15.11.25

Se veIA venir...

Con las manos aún temblorosas, Jorge sujetaba el vaso en el que aún efervescía un analgésico. A solo quince años del auge de los modelos LLVM de uso generalista, la Humanidad se había vuelto totalmente dependiente de ella para tomar cualquier decisión.

No es que fuera nada nuevo; pasó con la electricidad, con las calculadoras, con el petróleo, con los navegadores para la conducción, con los plásticos... Pero aunque a veces el cambio había supuesto delegar ciertas habilidades a cambio de poder dedicar nuestro valioso tiempo de proceso a otras áreas, a menudo ese cambio había conllevado también desastres al multiplicar los requerimientos de su uso por un orden de miles de millones: la contaminación había escalado a valores globales, la basura permeaba ecosistemas e incluso el espacio, los plásticos inundaban cada resquicio del planeta. Siempre viviendo como si los recursos fueran infinitos, encima habíamos creado una máquina de entropía que iba a ser aún más poderosa que nosotros.

Los primeros cambios, al igual que con las primeras revoluciones, supusieron un desastre a nivel de empleos. Pero no porque la IA pudiera suplir el trabajo de un humano, sino porque simplemente se vendió así. E igual que el tener robots en las fábricas de coches no hizo que pudiéramos generar en menos tiempo las X unidades mensuales que se generaban antes y dedicar ese tiempo libre a alcanzar una mejor calidad de vida para sus trabajadores, la trampa de la avaricia desmanteló muchas vidas por esperar que un programa apenas recién creado fuera capaz de equiparar el trabajo de un humano profesional.

La degeneración en contenidos, en calidad, las pérdidas por errores de seguridad y procesamiento de sistemas críticos y no tan críticos, la vaguedad inherente a la conservación energética de la biología (para qué saberse los ríos si existe Google Maps; para qué saber qué es un río si le puedes preguntar a ChatGPT) nos había llevado a este límite de sentirnos incapaces de dar un paso sin un asistente virtual que nos dijera qué teníamos que hacer y cómo teníamos que hacerlo. Desarrollamos las herramientas más punteras de nuestra civilización para dibujar de la forma más sofisticada posible un pene en una pared.

Con el historial de catástrofes que llevamos a cuestas, parece mentira que no nos hubiéramos dado cuenta de que el problema no iba a ser la IA. Nosotros, siempre nosotros.

–La pastilla ya se ha terminado de disolver. Ya puedes tomártelo.
–Gracias, Grok –dijo Jorge.

Este microrrelato participa de la iniciativa Café Hypatia.

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