con vosotros para siempre. Estaré de vuelta antes de que os déis cuenta». Aunque no quería pensar en ello, en mi fuero interno sabía que mis horas estaban contadas. O minutos, puesto que mi traje no debía tener ya demasiado oxígeno. No me atrevía a mirar el indicador, como alguien con insomnio teme echar un vistazo al despertador solo para averiguar que está a dos minutos de la alarma.

Pensé en acelerar el proceso antes de que el miedo terminara atenazándome del todo. Pensé en desenroscar el caso y dejar entrar la fría nada a él. Quizá me daría tiempo de oler el aroma del vacío, la esencia de la inexistencia. Por otros colegas sabía que sería un olor similar a la barbacoa o al ozono tras una tormenta eléctrica. Pero también sabía que, antes de poder oler nada, mi cuerpo habría expulsado todo el aire de mis pulmones y habría congelado lo que quedara del resto. Me habría quedado inconsciente en segundos, hinchada como un sapo y eternamente congelada.

Subí mis manos a los cierres de seguridad del casco.



Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.


15.1.24

Basura especial

«¡Pasen y vean! Deléitense con el espectáculo más asombroso del universo. ¡Sean bienvenidos al lugar donde la maravilla y la fascinación se entrelazan en un torbellino de extraordinarias proezas! ¡Déjense arrastrar por los insignes hallazgos que inundarán sus sentidos!

Vean esta especie de vehículo que, a pesar de su aspecto quemado, en su día probablemente fue de un rojo rabioso a juzgar por los análisis del material que lo recubre. ¿Qué clase de criatura era el ser que lo manipulaba? Aún es un misterio, ¡pero quizá algún día lo podamos averiguar!

Del extrarradio, encontrado bajo diez kilómetros de hielo, y atrapado por curiosos seres tentaculares, encontramos un artefacto que parecía pensado para... ¿contactarlos? ¿atacarlos? ¿atraparlos? Las herramientas de que dispone no lo dejan claro. También pueden ver, en ese tarro, uno de los tentáculos que pudimos rescatar de esos seres tan huidizos, junto con la aterradora representación que uno de nuestros aguerridos exploradores hizo de él cuando lo encontró, antes de caer en un extraño estado de locura.

Algo más allá, proveniente del lugar de arenas rojas, tenemos este monstruo mecánico de seis patas y dos brazos, junto con el pequeño ser volador. ¡Por los estudios de nuestras más avanzadas mentes, creemos que todavía podría levantar el vuelo si una luz potente baña su cuerpo y recibe la invocación adecuada! Pero, por desgracia, nadie ha descifrado aún dicha invocación.

Vean, vean este contenedor. ¿Podría parecer anodino, verdad? Contiene auténtica caca, pis y vómito de hombre y fue dejada extrañamente, expuesta al vacío del espacio, cerca de restos metálicos y textiles curiosamente decorados y otras cosas que parecen ser algún tipo de utillaje de prospección. Por supuesto, también pueden ver a su derecha algunos de los elementos más rimbombantes que también se encontraban por la zona, como esta esfera tan geométricamente astroblemada.

Y ahora, síganme. No pueden dejar de admirar una de nuestras joyas de la corona, la placa de un artefacto con la inscripción "Pioneer 10" en él. La placa gracias a la cual pudimos encontrar, a pesar de un pequeño gazapo, el lugar de donde proceden todas estas maravillas, ¡el planeta Tierra!

De allí también vienen todos estos cacharros que encontramos a su alrededor dando vueltas, una forma absurda de enviar lejos sus desechos, pero no debemos juzgarlos fuera de su contexto históricos.

Por último, pero no por ello menos fascinante... esto no es para todos los públicos, no miren si son aprensivos... Si siguen la dirección en la que apunto mi tentáculo podrán observar nada más y nada menos que ¡el cuerpo momificado del último habitante humano del planeta, que terminó sus días y los de su especie a la temprana edad de cinco años!

Muchos critican que no tuviéramos más cuidado cuando llegamos allí siguiendo el rastro de la placa y encontrando el resto de maravillas por el camino, pero, ¿cómo podíamos imaginar que iba a ser una raza tan exánime como para sucumbir ante uno de nuestros nanovirobots de nada?»


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.