30.10.23

Kleincallada

Como una muñeca rusa, cada nivel desplegaba una nueva dimensión en la que nuestra protagonista se sentía encallada en la vida. Una muñeca enorme, con una enfermedad degenerativa recién diagnosticada, que la empezaba a hacer trastabillar, hablar peor, perder el equilibrio con poca luz. Una muñeca algo más pequeña, con un trabajo que no le llenaba ni la vida ni la cartera, y más bien le drenaba la primera. Una muñeca todavía menor, de una relación que estaba en coma desde hacía tantos años que, si la muñeca era menor, era únicamente porque ya se había acomodado al frío suelo sentimental. Una muñeca más pequeña aún, con una familia desintegrada por una paupérrima herencia que, como de costumbre, venía envenenada. Una muñeca pequeñita que le hacía compañía piando (¿feliz? ¿desquiciada? ¿pidiendo socorro?) dentro de su propia jaula y que no quería liberar porque era lo único que realmente le había conectado con su padre en su último año, lo único que le quedaba de él junto con el sentimiento de culpa por no haberse despedido cuando finalmente murió. Una muñeca diminuta que, a cada segundo, le recordaba que la vida probablemente aún tenía reservados los planes más horribles para ella. Planes que, con todo lujo de detalles, recreaba para cada uno de los niveles anteriores, envolviéndolos para convertirse, paradójicamente, en una botella de klein. Una botella de klein rusa.


Esta entrada participa en la iniciativa Divagacionistas.

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