Como cada mañana antes de salir, empezó a rellenar sus bolsillos de todo aquello que le podía hacer falta a lo largo del día. Un viandante que asistiera a tamaño espectáculo, probablemente añadiría "suponiendo un ataque zombie a escala masiva". Siempre elegía pantalones con bolsillos grandes, enormes, para ese motivo y, si bien no era escrupuloso en general con la estética o la moda, si algo le causaba un trastorno es el que le regalaran unos pantalones donde no pudiera meter cómodamente sus manos en sus bolsillos hasta la mitad del antebrazo. Y si tenía un par de bolsillos extra en la parte inferior del pantalón, a ser posible con botones, velcro o cremalleras –en orden inverso de preferencia–, tanto mejor.
Así pues, además de la preceptiva cartera, llevaba: las llaves, atadas con una cadena a una de las trabillas más cercanas al bolsillo, y rodeando el interior de la cartera para asegurarla ante un intento de hurto; un pañuelo; también llevaba el resto del paquete de pañuelos; una cajita de juanolas, que le confería un aspecto de maraca humana gigante al caminar; ocho euros con cuarenta y cinco, que llevaba fuera de la cartera por si algún día la pudiera perder; un destornillador pequeño; un juego de ganzúas; y una navaja multiusos.
Con su aspecto a medio camino entre un pescador despistado, un cantante de hip-hop venido a menos y un nerd expulsado de una convención de ciencia ficción, estaba llegando a su trabajo –como cada mañana, demasiado tarde y a toda prisa– cuando, con el frescor de la alborada, metió sus manos hasta el fondo del abismo para descubrir, con horror, el enorme agujero que auguraba una terrible pérdida...