26.12.22

Equilibria

Había una vez un elefante que se encontraba muy preocupado porque no podía encontrar el equilibrio. Había intentado todo, desde hacer yoga hasta usar una tabla de equilibrio, pero nada parecía funcionar.

Un día, decidió pedirle consejo a una hormiga. "Hola, hormiguita sabia -dijo el elefante-. ¿Podrías ayudarme a encontrar el equilibrio?".

La hormiga le miró con curiosidad y le preguntó: "¿Qué es el equilibrio para ti, elefante?".

"Bueno -respondió el elefante-, es esa sensación de armonía y estabilidad que te permite avanzar sin caídas ni tropiezos".

La hormiga asintió y le dijo: "Creo que entiendo lo que quieres decir. ¿Has probado a ponerte de cuatro patas y a distribuir tu peso de manera uniforme?".

El elefante se quedó pensativo un momento y luego dijo: "¡Eso es! ¡Eso es exactamente lo que necesito! ¡Gracias, hormiguita sabia!".

Con su nuevo conocimiento, el elefante finalmente logró encontrar el equilibrio y se sintió más seguro y estable que nunca. Y a partir de ese momento, siempre recordaba la valiosa lección que le había enseñado la hormiga: a veces, la sabiduría más valiosa viene de lugares inesperados.

Pero, en realidad, este relato no es el que yo quería contaros, y ni siquiera es mío, sino de una inteligencia artificial a la que he pedido que lo redacte, por pura curiosidad. El resultado (o los resultados, pues he hecho varias pruebas) me han puesto los pelos de punta en algunas ocasiones y, aunque ninguna de las pruebas me ha parecido totalmente convincente, sin duda suponía una vía para inspirar ideas muy interesante.

La historia que en realidad yo quería contaros es la que nos espera: nuestra especie tiene ante ella una serie de revulsivos importantes, que puede ayudarnos a avanzar enormemente o suponer un caos aún más grande del que ya vivimos. Lo más probable es que ambas sendas convivan en una especie de... equilibrio.


 Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.12.22

¿Qué sabes de las pseudoterapias?

Acababa de dar una charla para la Asociación Española Contra el Cáncer en Zaragoza. Tuvo un punto de polémica en el turno de preguntas porque, a pesar de haber expuesto asuntos como los ensayos clínicos doblecegados y triplecegados para disminuir los autoengaños, que el que un Nobel dijera algo no lo convertía automáticamente en válido, que no por ser algo natural implicaba que fuera beneficioso para nosotros, o que, en salud, una «terapia milenaria» era más bien sinónimo de una propuesta supersticiosa y ampliamente superada por el conocimiento, un par de asistentes (quienes creo recordar eran enfermeras) insistían en que a ellas el reiki o la homeopatía les había ido estupendamente. Hacia ese momento, mientras les reexplicaba la invalidez del amimefuncionismo como prueba para evaluar la eficacia de nada, fue cuando entró en la sala una mujer menuda, que se quedó junto a la puerta.

Al terminar la charla, se me acercó, pidiéndome disculpas por haber llegado muy tarde a una charla que le interesaba mucho, y prácticamente me raptó, sentándonos en unas escaleras en el exterior del aula que necesitaban cerrar, para que le contara algunos puntos que le interesaban especialmente, como la acupuntura. Me confesó que su madre se la aplicaba y, aunque ella no estaba muy convencida, como no veía que le causara daño, la dejaba hacer. Le comenté que un daño básico era que la desinformación sanitaria mermaba su capacidad para la autodeterminación terapéutica de cada uno, más allá incluso del daño económico, pero que justo la acupuntura tenía un registro de daños nada menospreciable: desde oblitus hasta neumotórax, pasando por infecciones por mala esterilización, hemorragias, o las dolorísimas neuritis.

—Ah, sí —me dijo —. Una vez volvió a casa con una aguja clavada aquí —se señaló el centro de la frente.

Yo le hice un gesto para indicarle que ahí lo tenía, y ella parpadeó rápido y, cambiando de tema, me preguntó que cómo era que un informático había dedicado tanto tiempo a estas historias. Le conté cómo siempre había tenido una vena divulgativa, quizá porque la mitad de mi familia son profesores, y que cuando una pseudoterapia sectaria llegó a mi vida vía una amiga, que mi entonces pareja y yo perdimos en cuanto le comentamos que aquello que nos contaba no tenía ni pies ni cabeza y pintaba a secta, nos dio por tirar del hilo y terminamos descubriendo una industria muy estructurada que se infiltraba sin problemas en universidades, hospitales, colegios sanitarios, ayuntamientos, institutos de senseñanza secundaria y hasta guarderías. Que en ese punto, por mi familia, mis seres queridos y por mí mismo, además de por mejorar la sociedad en su conjunto, necesitaba luchar contra esas injusticias. Aguantando algún sollozo, le expliqué cómo esa lucha era muy desagradecida y me había quitado muchísimo tiempo de disfrutar de mis hijos pequeños y mi pareja, pero que asumía el precio a pagar por que ninguno de nosotros terminara en un mal momento arrastrado por un charlatán. Le resalté que, si algo tenía claro, es que incluso con todo lo que yo sabía del tema, en un momento dado, con un discurso (in)adecuado por parte de alguien en quien confiara, yo mismo estaría tan indefenso como el que más ante una estafa sanitaria.

Ella me sonrió, intentando relajar el ambiente sombrío que había dejado.

—Oye, ¿y por qué no escribes un libro contando todo esto, y se lo dedicas?
—Quizá algún día, no estaría mal, si surge la oportunidad.

La oportunidad surgió, gracias a mi compañera de lucha antisectas Emma Pérez y la Editorial Popular, y plasmé todo lo que había aprendido durante cinco horribles años en el libro «¿Qué sabes de las pseudoterapias?».

Enfoqué el libro, más que sobre pseudoterapias, sobre por qué somos muy proclives de caer en ellas, y cómo los charlatanes explotan falacias argumentales, nuestros sesgos cognitivos y un montón de otras vulnerabilidades para aprovechar un juicio crítico mermado que les permita implantar sus charlatanerías.

Marta le dio mucha cera a frases larguísimas como las que suelo usar en mis relatos, forzándome a sintetizar al máximo y dejar unas 450 páginas en poco más de 300 (con hojas a tamaño de cuartilla).  Personalmente, creo que quedó una de la obras sobre el tema que mejor pueden ayudar a un paciente, familiar de paciente o personal sanitario, a no caer en ellas y orientar a quien lo haya hecho para intentar sacarlos de allí.

Pero, claro, qué voy a decir yo del libro. Quizá estoy un poco sesgado.

Este relato participa en la iniciativa Café Hypatia.

28.11.22

Tardiciones

 Una luna como un corte de uña reinaba en un cielo casi despejado, que apenas empezaba a salpicarse de estrellas en el gradiente de añil a rosa de un anochecer de verano junto a la costa mediterránea. La temperatura en la terraza era simplemente perfecta.

—Me parece increíble poder estar aquí contigo, Aura. Y perdona si estoy poco hablador hoy; cada vez que te miro, me pierdo en el infinito de tus ojos.

Aura se ruborizó un poco y lo miró con una mezcla de sensación de halago y de que exageraba. Apartó la mirada un momento y volvió a mirarlo. El brillo de sus ojos y su cara casi beatífica delataba que decía la verdad. Sonrió, haciéndose la interesante con una caída de ojos y, comunicando un gesto al camarero para que se fuera acercando, le respondió:

—No soy para tanto, tontito, pero muchas gracias. ¿Qué pedimos de postre?

—Creo que, como marca la tradición de cada año, podemos comenzar aquí con una tarta de queso con sirope de frambuesa y continuar en la habitación con lo que improvisemos.

—Pero si nos hemos conocido esta tarde, Carlos —rió ella, acariciando la mano de él.

—Ya, pero toda tradición necesita comenzar con una primera vez.


Este relato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.11.22

¿Agua o tocado?

«Todo el mundo tiene la misma realidad delante; lo que cambia las cosas son las relaciones que una mente brillante es capaz de descubrir bajo el aparente caos». De esta forma tan pomposa comenzó su rueda de prensa el eminente Premio Nobel de Química, que ya a sus noventa y muchos, había lanzado las campanas mediáticas al vuelo por haber descubierto, según él, la solución a los problemas mundiales de sequía.

–Mi invento –comenzó, con voz temblorosa. Carraspeó, y volvió a empezar –. Mi invento ha estado siempre delante de nuestras narices. Todos hemos comprobado, a veces casi a diario, el efecto físico, y me perdonarán mis colegas por esta intromisión en su área, a quienes espero no robarles un Nobel de su campo –sonaron algunas risas algo forzadas por el intento de chiste–, de este fenómeno que puede solucionar de un plumazo el gravísimo problema que asola al planeta en este fatídico contexto de calentamiento global, que no es otro que el de la imperante sequía.

Las caras de algunos periodistas eran un poema. Aquello parecía ir para largo. Solo la emoción de tal colosal descubrimiento les impelía a permanecer atentos.

–¡Pregunta de examen! Les dejo consultar apuntes –volvió a reír ante otro intento de chiste que a nadie más le hacía la menor gracia–. ¿Cuál es el salto de agua más alto del planeta?

Se hizo un silencio sepulcral. No es que nadie supiera que era el Salto del Ángel, por supuesto, pero que un Nobel lanzara esa pregunta tan en apariencia simple podía revestir algún tipo de trampa, y nadie quería ser el que hiciera el gilipollas mediáticamente en memes de Twitter durante los próximos cuatro meses.

–Venga, no sean tímidos.

Más silencio.

Finalmente, una voz al fondo, de una periodista incapaz de soportar más aquella incomodidad:
–El Salto del Ángel, en Venezuela.
–En efecto, querida. El Salto del Ángel, en Venezuela.

La periodista soltó para sus adentros un suspiro de alivio.

–¡Pregunta de examen! ¿Qué ocurre cuando un chorro de agua choca en el fregadero contra una cucharilla?

Los periodistas se debatían entre fruncir el ceño, por no saber a dónde quería llegar, y abrir mucho los ojos en espera de una respuesta cómica o genial.

–¿Nadie? Un público difícil, esta noche.

Más silencio.

–Que s... salpica.
–¡Bravo! ¡Que salpica! Por tanto, queridos míos, ¿Qué ocurriría si pusiéramos mi invención, que digamos que es una cucharilla gigante, al final de la caída del Salto del Ángel? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh?

La gesticulación de cara y brazos del claramente perturbado Nobel, en actitud de «la respuesta es elemental» se recibieron entre los periodistas con incredulidad y cierto bochorno. Alguno ya empezó a escribir su titular: «Un nuevo caso de enfermedad del Nobel», o «Cuando la sequía se vuelve mental».

El Premio Nobel, siguiendo como si su audiencia compartiera de alguna forma la euforia que él sentía, continuó explicando, con gráficos de CAD y detalles no solicitados por nadie, los pormenores del que consideraba que iba a ser el mejor invento de la humanidad desde la rueda, consiguiendo hacer llegar agua a cualquier punto del planeta configurando la direccionalidad de los gradientes de la cucharilla hacia el lugar indicado, sorteando accidentes montañosos u otros obstáculos con cucharillas secundarias en los lugares oportunos a modo de repetidores.

Si algún periodista no abandonó la sala, fue únicamente por no perderse un momento periodísticamente histórico, pero no por las razones que el Nobel esperaba.

Durante el turno de preguntas, las toses y preguntas que solo buscaban realzar su ridículo se abrieron paso imbricadas unas con otras. Su carrera parecía acabada, aunque quizá consiguiera ganar un Ig Nobel con aquella ocurrencia.

Lo que sucedió a continuación no sorprendió a nadie: publicó sus investigaciones, y ganó un Ig Nobel. Pero lo que ocurrió a continuación, sorprendió a todos: puso en marcha su invento, y funcionó. Y ganó no solo el Nobel en Física, sino también en Economía y el Nobel de la Paz.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

31.10.22

Rumbo a Ítaca

Descargo del altillo la enorme maleta. Está destartalada y polvorienta, como mi vida. Ni siquiera me molesto en limpiar la fina pátina de polvo del lomo cuando la abro frente al armario empotrado. Voy sacando mi ropa, empezando por la de gala. Por mi cabeza transcurren mil celebraciones junto a ella. Algunos bailes memorables. Algunas cenas de cuando todo aún no estaba tan estropeado.

En algunas prendas oscuras destacan los pelos de mi gata favorita, muerta hace casi dos años. Por si no tenía suficientes cuchilladas en el alma hoy, me fuerzo a quitarlas, sintiéndome traicionarla al sacar sus últimos restos físicos de mi vida, algo que de alguna forma también significa sacarla de mi frágil memoria y condenarla a desaparecer por siempre. O, como mínimo, por mucho, mucho tiempo.

Encuentro ropa que no sabía ni que tenía. Decido tirar o donar algunas prendas, por raídas o porque ni siquiera me han terminado de gustar nunca. Algunas de esas prendas también me recuerdan a gente que alguna vez me quiso y se fue. Una ha llegado a perder totalmente el motivo que algún día contuvo y es ya una sencilla camiseta negra. Otra tiene agujeros de uñas de gato que ya destacan demasiado. Con todo, me sigue doliendo más deshacerme de un simple pelo que de ellas.

La ansiedad y la melancolía me invaden mientras empaqueto mi cepillo de dientes y mi corazón de viaje, baremando mis energías para intentar una nueva aventura, quizá la última. Como último regalo de cumpleaños, le dejo el resto de espacio en la cama, la discografía completa de Sabina en CD y la posibilidad de tener una vida feliz y plena.

Esto último nos lo regalo a los dos, sin saber todavía si seremos, cada cual por su lado, capaces de canjear el vale adecuadamente. Ojalá que sí.

Cojo la maleta y, respirando fuerte, salgo de nuevo, rumbo a Ítaca, intentando no forzar nada la travesía.


Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.

15.10.22

Sonidos y silencios

Áxel Rose se desgañitaba en RockFM cuando su Sweet Child O' Mine se quedó súbitamente enmudecido, reemplazado por un crepitar que ya no era el clásico ruido blanco, pero tampoco el silencio absoluto. Todo dentro de lo esperable al entrar en el túnel de la M-30.

Otro sweet child o' mine sonó desde el asiento trasero:

—Papá, ¿por qué se ha callado la radio?
—Porque estamos en un túnel y aquí no le llega la señal a la radio. Esto no es como el CD de casa, que tiene la música dentro y la hace sonar; hay un lugar desde donde sí tienen el CD o la canción en un ordenador, y la transmiten mediante luz a todo el mundo, parecido a cuando jugamos con la linterna. Es una luz un poco distinta a que vemos, que, por cierto, no vemos todos los tipos de luz que hay, y de hecho apenas vemos una pequeñita parte de los que hay. Es distinta porque la luz visible se tapa con cualquier cosa opaca y ya no la ves, pero esta consigue atravesar las cosas unos metros. Por eso la podemos oír en la radio de dentro de casa. Pero, aquí dentro del túnel, tan profundo, esa luz ya no llega, estamos a la sombra para esa señal. ¿Lo has entendido, peque?
—Qué luces tan bonitas tiene el túnel.
—En fin...


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.9.22

De Dioses y Monstruos

Cerca de donde el Dios del Sol brillaba en su carro, se podían ver correteando cerca de él al veloz Mensajero de los Dioses, la bellísima Diosa del Amor, la Diosa de la Tierra y el terrible Dios de la Guerra. El Dios de Dioses andaba algo más lejos, seguido de su padre, y más allá el Dios del Cielo, el de las Aguas y el del Inframundo (que, pese a ser un Dios, parecía ser algo más bajito que el resto).

Se dice que fue la Diosa de la Tierra quien engendró al Universo entero, pero probablemente sean habladurías debidas a que es tremendamente fértil, sin parangón alguno entre los demás de la lista. Al menos, que sus hijos los humanos hayamos sabido, claro.  Aunque, para ser sus hijos, menudos disgustos le vamos dando. Quizá algún día encontremos nuevos hijos de los Dioses en otros lugares, pero, a este paso, parece que podemos terminar antes nuestra historia como en la más agorera de las tragedias griegas.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.8.22

Los otros sentidos

Muchos científicos contribuyeron a desastres a escala planetaria, como los CFCs, la gasolina con plomo, o la negación del daño del tabaco y del alcohol (o incluso su maquillaje como saludable). Les faltó el sentido común.

Muchos científicos habían tenido ante sus ojos, sin verla, la respuesta a grandes enigmas del Cosmos, pero tuvo que ser alguien posterior quien, con un instinto más afinado, fuera capaz de conectar los puntos adecuadamente.
Como el «sentido arácnido» ya está pillado, lo podríamos llamar el «sentido crustáceo».

Algunos científicos ayudaron a desarrollar finas protecciones profilácticas para evitar embarazos y enfermedades de transmisión sexual sin perder un ápice de sensibilidad. Su avance propició un sexo sentido.

15.7.22

Un pequeño paso para el hombre

Un toro. De los matemáticos. Un donut, vaya. Pero delgadito y con un radio mayor gigantesco. Uno de Standford. Impuso bastante verlo antes de atracar, girando silenciosamente suspendido en el espacio, en el punto de Lagrange L1 del sistema Tierra-Luna, usando a esta última también como escudo antimeteoritos.

La Estación Sagan se llamó así por motivos obvios. Cuando yo llegué, en 2081, se cumplían diez años de la inauguración de la misma, y treinta desde que falleciera prematuramente el fantástico futbolista argentino Carlitos Steven Sagan, al que todos llamaban «el Maradona reencarnado». Es verdadera devoción la que la Humanidad entera, bueno, los que quedamos en la estación tras la reciente catástrofe de la Tierra, sentimos por Sagan. Cada año, en el aniversario de su triste obituario, se juega un partido en su honor. En la Tierra, los partidos ya eran divertidos de por sí, pero en la Sagan, el efecto Coriolis le imparte un elemento estratégico extra. Por suerte, quedamos exactamente veinticinco habitantes suficientemente jóvenes, y luego celebramos el resultado emborrachándonos con la cebada transgénica cultivada en los pocos hidropónicos que nos quedan.

A veces, tras la borrachera, me quedo tumbado en el suelo, mirando la gigantesca Luna, pensando en el pequeño paso para el hombre que supone caminar por la Estación. Más que nada, porque las pocas parcelas habitables a las que los sistemas vitales les siguen funcionando son escasas y no hay mucho por donde pasear. En mi cabeza, divago sobre ser parte de un relato que escribiera sobre nosotros la gente del pasado, pensando en cómo sería ser capaces de seguir viviendo lejos de la madre Tierra. Nuestra difunta madre, con la que pronto nos encontraremos. Quizá, pensarían: «¿qué revolución podría haber en el futuro?». Y se les podría ocurrir algo como vivir en nuestra estación. Al fin y al cabo, un toro es un cuerpo de revolución.

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia. Hace mucho calor.

15.5.22

–Espejismo, espejismo mágico.

–Papá, cuando yo levanto la mano derecha, mi yo del espejo levanta su mano izquierda.
–Sí. Es raro, ¿no? El espejo lo muestra todo al revés.
–Todo no, porque lo que está arriba no está abajo en el espejo. En la feria sí había espejos que te ponían boca abajo. ¡Y había otros que te hacían chiquitita o como un espaguetti! Pero este, no.
–Esos espejos de feria están más o menos doblados a lo alto o a lo largo para hacer esos efectos. Los rayos de luz que surgen de las lámparas o el sol rebotan en el cristal y vuelven en una dirección distinta forzada para que hagan esos efectos. Pero, en un espejo normal, puedes probar a dibujar una flecha en un papel, y ver en el espejo hacia donde apunta. Mira, fíjate.
–¡Apunta hacia el mismo sitio!
–Claro, porque aquí lo que se invierte no es la izquierda y la derecha. Lo que se invierte es el "hacia dentro" y "hacia afuera". Por eso, lo que está a ese lado sigue estando a ese lado, y lo que está arriba o abajo sigue estando arriba o abajo realmente, pero el espejo nos lo muestra "hacia atrás".
–Ostras, qué guay.
–Sí, pero me has cambiado de tema. Estábamos preguntándole quién era la niña más guapa del reino. ¡Vuelve a levantar tu mano derecha!

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.4.22

Principios

Un malentendido. Unas claves introducidas en un maletín. Una roca grande en rumbo de colisión. Una estrella que degenera. Un Universo algo más caliente, sin diferencia de potencial suficiente para obtener energía para nada. Un trozo del espaciotiempo rajándose. 

Aunque no todos los finales son finales finales, así son muchos de los principios del fin. 

Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.

15.3.22

La ecuación de la discordia

«Equis es igual a menos bé más/menos raíz cuadrada de bé al cuadrado menos cuatro a cé partido dos a».

Combinando la física cuántica de Bohr y la relatividad de Einstein, algo no le cuadraba a Dirac para la ecuación del electrón aplicando el paso final para despejar una ecuación de segundo grado. La solución positiva de la ecuación era obvia y correcta. Pero había otra solución... ¿negativa? Idéntico comportamiento, pero carga inversa. ¿Un anti-electrón? Aquella solución, probablemente, no tenía sentido físico, pensó. Pero... ¿y si...?

Y así fue cómo las matemáticas nos chivaron, dos años antes de encontrarlas, que en el zoo de partículas también teníamos antimateria.


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.