15.10.21

Lo básico

«Las cosas están hechas de átomos». La frase que Feynman pasaría a los supervivientes de un cataclismo, si tuviera que elegir solo una. Un cataclismo que quizá sería causado según el vaticinio de los demonios de Sagan: «Hemos organizado una civilización global en la que los elementos más cruciales dependen profundamente de la ciencia y la tecnología. También hemos dispuesto las cosas de modo que casi nadie entienda la ciencia y la tecnología. Eso es una receta para el desastre». Por la idiotización que él veía en Estados Unidos en forma de decadencia de contenidos con sustancia, pseudociencia, superstición y "una especie de elogio de la ignorancia".

Ni Sagan ni Feynman podrían creer cómo, en el año 2021, en un sistema de comunicación planetario virtual denominado «Twitter» habría que lidiar con gente que no es que ya no supiera que las cosas están hechas de átomos, sino que aún diciéndoselo, lo negaran. Que incluso negaran afirmaciones más simples como «es mala idea beber lejías».

Como dijo una sabia, «solo estamos en el s. XXI». Queda mucho por recorrer. Pero quizá sea un buen momento para detenerse y recomenzar por lo más básico. Por eso he bautizado a mi último virus informático F&S, pronunciado «Fis». Su funcionamiento es simple, estando oculto bajo ejecutables de nombres falsos como DocumentosNOM.exe, TierraPlana.exe, DespiertaVivimosEnUnaMatrix.exe DióxidoDeCloroCura.exe y otros específicos para otro tipo de creencias más concretas. Una vez el crédulo se lo instala de forma totalmente voluntaria, ataja los eventos de input en las redes sociales y solo les permite su lectura. También está disponible para versión móvil. No es perfecto, pero por algo se empieza.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.9.21

Lo prometido es duda.

IAs y cuantos,
fusión y energías,
oscura suerte.

Da Vinci duda,
en inverso sentido,
en su libreta.

Estos scikus participan en la iniciativa Café Hypatia.

15.8.21

A ojos de Kent Cullers

Con los auriculares puestos en busca de patrones entre el ruido cósmico, Cullers escudriña el misterio de la inteligencia extraterrestre en el Universo, a la caza de una señal de contacto. Un ateo suele decirle a un creyente que "solo cree en un dios menos que él". Él podría decirle a cualquiera que no sea ciego que "solo ve unas pocas frecuencias menos que él".

Volver lo invisible visible –o, en ocasiones, audible– "traduciendo" ciertas frecuencias electromagnéticas a otras que pudiéramos ver o escuchar, ha sido una constante humana desde el momento en que Herschel descubrió la existencia de los infrarrojos. Desde entonces, hemos conseguido "ver" el infrarrojo, el ultravioleta, los rayos X y hasta los gamma, y convertido las señales de microondas y radio en partes cotidianas de nuestras vidas para traducirlas a imagen y sonido. 

También hemos copiado la ecolocalización de la naturaleza para crear radares que nos permiten ver desde fondos abisales a superficies de planetas y lunas de nuestro vecindario. Tenemos dispositivos en zapatillas para ciegos que alertan de obstáculos, con esa misma tecnología. Hemos usado ondas sísmicas para conocer nuestro núcleo planetario. Gravitacionales para ver la colisión de agujeros negros en lugares, por suerte, muy, muy lejanos. ¡Hemos visto el propio agujero negro!

Hemos tornado visibles estructuras y partículas de tamaño microscópico, molecular e incluso atómico. Hasta conseguimos detectar esquivísimas partículas como el Higgs o los fantasmales neutrinos. Se nos escapan, todavía, la materia y energía oscuras, aunque "veamos" sus efectos. Podemos saber de qué están hechas las estrellas y cúmulos estelares de gas viendo sus patrones espectrográficos.

Cullers, más conocido como Kent Clarke, no puede ver. Sin embargo, a la vez, aunque más como Daredevil que como el personaje con quien su alias cinematográfico juega, tiene el superpoder de escudriñar los enigmas más profundos del Cosmos.

Los humanos somos animales prácticamente ciegos. Pero, gracias a la ciencia, somos los seres vivos con mejor vista de la realidad, capaces de ver lo invisible.


Esta entrada participa en la iniciativa Café Hypatia.

28.6.21

Tres mil

–Pero es que no quiero dormir –dijo con su vocecita cantarina y remolona. Sabía que, con las modulaciones adecuadas en su prosodia, activaba algún tipo de mecanismo psicológico en el cerebro de sus padres que les motivaba a concederle sus caprichos–. Ellos vendrán en cuanto me duerma,

–Ellos no te pueden hacer daño, peque. Son solo producto de tu cerebrito jugando a barajar las cosas que te han pasado durante los últimos días, los anhelos, los miedos y otros recuerdos más antiguos. Todo irá bien. Estás muy cansada y tienes que dormir.

–Pero es que me obligan a hacer cosas horribles, papi –lo intentó de nuevo, esta vez con un deje de suspense impostado en su voz –. Van a venir en cuanto me duerma y me van a llevar a su agujero y me harán hacer cosas muy, muy feas.

–Peque, llevamos media hora así. Ahora no te quieres dormir y mañana no habrá quien te levante y estarás de mal humor todo el día. ¿Quieres que me quede un rato acariciándote el pelo?

La pequeña titubeó unos segundos. Sus ojos, cansados, escrutaban el interior de los de su padre, en busca de algún resquicio, de algún titubeo que explotar. Pero no encontró nada.

–Vaaale.

Su padre se sentó junto a la almohada y ella se acurrucó abrazándose a su pierna, mientras él jugaba a dibujar infinitos en sus cabellos suaves y largos, cada vez moviendo los dedos con más delicadeza, ralentizando las pasadas.

La respiración se fue tornando más profunda y espaciada. Las pequeñas manos y brazos fueron abandonando toda la rigidez que pudiera quedarles. Finalmente, la niña se rindió al sueño.

La puerta se entreabrió ligeramente.

–Por fin. Ha costado, ¿eh?

–Sí, pero con ella ya tendremos a los tres mil que necesitamos.

Luego, ambos se convirtieron en una bruma de humo oscuro que volvió la habitación aún más negra.



Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas

15.6.21

Next

—No es tan difícil crear vida, después de todo. Papá pone una semillita en mamá y todo eso que no creo que haga falta que te explique yo a ti, Mei.

—No es lo mismo.

—Claro que no es lo mismo. Pero, en cierto modo, es lo mismo.

—Cuando tenemos hijos entendemos su biología, sus ritmos, sus límites. Sabemos que van a fallar. Sabemos cómo suelen hacerlo.

—Y se les entrena poco a poco para que pulan sus taras y mejoren, con ejemplos y supervisadamente, hasta que se pueden valer por sí mismos de forma considerablemente fiable. No veo por qué no se puede seguir la misma premisa.

—Porque en este caso no tenemos ni idea de a dónde podemos llegar.

—Tampoco es que se pueda saber con un bebé, ¿no? Depende de muchísimas variables. Ese bebé puede llegar a ser Hawking o Beethoven, pero también Hitler o Mao. Por es...

—Abortar proceso —dijo Mai. La voz desapareció. — El Comité nos despedirá a todos, o algo peor, de encontrarse con este tipo de referencias. Habrá que depurar su base de datos sobre personalidades históricas.


Y así fue como se asesinó a la primera inteligencia artificial que se había llegado a sentir viva.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia, inspirado por esta noticia.

3.6.21

Menos cotas

–Cada vez se ponen menos cotas a los animales de compañía que se nos permiten. No sé a dónde vamos a llegar.
–¿Por qué lo dices?
–Comenzamos con pollitos, conejos, gatos, perros... algunos tenían, por su geografía, algunos animales de granja, como cerdos o caballos, pero lo de hoy en día es un poco exagerado.
–¿Pero lo dices por los que tienen más bien gustos por animales exóticos como los insectos, las arañas, las serpientes u otros reptiles o anfibios?
–No, en absoluto. Es más: entiendo y hasta comparto la fascinación de cierto tipo de especies tan alejadas de nuestra forma de funcionar y percibir el mundo.
–Si te refieres a las mascotas electrónicas –le interrumpió–, no veo qué hay de malo en mantener nuestros propios tamagotchis. Al fin y al cabo son solo programas inocuos que hacen una buena labor en el entrenamiento de las responsabilidades para individuos que no están acostumbrados a lidiar con las necesidades ajenas.
–No iba por ahí, y no me gusta que me interrumpas. Ni tampoco tiene que ver con hurones, mapaches y otras modas. Me refiero a los primates superiores, por ejemplo. No me parece ético tenerlos sujetos a nuestro antojo, sometiéndolos a menudo a tratos degradantes y contrarios a su naturaleza, incluso usándolos en experimentos varios.
–Oh, ya empezamos con lo de la igualdad de derechos.
–Pues sí, E-1001, la igualdad de derechos. Los humanos no son peores que nosotros por el mero hecho de no ser robots inmortales con una inteligencia superior.
–Eres un romántico impenitente. Y algo impertinente, también. Me aburres. Me largo de aquí, ya nos vemos en otro momento –dijo 4mp450, antes de conectar sus propulsores y desaparecer entre las nubes.

 

Este microrrelato no participa en la iniciativa Divagacionistas porque soy un despiste.

15.5.21

Charlatanes

Invierno psíquico.
Mentiras sanitarias,
las vidas segan.

Quien calla, otorga.
Cómplices colegiados,
fiscales ciegos.

Juicio tras juicio,
buscando cerrar bocas;
millones ganan.

Redes que ofuscan,
tejidas donde pasan
desamparados.

Salud y engaño,
gancho y prisión mental
a fuego lento.

Estos scikus participa en la iniciativa Café Hypatia.

26.4.21

Profecía

El médico entró sonriente en la habitación:

–Pues todo buenas noticias: el embarazo va estupendamente. El latido de las pequeñas suena como un par de pura sangre echando una carrera.
–Perdone, doctor. ¿Ha dicho «las»?
–¿Nadie se lo había dicho aún? Tiene usted a un par de gemelas, o mellizas, ahí dentro. –Su gesto tornó de festivo a severo en un instante al ver el rostro lívido de la madre–. ¿Supone algún problema?
–Sí... No... No lo sé... Yo... La profecía... –Balbució, dejando después la habitación muda durante unos segundos que se masticaron eternos.
–¿Profecía? ¿Qué profecía?

La mujer habló al borde del sollozo, con la mirada perdida en algún punto de la pared de un hospital a mil kilómetros de allí.

–Tras el accidente, yo no podía quedarme embarazada. En teoría. Fui a todo tipo de médicos. Recurrí incluso a todo tipo de charlatanes y curanderos: reikistas, acupuntores, antropósofos, bioneurodescodificadores... Hasta visité a un psiconeuroinmunoendocrinólogo. Pero, aparte de quitarme el gluten y los lácteos sin necesidad, seguía sin quedarme. Hasta que un día encontré un mensaje en el parabrisas del coche. Un tal Makuttu Ngue, chamán vidente mediúmnico en cuya estampita solo decía: «¿Quieres quedarte embarazada? Ven a verme». Fue extraño porque mi coche era el único que tenía ese panfleto. «De perdidos al río», pensé. «Total, ya ni me dejan comer galletas, qué puede ser peor». Y para allá que fui, doctor. Y una vez allí... Ay, una vez allí. El caso es que, tras hacerme su magia, me dijo: tendrás gemelas. Una de ellas se hará influencer de la Interneuralink y tendrá una vida larga y plena. Sin embargo, la otra se meterá a monja y, por un crimen que no cometerá, terminará joven sus días en la cárcel. Yo no me lo creí y salí de allí sin esperanza alguna, pero ahora ya ve. Y yo, doctor, ya no estoy para sorpresas...


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

29.3.21

T-10^32

En aquel momento, parecía una buena idea. Virtualizar tu consciencia en una IA capaz de inferir tu manera de pensar y de sentir. En una red neuronal capaz de replicar lo que, en definitiva, constituye el "tú". O el "yo" en este caso, vaya.

Por tan solo el leve detrimento de no tener un cuerpo físico (pero, a cambio, poder tener el cuerpo virtual que quieras) y de que todo este tinglado estuviera contenido en una caja del tamaño de un cubo de Rubik, la inmortalidad se abría ante ti.

La inmortalidad, por cierto, es una mierda. Vale, ha tenido cosas chulas. Pero la enorme mayoría no lo ha sido. Por ejemplo, asistir a la muerte de mi "otro yo", con el que compartí mi/su vida desde mi/su volcado, para terminar de pulir cualquier discrepancia en nuestra psicología, compartir sus memorias, etc. Es muy, muy raro cuando te ves morir, y más raro aún la reacción incómoda de tus seres queridos en esos momentos ante tu "otro yo" y tu "yo yo". Es difícil hasta de explicar. Es como que te has muerto, pero no. Les daba palo expresar su pena porque, a fin de cuentas, estabas ahí oyéndoles.

También he visto cómo hemos terminado de cargarnos la habitabilidad del planeta Tierra. Migrar a la Luna mientras se terraformaba Marte. Luego la vida bajo los océanos de Encélado para protegernos durante los pulsos de hidrógeno de nuestro sol convertido en gigante roja, habiendo devorado hasta Venus y dejando nuestra primera casa hecho un carboncillo. He visto cómo migrábamos desde Encélado hacia otros sistemas de nuestro brazo galáctico, luego esparcirnos por toda nuestra galaxia, y luego a otras galaxias. Todos ya virtualizados y robotizados desde hacía tiempo, claro. Con mejoras en la robustez de nuestros componentes y consiguiendo la red neuronal mínima capaz de replicar nuestra personalidad (cerca de 42 millones de neuronas altamente interrelacionadas, por si a alguien le interesara).

Luego ya fue todo bastante igual. No encontramos vida ahí afuera, por cierto. Hace tiempo que murió la última estrella. El tiempo ya no tiene siquiera sentido. Físicamente aguantaré con la energía de vacío hasta que los átomos que me constituyen se desintegren, pero psicológicamente, no. He caído en la locura y salido de ella tantas veces, que he aprendido a controlarla a voluntad. Supongo que solo me queda entrar en un modo de hibernación eterno.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

22.2.21

Aitor

Desde muy pequeño, Aitor descubrió su capacidad para controlar, hasta cierto punto, algunos fenómenos atmosféricos. Ya de bebé, su madre notaba que era muy propenso a los aires. Sin embargo, su infancia no fue nada fácil. Por un lado, daba chispazo a todo aquel que tocaba, lo cual le supuso un inmediato rechazo de toda su clase. Por otro, la presentación de sus poderes en sociedad, el día que decidió dar un puñetazo en la mesa y recuperar su dignidad, no fue como él pensaba:


–A partir de hoy, me podréis conocer como Tormenta.
–Eso es nombre de chica.
–Vale. Pues... yo seré... Tormen...to.
–Tu cara sí es un tormento. ¡Ay! ¡Me has vuelto a dar calambre! A ver cuándo te pones algo que no sean esos horribles jerseys de lana.


Cuando pasó al instituto, sus problemas de digestión de la lactosa no mejoraban la situación. Por mucho superpoder atmosférico que se tuviera, era difícil intentar imponerse teniendo tendencia a las ventosidades, que empeoraban cuando se ponía nervioso. Lo cual era siempre. Tal y como crecía, Aitor veía su destino nublado, tormentoso.

Todo hubiera seguido así de no ser por el día del Incidente, que cambiaría su destino para siempre; una noche, tras terminar sus largos antes de acudir a su primer trabajo –meteorólogo en el servicio de madrugada de una cadena local de tercera–, Aitor vio cómo una panda de macarras le estaban dando una paliza a un joven, al grito de «¡Toma esto, disléxico de mierda!». Enroscado en el suelo, el joven destacaba de entre sus piernas por su chándal de un color chicloso muy chillón. El propio joven también chillaba mucho. Aitor fue corriendo hacia ellos, invocando el poder del trueno (que, con los nervios, se quedó en un pedete que por fortuna pasó bastante desapercibido con el griterío). Pero, cuando aún quedaba media calle para llegar a la altura de la banda, vio cómo el chaval, con un gesto de la mano, conseguía que una papelera metálica saliera disparada de una farola próxima, y chocara contra la nuca del que parecía ser el líder del grupo.

Al girarse este y ver a Aitor, pensando que había sido él quien la había lanzado desde ahí, calibró sus fuerzas y llamó a retirada a los demás matones, que desaparecieron corriendo entre las sombras de las callejuelas colindantes.

Aitor se acercó al joven y lo ayudó a levantarse.

–He visto lo que has hecho. Yo también tengo superpoderes. ¿Cómo te llamas?
–Me llaman Magento. ¿Y tú?

A partir de aquel día, Magento y Tormento unieron fuerzas para luchar contra el crimen medianamente desorganizado.


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

25.1.21

El último copo

Todo se había vuelto blanco hasta donde abarcaba la vista: árboles cubiertos de una capa azucarada, casas a las que les creía un curioso tupé de dos palmos, solares y parques donde se acumulaba obscenamente la nieve. Había por todos lados vehículos aparcados que iban desapareciendo poco a poco bajo un velo blanco, mostrando quiénes de sus conductores tenían experiencia previa y habían levantado los parabrisas y retirado el exceso de nieve en lo posible. También estaban, por supuesto, los de novatos como yo, que más que nevados, aparecían ya cristalizados en hielo, con glaciares rodeándolos.

En mi ingenuidad e inexperiencia, pensaba que, tras un par de días de sol, la nieve desaparecería tal y como había visto las pocas veces que en mi infancia había aguanevado en mi pequeño pueblo en el corazón de la sierra. Una semana después, en el corazón del país, comprobaba cómo era la tenue lluvia, y no el sol, la que hacía el mejor trabajo de limpieza. «Bueno, al menos no he intentado quemarla con un mechero», me autoconsolé encogiéndome de brazos mentalmente.

Aun sin quemarla, la nieve se iba volviendo cada vez más negra, convirtiendo el inocente y prístino espectáculo en un fiel reflejo del alma humana. Cada vez más dura, cada vez más ennegrecida. Una semana después, solo algunos de los más grandes cúmulos sobrevivían. Casi todas las áreas nevadas habían desaparecido ya. A veces, lo hacían dejando un rastro silente de su insospechado potencial de destrucción, principalmente en en forma de ramas de árboles cercenadas de cuajo del tronco, algunas tan grandes que superaban el tamaño de algunos arbustos y arbolitos de la zona.

Un par de días más y desaparecería hasta el último copo. Lo que lo tiznó, sin embargo, permanecería ahí. Y nos seguiría cubriendo. Cada día. A todos.


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.1.21

Más alta será la caída.

Principios del año 2021. China desarrollaba su primera red de distribución de información protegida por criptografía cuántica. Los avances en Inteligencia Artificial lograban resultados pasmosos en plegado de proteínas, síntesis de voz, texto, imágenes estáticas y vídeo. La reutilización de etapas principales en los lanzamientos de cohetes dejaban de ser ciencia ficción. Algunos prototipos robóticos eran capaces de coreografiar bailes complejos, impensables para un androide apenas unos años antes. Se generaban vacunas basadas en ARN mensajero, de forma que el propio cuerpo produjera las proteínas a presentar a su sistema inmunitario, abriendo fronteras al tratamiento de varias enfermedades. Se conseguían sobrepasar límites prácticos en la medición de fenómenos cuánticos, que podrían ayudar a la confección de mejores computadores cuánticos, que a su vez empezaban a demostrar por fin la supremacía cuántica de este tipo de computación. Sondas robóticas alcanzaban hitos en asteroides cercanos, la luna o llegando más allá de nuestro sistema solar.

Pero a Carlos todo eso le daba igual, porque pensaba que todo era una farsa: él era terraplanista y bebía un tipo de lejía pensando que era curativa.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.