19.3.18

De horizonte a horizonte

La vista desde la cabina no tenía parangón: con muy poca humedad ambiental y el viento en calma, la mirada se perdía en el infinito azul entre un cielo ligeramente más cyan y un mar con un toque turquesa que reflejaba el sol en un caleidoscopio de reflejos.

El despegue transcurrió sin incidentes, y las tres pasajeras vieron cómo ese horizonte se iba reestructurando para convertirse en un espectáculo de luces contra un cielo negro. Luego, el único horizonte que podían ver era el de la banda clara de la Vía Láctea contra un manto negro tachonado de lentejuelas aquí y allá.

A pesar de los avances en materia de propulsión, el viaje hacia el centro galáctico aún iba a durar unos buenos ochocientos años. Ni siquiera estaban muy seguras de si, al despertar, aún habría alguien del otro lado de las comunicaciones para darles los buenos días. En cualquier caso, la criostasis les permitiría llegar en un estado óptimo al final de ese otro horizonte ficticio, donde les aguardaba el corazón de la galaxia.

El siguiente horizonte estaría en el centro de ese corazón, el corazón del cisne, el horizonte de sucesos del agujero negro Cygnus X-1. Allí se encontrarían, si las señales habían sido bien interpretadas, con una tecnología abandonada perteneciente a otra especie, que al parecer aprovechaba las tremendas fuerzas de marea de esa trituradora cósmica como fuente casi perpetua de energía. Y una vez allí, una vez estudiada y puesta al servicio de estos pequeños y curiosos monos viajeros, quién sabía cuál sería el siguiente horizonte, para ellas y para toda la Humanidad.

Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.3.18

Sin distancias

–¿En qué piensas?

Cada "tecleo" virtual en la pantalla del móvil se traducía en un diferencial de potencial del hardware de la pantalla que mandaba una señal a un chip que mandaba una interrupción al sistema operativo, que a su vez mandaba, primero por software, la señal de mostrar en la pantalla la letra pulsada, lo cual enviaba a su vez una interrupción por hardware a la pantalla y, a la vez, comenzaba el protocolo de envío por software, a la parte de red, del carácter ASCII que debería mostrar el otro interlocutor. Este proceso, resumiendo mucho, establecía un puerto virtual de escritura y escucha en el que se empaquetaría un bloque de información en un protocolo denominado TCP-IP, en el que por un lado se definiría en un primer envoltorio el control de transmisión que garantizara una comunicación sin errores y en orden, seguido del envoltorio IP que transferiría el paquete previo con la información de origen y destino y cierta información para que, una vez traducida la información virtual en señales eléctricas físicas codificadas mediante un complicado sistema, finalmente fueran transmitidas electromagnéticamente hasta un repetidor de señal o una antena que terminara redirigiendo una señal multiplexada con miles de otras mediante una red de enrutadores conectados por vastos kilómetros de un material tan avanzado como la fibra óptica. Una señal que, en este caso, terminaría además siendo lanzada al espacio por una estación de telecomunicaciones intermedia hacia un satélite puesto y mantenido en órbita por una miríada de otros fabulosos avances, para poder ser transmitida de vuelta (y siguiendo el proceso inverso) hacia un ordenador portátil que iluminaba la noche de un pequeño pueblo perdido en la montaña de un país situado en la otra punta del globo de donde surgió, con una lengua distinta, una sociedad distinta, una forma de gobierno distinta, una idiosincrasia distinta, en un proceso que, en conjunto, había durado menos de medio segundo.

–En nada.

Este relato participa en la iniciativa Café Hypatia.