29.1.24

Inesente

Recuperé la conciencia. Aún aturdida por la explosión y el golpe, pensé que me había quedado ciega. Pero la negrura infinita en la que flotaba se rajó, sobresaltándome, con una esfera mucho más brillante que la luna llena. Acomodé la vista en los segundos que tardó en salir de mi campo visual, reconociendo los recovecos de nuestra pequeña mota azul pálido, para volver enseguida a un negro absoluto.

Estaba rotando hacia atrás por un eje imaginario que pasaba atravesando mis caderas. Para alguien que me viera desde la tierra, podría parecer una acróbata borracha del Circo del Sol haciendo volteretas invertidas.

Intenté mover mis extremidades. Entumecidas, pero funcionales. Calculé que había pasado alrededor de una hora desde que nuestra nave saltó en pedazos durante el intento de acoplamiento, presumiblemente por un trozo de basura espacial que perforó inoportunamente uno de los tanques de propulsión. Si la ISS continuaba de una pieza, y sin saber a qué velocidad terminé tras la explosión, aún podrían faltar horas para verla aparecer por algún lado. Pero podría también tenerla a poca distancia y no distinguirla, igual que yo era virtualmente invisible para cualquiera que no estuviera a pocos metros de mí.

Intentaba ahuyentar el demonio de ese pensamiento, pero fue imposible: «Mamá va al espacio en su última misión y luego ya se quedará con vosotros para siempre. Estaré de vuelta antes de que os déis cuenta». Aunque no quería pensar en ello, en mi fuero interno sabía que mis horas estaban contadas. O minutos, puesto que mi traje no debía tener ya demasiado oxígeno. No me atrevía a mirar el indicador, como alguien con insomnio teme echar un vistazo al despertador solo para averiguar que está a dos minutos de la alarma.

Pensé en acelerar el proceso antes de que el miedo terminara atenazándome del todo. Pensé en desenroscar el caso y dejar entrar la fría nada a él. Quizá me daría tiempo de oler el aroma del vacío, la esencia de la inexistencia. Por otros colegas sabía que sería un olor similar a la barbacoa o al ozono tras una tormenta eléctrica. Pero también sabía que, antes de poder oler nada, mi cuerpo habría expulsado todo el aire de mis pulmones y habría congelado lo que quedara del resto. Me habría quedado inconsciente en segundos, hinchada como un sapo y eternamente congelada.

Subí mis manos a los cierres de seguridad del casco.



Este microrrelato participa en la iniciativa Divagacionistas.


15.1.24

Basura especial

«¡Pasen y vean! Deléitense con el espectáculo más asombroso del universo. ¡Sean bienvenidos al lugar donde la maravilla y la fascinación se entrelazan en un torbellino de extraordinarias proezas! ¡Déjense arrastrar por los insignes hallazgos que inundarán sus sentidos!

Vean esta especie de vehículo que, a pesar de su aspecto quemado, en su día probablemente fue de un rojo rabioso a juzgar por los análisis del material que lo recubre. ¿Qué clase de criatura era el ser que lo manipulaba? Aún es un misterio, ¡pero quizá algún día lo podamos averiguar!

Del extrarradio, encontrado bajo diez kilómetros de hielo, y atrapado por curiosos seres tentaculares, encontramos un artefacto que parecía pensado para... ¿contactarlos? ¿atacarlos? ¿atraparlos? Las herramientas de que dispone no lo dejan claro. También pueden ver, en ese tarro, uno de los tentáculos que pudimos rescatar de esos seres tan huidizos, junto con la aterradora representación que uno de nuestros aguerridos exploradores hizo de él cuando lo encontró, antes de caer en un extraño estado de locura.

Algo más allá, proveniente del lugar de arenas rojas, tenemos este monstruo mecánico de seis patas y dos brazos, junto con el pequeño ser volador. ¡Por los estudios de nuestras más avanzadas mentes, creemos que todavía podría levantar el vuelo si una luz potente baña su cuerpo y recibe la invocación adecuada! Pero, por desgracia, nadie ha descifrado aún dicha invocación.

Vean, vean este contenedor. ¿Podría parecer anodino, verdad? Contiene auténtica caca, pis y vómito de hombre y fue dejada extrañamente, expuesta al vacío del espacio, cerca de restos metálicos y textiles curiosamente decorados y otras cosas que parecen ser algún tipo de utillaje de prospección. Por supuesto, también pueden ver a su derecha algunos de los elementos más rimbombantes que también se encontraban por la zona, como esta esfera tan geométricamente astroblemada.

Y ahora, síganme. No pueden dejar de admirar una de nuestras joyas de la corona, la placa de un artefacto con la inscripción "Pioneer 10" en él. La placa gracias a la cual pudimos encontrar, a pesar de un pequeño gazapo, el lugar de donde proceden todas estas maravillas, ¡el planeta Tierra!

De allí también vienen todos estos cacharros que encontramos a su alrededor dando vueltas, una forma absurda de enviar lejos sus desechos, pero no debemos juzgarlos fuera de su contexto históricos.

Por último, pero no por ello menos fascinante... esto no es para todos los públicos, no miren si son aprensivos... Si siguen la dirección en la que apunto mi tentáculo podrán observar nada más y nada menos que ¡el cuerpo momificado del último habitante humano del planeta, que terminó sus días y los de su especie a la temprana edad de cinco años!

Muchos critican que no tuviéramos más cuidado cuando llegamos allí siguiendo el rastro de la placa y encontrando el resto de maravillas por el camino, pero, ¿cómo podíamos imaginar que iba a ser una raza tan exánime como para sucumbir ante uno de nuestros nanovirobots de nada?»


Este microrrelato participa en la iniciativa Café Hypatia.